‘Prince of Persia’ y el inapelable triunfo de la vuelta a las esencias

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27 Sep 2024
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El nuevo Prince of Persia, que llega 13 años después de la última entrega canónica de la saga, nos pone en la piel de alguien que no es el príncipe de Persia. Como inicio, esto ya es bastante iconoclasta, pero las rupturas del juego no terminan ahí. El último juego de Ubisoft es una fantástica entrega de la saga que, si bien queda mucho año por delante, impone con fuerza y sorpresa su candidatura a estar entre lo mejor de este 2024.

Y es que por mucho que en Prince of Persia: The Lost Crown, nos pongamos en la piel de Sargon —uno de los Siete Inmortales persas, a quien se le encomienda la tarea de encontrar al príncipe Ghassan, secuestrado en extrañas circunstancias—, lo importante es el armazón mecánico del juego, que deshecha de forma muy inteligente la deriva que la saga había tomado para entregar una obra excelente que basa su fuerza en la vuelta a los orígenes.

Si hacemos un poco de arqueología veremos que la serie sigue un poco el camino general de todo el medio: Prince of Persia surge en 1989; en 1999 daría el salto a las tres dimensiones, y de 2003 a 2010 llegaría la saga de las Arenas del tiempo, que a los entornos tridimensionales añadían el parkour (podemos decir que el estilo de esos juegos es un antecedente directo de la saga Assassin’s Creed) y una mecánica de rebobinado que añadía la dimensión temporal a las plataformas y hacía del juego una experiencia interesantísima.

Ahora, cuando nadie esperaba nada de una saga que no aprovechó su salto al cine, y cuando la deriva mecánica de la serie de juegos parecía haber quedado subsumida por parte de Ubisoft en Assassin’s Creed, la saga vuelve a sus orígenes con una historia en scroll horizontal bidimensional que abraza profundamente las señas de identidad primigenias de la franquicia y que, sin que nadie lo anticipara, se alza de repente en uno de los mejores exponentes del género metroidvania.

Imagen de 'Prince of Persia: The Lost Crown'.

Este género, metroidvania, es llamado así porque, bueno, los que sentaron sus bases fueron las sagas Metroid y Castlevania. Esos juegos dieron a finales de los 90 buenos frutos basándose en dos pilares fundamentales: las dos dimensiones y un mapa extenso y profundo que se exploraba de forma no lineal. Es decir, no nos movíamos de fase en fase, sino que podíamos internarnos en el mapa desde el principio hasta hallar algún obstáculo que nos impidiera avanzar; obstáculo que podíamos superar con algún objeto que encontrábamos en alguna otra parte del propio mapa.

A partir del 2000 los metroidvania vivieron un resurgimiento por la sencilla razón de que el esquema jugable es muy eficaz a la hora de plantear un juego, y de que puede ser mucho más barato que un juego en tres dimensiones si se hace de forma independiente. En 2017 apareció la sublimación de este tipo de juegos, Hollow Knight, que se convirtió en uno de los mejores juegos de la historia uniendo dos ingredientes concretos: a las características del metroidvania sumó las de la saga souls (dificultad extrema, el concepto de doble muerte que penaliza todo el progreso del jugador). Además, era un juego maravilloso en cuanto a ambientación y diseño sonoro y de niveles. No, este Prince of Persia no alcanza las cotas de excelencia (una excelencia extraña y turbia, pero excelencia al fin y al cabo) de Hollow Knight, pero no es descabellado decir que es el mejor metroidvania desde ese 2018 en que saliera este juego.

Es curioso. Años y años mejorando los gráficos y los entornos tridimensionales, invirtiendo dinero y talento en perfeccionar los combates en tiempo real, para que durante los últimos años algunos de los mejores juegos (Celeste, la saga de Ori, Super Mario Bros. Wonder, Cuphead, Inside), se jueguen en formato bidimensional. Y para que algunos de los mejores sistemas de combate (Persona 5, Baldur’s Gate III, Octopath Traveler) sean por turnos.

Es decir, vivimos una explosión brutal de creatividad hacia delante, pero, en un movimiento contraintuitivo, también hacia atrás: hacia las plantillas y estructuras que ya probaron su eficacia hace décadas. Quede dicho y aprendida la lección: a veces es mejor perfeccionar una fórmula que ya existe que intentar reinventar la Coca-Cola.

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