waters.aubree
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Con el Premio Cervantes a Álvaro Pombo a sus 85 años pasa un poco como con el Nobel a Vargas Llosa a los 74: pero, ¿no lo tenía ya? A Pombo le han encajado durante cuarenta años un montón de máscaras felices que ha escogido él sin demasiado cálculo y con una espontaneidad natural: el histrión incontenible, el novelista reconcentrado, el humorista involuntario o el activista político movilizado con esos liberales tan liberales que acaban recalando indefectiblemente en la derecha, aunque diría que no es su caso. Ignoro si el jurado se ha fijado en eso, pero es lo de menos porque su obra baila sola desde hace muchas décadas como para necesitar ningún tipo de muleta. Ha sido el novelista de la exploración de las contradicciones íntimas, las vacilaciones y las perplejidades de unas cuantas mujeres literariamente sensacionales (y unos pocos hombres). Sus novelas han tenido aquel brío lento de la meditación con nervio, el arabesco de la digresión libérrima y una pátina de humor piadoso que es dificilísima de imitar, pero es completamente suya. Ha tenido etapas triunfales de lectores, o cuando menos de alta popularidad (ganó el Planeta en 2006), y otras de alguna menor palidez mediática, pero nunca ha desaparecido del radar de los lectores literarios.
Fue ya raro desde el principio porque el empujón de Carmen Martín Gaite y la agitación cultural consanguínea de Jorge Herralde fueron los que le llevaron a presentarse al recién nacido premio Herralde de novela de 1983, y por lo que pudiera ser, indeciso y dubitativo e inseguro, acabó mandando dos manuscritos, y ganó con los dos a la vez, uno finalista, El hijo adoptivo, y el otro ganador, El héroe de las mansardas de Mansard, sin apenas rastro del poeta que era y menos rastro aún del ensayista endomingado que escribía en revistas del SEU, el sindicato universitario falangista, a finales de los años cincuenta. En Fráncfort se volvieron locos con los derechos de traducción ese año.
Ratificaba esplendorosamente una salida a la plaza pública que había empezado con un conjunto de cuentos prodigiosamente titulado como Relatos sobre la falta de sustancia en 1977. En seguida sería miembro regular de la troupe benetiana (o sea, de Juan Benet, hasta que un botellazo, estando ebrios, acabó la fiesta), entonces con intensos vínculos con Cataluña a través de Rosa Regàs, en cuya editorial La Gaya Ciencia publicó también algunas breverías. A Pombo la novela empezó a salirle a borbotones desde muy pronto, aunque no lo pareciese. Sus textos sosegados y morosos contenían múltiples chispas de ingenio, de humor, de observación y de hallazgos psicológicos. Nunca parecían escritos a toda prisa, pero él sí es un espécimen borboteante, incontinente y jovialista, como expresan algunos de sus títulos menores, pero tan felices como la parodia televisiva de Telepena de Celia Cecilia Villalobo.
Sus novelas mayores, especulativas, memoriosas, profundamente provocativas, imantan por medio de una lengua reflexiva y plástica que no pierde el ritmo narrativo sobre espacios interiores, como los de la extraordinaria El metro de platino iridiado, como Donde las mujeres, o una de las más extensas para dirimir sin solución el dilema moral que atraviesa La cuadratura del círculo, en torno a Bernardo de Claraval y la legitimidad moral de lanzar… las Cruzadas medievales contra el moro. Nunca ha obviado su fe católica como motor vital, pero también de la creación literaria (y de ahí nace una amenísima y subversiva Vida de San Francisco de Asís, el mismo santo preferido de Cervantes).
De alguna secreta manera, otra excepcional novela, Contra natura, vengaba en 2005 la represiva mojigatería de su familia. Lo habían mandado a Londres de joven para evitar el escándalo por su homosexualidad, allí vivió algún tiempo en trabajos de supervivencia y muchos años después armaba una de las novelas más valientes y hermosas sobre las modalidades de la homosexualidad, la culpa, el placer y la ocultación que han dado las letras españolas de la democracia. En su caso, una más.
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Fue ya raro desde el principio porque el empujón de Carmen Martín Gaite y la agitación cultural consanguínea de Jorge Herralde fueron los que le llevaron a presentarse al recién nacido premio Herralde de novela de 1983, y por lo que pudiera ser, indeciso y dubitativo e inseguro, acabó mandando dos manuscritos, y ganó con los dos a la vez, uno finalista, El hijo adoptivo, y el otro ganador, El héroe de las mansardas de Mansard, sin apenas rastro del poeta que era y menos rastro aún del ensayista endomingado que escribía en revistas del SEU, el sindicato universitario falangista, a finales de los años cincuenta. En Fráncfort se volvieron locos con los derechos de traducción ese año.
Ratificaba esplendorosamente una salida a la plaza pública que había empezado con un conjunto de cuentos prodigiosamente titulado como Relatos sobre la falta de sustancia en 1977. En seguida sería miembro regular de la troupe benetiana (o sea, de Juan Benet, hasta que un botellazo, estando ebrios, acabó la fiesta), entonces con intensos vínculos con Cataluña a través de Rosa Regàs, en cuya editorial La Gaya Ciencia publicó también algunas breverías. A Pombo la novela empezó a salirle a borbotones desde muy pronto, aunque no lo pareciese. Sus textos sosegados y morosos contenían múltiples chispas de ingenio, de humor, de observación y de hallazgos psicológicos. Nunca parecían escritos a toda prisa, pero él sí es un espécimen borboteante, incontinente y jovialista, como expresan algunos de sus títulos menores, pero tan felices como la parodia televisiva de Telepena de Celia Cecilia Villalobo.
Sus novelas mayores, especulativas, memoriosas, profundamente provocativas, imantan por medio de una lengua reflexiva y plástica que no pierde el ritmo narrativo sobre espacios interiores, como los de la extraordinaria El metro de platino iridiado, como Donde las mujeres, o una de las más extensas para dirimir sin solución el dilema moral que atraviesa La cuadratura del círculo, en torno a Bernardo de Claraval y la legitimidad moral de lanzar… las Cruzadas medievales contra el moro. Nunca ha obviado su fe católica como motor vital, pero también de la creación literaria (y de ahí nace una amenísima y subversiva Vida de San Francisco de Asís, el mismo santo preferido de Cervantes).
De alguna secreta manera, otra excepcional novela, Contra natura, vengaba en 2005 la represiva mojigatería de su familia. Lo habían mandado a Londres de joven para evitar el escándalo por su homosexualidad, allí vivió algún tiempo en trabajos de supervivencia y muchos años después armaba una de las novelas más valientes y hermosas sobre las modalidades de la homosexualidad, la culpa, el placer y la ocultación que han dado las letras españolas de la democracia. En su caso, una más.
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