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Pedro Zuazua Gil
Guest
Pocas actividades humanas permiten dar tanta rienda suelta a los anhelos y frustraciones como lo hace el fútbol. Más allá de la figura del árbitro —ni tan siquiera con la irrupción de la tecnología aplicada a los hechos hay unanimidad sobre la justicia—; de la de los entrenadores —todo el mundo hubiera hecho una alineación mejor el día después de una derrota—; o de la de los dirigentes —en un negocio en el que el azar tiene un peso fundamental—; están los futbolistas. Cuando saltan al césped, llevan en sus botas algo más que la ilusión de la hinchada. Y es que, de alguna forma, los seguidores proyectan en ellos sus propias vidas de tal manera que se identifican con los que representan sus valores —a los que animan de una forma especial— y encuentran rivales en aquellos que encarnan los defectos que no encajan en la imagen que tienen de sí mismos. Con tanta pasión y emoción se crea un peculiar ecosistema en el que se termina por desposeer al futbolista —del que a menudo solo se recuerdan los numerosos privilegios de los que disfruta— de su principal y esencial característica: es una persona.
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