Cuando los historiadores del siglo XXI radiografían nuestra era, habrán de destacar una frase que encapsula muchas de las claves culturales que hoy nos rodean. La pronunció, premonitoriamente, Ted Sarandos, actual co-CEO de Netflix, allá por 2013. Dijo: “The goal is to become HBO faster than HBO can become us”. Es decir: tenemos que convertirnos en HBO antes de que HBO se convierta en nosotros.
Lo que Sarandos supo ver es que, en un mundo cultural en el que el continente es tan importante como el contenido, la plataforma con contenidos a granel pero con una app más fácil de usar, más intuitiva y con mejor diseño y algoritmo para el usuario (Netflix), debía apostar por el contenido de calidad antes de que la plataforma que tenía contenido de calidad solventara los problemas de su app, que guardaba muchas joyas pero andaba a trompicones (HBO). Spoiler: Netflix ganó.
Once años después, llegan las elecciones más polarizadas de la historia de EE UU, y suceden en un mundo mucho más tecnológico, plataformeado, en el que la lucha entre el contenido y el continente —el fondo y la forma— está más incandescente que nunca y en el que la digitalización se ha comido con patatas todo el ecosistema mediático, periodístico y de ocio.
En EE UU hay 214 millones de videojugadores. En 2023, los ingresos totales de la industria de los videojuegos en el país ascendieron a 57.200 millones de dólares. Tres cuartas partes de las familias estadounidenses tienen al menos un miembro jugador activo, y no cabe duda de que es en ese medio en el que se forman las mentes de los jóvenes, se transmite el caudal artístico y se vertebra la conversación en torno al presente. Los videojuegos son más importantes que nunca, porque a pesar de la ceguera (a veces voluntaria) de tantos, se han convertido en el punto de intercesión entre la cultura, la tecnología, el contenido y la conversación en este siglo XXI. ¿El mejor ejemplo de ello? Sin duda, el Gamergate, que nació en 2014 y que (aunque no le hayamos dado el bombo que merece en los medios en español) preconizó lo que se ha venido en llamar guerra cultural, creó un caldo de cultivo para el posterior Me Too, resumió la polarización extrema entre progresistas y conservadores, y hasta podemos asegurar que aglutinó a los más reaccionarios en los movimientos que evolucionarían hasta las actuales formaciones más de derechas. Y, sin embargo, los políticos han hecho muy poco caso a los videojuegos. Hasta ahora, porque poco a poco se van dando pasos.
Antes de las elecciones de 2020, Alexandria Ocasio-Cortez ya jugueteó con el tema. Junto a Ilhan Omar y otros streamers famosos, participó en una sesión del videojuego Among Us en Twitch, que siguieron millones de personas, con el objetivo de animar a los jóvenes a votar. Joe Biden hizo sus pinitos también en Animal Crossing. Y en estas elecciones parece que el fenómeno va a más. Kamala Harris se ha puesto las pilas: ha lanzado anuncios en IGN, el principal medio sobre videojuegos, para captar el voto joven masculino. IGN, con 35 millones de visitantes mensuales, representa un público clave en Estados decisivos. Hay otras medidas, como el Geeks & Nerds for Harris. El equipo de Trump también se ha puesto a buscar esos mismos votos, utilizando a influencers como FaZe Banks y Adin Ross y muchas otras figuras digitales que lo respaldan. La conclusión es clara: en el contexto del clima político y cultural actual, los videojuegos y la cultura pop se han convertido en un campo de batalla esencial para atraer a los votantes jóvenes en Estados Unidos.
Y se preguntará el lector que qué tiene que ver esto con la frase del principio sobre Netflix y HBO. Pues que todo sigue la misma lógica de adelantarse a los movimientos inevitables, más fáciles de proyectar en este mundo digital que en ningún otro momento de la historia. Es decir: más le vale a los políticos intentar llevar la política a los gamers, antes de que los gamers tomen la iniciativa y marquen la agenda política. Porque no es cuestión de decir que son muchos; es cuestión de asumir que suyo es el futuro.
Seguir leyendo
Lo que Sarandos supo ver es que, en un mundo cultural en el que el continente es tan importante como el contenido, la plataforma con contenidos a granel pero con una app más fácil de usar, más intuitiva y con mejor diseño y algoritmo para el usuario (Netflix), debía apostar por el contenido de calidad antes de que la plataforma que tenía contenido de calidad solventara los problemas de su app, que guardaba muchas joyas pero andaba a trompicones (HBO). Spoiler: Netflix ganó.
Once años después, llegan las elecciones más polarizadas de la historia de EE UU, y suceden en un mundo mucho más tecnológico, plataformeado, en el que la lucha entre el contenido y el continente —el fondo y la forma— está más incandescente que nunca y en el que la digitalización se ha comido con patatas todo el ecosistema mediático, periodístico y de ocio.
En EE UU hay 214 millones de videojugadores. En 2023, los ingresos totales de la industria de los videojuegos en el país ascendieron a 57.200 millones de dólares. Tres cuartas partes de las familias estadounidenses tienen al menos un miembro jugador activo, y no cabe duda de que es en ese medio en el que se forman las mentes de los jóvenes, se transmite el caudal artístico y se vertebra la conversación en torno al presente. Los videojuegos son más importantes que nunca, porque a pesar de la ceguera (a veces voluntaria) de tantos, se han convertido en el punto de intercesión entre la cultura, la tecnología, el contenido y la conversación en este siglo XXI. ¿El mejor ejemplo de ello? Sin duda, el Gamergate, que nació en 2014 y que (aunque no le hayamos dado el bombo que merece en los medios en español) preconizó lo que se ha venido en llamar guerra cultural, creó un caldo de cultivo para el posterior Me Too, resumió la polarización extrema entre progresistas y conservadores, y hasta podemos asegurar que aglutinó a los más reaccionarios en los movimientos que evolucionarían hasta las actuales formaciones más de derechas. Y, sin embargo, los políticos han hecho muy poco caso a los videojuegos. Hasta ahora, porque poco a poco se van dando pasos.
Antes de las elecciones de 2020, Alexandria Ocasio-Cortez ya jugueteó con el tema. Junto a Ilhan Omar y otros streamers famosos, participó en una sesión del videojuego Among Us en Twitch, que siguieron millones de personas, con el objetivo de animar a los jóvenes a votar. Joe Biden hizo sus pinitos también en Animal Crossing. Y en estas elecciones parece que el fenómeno va a más. Kamala Harris se ha puesto las pilas: ha lanzado anuncios en IGN, el principal medio sobre videojuegos, para captar el voto joven masculino. IGN, con 35 millones de visitantes mensuales, representa un público clave en Estados decisivos. Hay otras medidas, como el Geeks & Nerds for Harris. El equipo de Trump también se ha puesto a buscar esos mismos votos, utilizando a influencers como FaZe Banks y Adin Ross y muchas otras figuras digitales que lo respaldan. La conclusión es clara: en el contexto del clima político y cultural actual, los videojuegos y la cultura pop se han convertido en un campo de batalla esencial para atraer a los votantes jóvenes en Estados Unidos.
Y se preguntará el lector que qué tiene que ver esto con la frase del principio sobre Netflix y HBO. Pues que todo sigue la misma lógica de adelantarse a los movimientos inevitables, más fáciles de proyectar en este mundo digital que en ningún otro momento de la historia. Es decir: más le vale a los políticos intentar llevar la política a los gamers, antes de que los gamers tomen la iniciativa y marquen la agenda política. Porque no es cuestión de decir que son muchos; es cuestión de asumir que suyo es el futuro.
Seguir leyendo
¿Pueden los 214 millones de jugadores de videojuegos en EE UU decantar las elecciones?
Los aspirantes a la Casa Blanca redoblan sus esfuerzos por atraer a una comunidad clave
elpais.com