A lo mejor es signo de asfixia terminal, de perversidad del mundillo o del alejandrinismo general de los tiempos, pero la verdad es que la exposición-de-arte-contemporáneo es a estas alturas un género más del arte contemporáneo y a veces hasta una obra nueva (y muy contemporánea). Sucede cuando la visión del artista y la del comisario, las obras reunidas y el espacio que las acoge se amalgaman y dan réplica hasta resultar en un todo que es más que la suma de las partes. No siempre pasa, por descontado, pero es el caso en esta selección de pinturas de Prudencio Irazabal que comisaría Mariano Mayer para algunas de las salas más espectaculares del Musac de Tuñón y Mansilla. El museo cumple 20 años en este 2024, y aunque son salas vistas y visitadas muchas veces, respiran de nuevo y parecen verse por primera vez ahora. También habíamos visto antes los cuadros de Irazabal sobre los muros blancos y los cubos asépticos de centros y galerías, pero ahora uno los ve y los entiende mejor.
Están colgados a alturas inesperadas pero justas para dar una nueva escala a los volúmenes del museo, que otras veces se han comido obras y exposiciones enteras; dispuestos para que parezcan flotar a dos centímetros de las paredes, en contraste de texturas casi táctiles entre la translucidez y la luminiscencia que trabaja Irazabal y la rugosidad basta de las láminas de hormigón prensado; en parejas o ternas o cuartetos que subrayan los quiebros diagonales de los muros, aprovechando la forma en que se desliza sobre ellos la luz natural y cenital del gran lucernario del “ábside” de la sala principal. Artista y comisario han dado muchas vueltas, se nota, a esta escenificación (en el sentido más noble del término) a la vez contundente y delicada, y el efecto del primer golpe de vista, al llegar, es de los que hacen contener la respiración y se recuerdan luego con un golpe de alegría.
Irazabal cuenta que pensaba precisamente en un pecho respirando a la hora de armar la exposición: una agitación apenas perceptible pero que da la vida, literalmente. Ese pálpito anima de forma casi orgánica los espacios y las obras y hace que el visitante acompase su movimiento y su cuerpo sin darse cuenta, en un vaivén desde cada obra particular a la apreciación del efecto de conjunto, y vuelta. A León han viajado dos ciclos de obras, uno de principios de los noventa y otro reciente, de los últimos cuatro años, ya con el estilo y la técnica más reconocibles de Irazabal: lo uno va por la otra, porque tras décadas de experimentar y depurar se han vuelto casi sinónimos.
Irazabal trabaja con polímeros líquidos incoloros mezclados con un gel espesante que permite aplicarlo sobre las bases imprimadas en capas sucesivas. En cada una diluye dosis muy medidas de pigmento líquido, y al secarse y solaparse van creando gradaciones sutiles de colores transparentes. Arma cercos alrededor de cada cuadro para que no se desborden, y al retirarlos los laterales muestran esa superposición de estratos que vista de frente produce la luminosidad casi sobrenatural marca de la casa. Alejandro Vergara Sharp, conservador jefe de pintura flamenca del Prado, escribe sobre ella con precisión y claridad científicas en el catálogo y la relaciona con el puro placer visual (y seducción espiritual) que trajo la invención de la pintura al óleo y la técnica de veladuras sobre lienzos imprimados que hizo posible: en el siglo XV empezaba en Flandes esa fusión peculiar de técnica, material, estilo, forma e idea que llamamos para abreviar pintura moderna y que desembocó en el siglo XX en una abstracción pictórica que Irazabal prolonga contra viento y marea ya bien entrado el XXI.
Irazabal hace hincapié también en “la instalación” como hilo que unifica en el museo los dos ciclos de obras, y es verdad que ese aprovechamiento de los recursos de obras y espacios tan apurado hace dudar por un segundo si no serán todos los cuadros una sola obra transmutada en instalación específica, como si casi 40 años de trabajo se comprimieran en un único momento creativo a la vez rápido y lentísimo. “¿Cuánto se tarda en mirar?”. Lo pregunta Mayer en su texto, y la respuesta en este caso es a la vez un segundo y una eternidad, porque salimos de la exposición ya vista con la sensación de que ella también entró en nosotros y desde dentro nos seguirá mirando.
‘Contradistancia. Prudencio Irazabal’. Musac. León. Hasta el 13 de octubre.
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Están colgados a alturas inesperadas pero justas para dar una nueva escala a los volúmenes del museo, que otras veces se han comido obras y exposiciones enteras; dispuestos para que parezcan flotar a dos centímetros de las paredes, en contraste de texturas casi táctiles entre la translucidez y la luminiscencia que trabaja Irazabal y la rugosidad basta de las láminas de hormigón prensado; en parejas o ternas o cuartetos que subrayan los quiebros diagonales de los muros, aprovechando la forma en que se desliza sobre ellos la luz natural y cenital del gran lucernario del “ábside” de la sala principal. Artista y comisario han dado muchas vueltas, se nota, a esta escenificación (en el sentido más noble del término) a la vez contundente y delicada, y el efecto del primer golpe de vista, al llegar, es de los que hacen contener la respiración y se recuerdan luego con un golpe de alegría.
Irazabal cuenta que pensaba precisamente en un pecho respirando a la hora de armar la exposición: una agitación apenas perceptible pero que da la vida, literalmente. Ese pálpito anima de forma casi orgánica los espacios y las obras y hace que el visitante acompase su movimiento y su cuerpo sin darse cuenta, en un vaivén desde cada obra particular a la apreciación del efecto de conjunto, y vuelta. A León han viajado dos ciclos de obras, uno de principios de los noventa y otro reciente, de los últimos cuatro años, ya con el estilo y la técnica más reconocibles de Irazabal: lo uno va por la otra, porque tras décadas de experimentar y depurar se han vuelto casi sinónimos.
Los cuadros, expuestos a alturas innovadoras, interactúan con la arquitectura y la luz. Ahora uno los ve y los entiende mejor
Irazabal trabaja con polímeros líquidos incoloros mezclados con un gel espesante que permite aplicarlo sobre las bases imprimadas en capas sucesivas. En cada una diluye dosis muy medidas de pigmento líquido, y al secarse y solaparse van creando gradaciones sutiles de colores transparentes. Arma cercos alrededor de cada cuadro para que no se desborden, y al retirarlos los laterales muestran esa superposición de estratos que vista de frente produce la luminosidad casi sobrenatural marca de la casa. Alejandro Vergara Sharp, conservador jefe de pintura flamenca del Prado, escribe sobre ella con precisión y claridad científicas en el catálogo y la relaciona con el puro placer visual (y seducción espiritual) que trajo la invención de la pintura al óleo y la técnica de veladuras sobre lienzos imprimados que hizo posible: en el siglo XV empezaba en Flandes esa fusión peculiar de técnica, material, estilo, forma e idea que llamamos para abreviar pintura moderna y que desembocó en el siglo XX en una abstracción pictórica que Irazabal prolonga contra viento y marea ya bien entrado el XXI.
Irazabal hace hincapié también en “la instalación” como hilo que unifica en el museo los dos ciclos de obras, y es verdad que ese aprovechamiento de los recursos de obras y espacios tan apurado hace dudar por un segundo si no serán todos los cuadros una sola obra transmutada en instalación específica, como si casi 40 años de trabajo se comprimieran en un único momento creativo a la vez rápido y lentísimo. “¿Cuánto se tarda en mirar?”. Lo pregunta Mayer en su texto, y la respuesta en este caso es a la vez un segundo y una eternidad, porque salimos de la exposición ya vista con la sensación de que ella también entró en nosotros y desde dentro nos seguirá mirando.
‘Contradistancia. Prudencio Irazabal’. Musac. León. Hasta el 13 de octubre.
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Prudencio Irazabal en el Musac de León: ¿cuánto se tarda en mirar?
El artista condensa 40 años de trayectoria en una nueva muestra. El resultado es un único momento creativo que fluye rápido y lento a la vez
elpais.com