‘Pero... ¡en qué país vivimos!’, de Agustín Sánchez Vidal: brindis (y funeral) por la cultura popular

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Agustín Sánchez Vidal es autor de ensayos imprescindibles como Sol y sombra o Buñuel, Lorca, Dalí: El enigma sin fin y de valiosas monografías sobre Carlos Saura o Segundo de Chomón. Novelista, guionista y catedrático de Historia del Cine y Otros Medios Audiovisuales en la Universidad de Zaragoza, en su nuevo ensayo, Pero… ¡en qué país vivimos!, escribe sobre la relación entre la cultura popular de nuestro país y el cine a lo largo del siglo XX. Es una celebración de esa cultura y a la vez la historia de cómo fue cambiando, por las transformaciones políticas, económicas y sociales, y por la llegada de nuevas influencias, donde el séptimo arte es fundamental: el cine fue el juglar del siglo XX, pero también era cultura de masas, vehículo de uniformización y arte de vanguardia.

Siempre inteligente y ameno, a menudo muy divertido y en ocasiones tristísimo, el ensayo cuenta “la colonización de algo tan medular para un país como es su imaginario colectivo, y sus extensiones en los entornos materiales que lo amueblan”. Describe la llegada del cine y su impacto, con una fascinación por EEUU que recuerda a Bienvenido, Mister Chaplin de Juan Francisco Fuentes, antes de abordar las continuidades y rupturas durante y después de la Guerra Civil.

El franquismo, más intervencionista que la República, creó un sistema para valorar moralmente las películas que prohibía palabras como “revolucionario” o “Castelar”. Un sacerdote presumía de haber cortado kilómetro y medio de película, evitando que los espectadores vieran unos diez mil besos de tornillo. En los cincuenta, el ministro Gabriel Arias Salgado decía que gracias a los cortes solo el 25% de los españoles iría al infierno; sin ellos habría sido un 90%. En 1941 se prohibió proyectar películas que no estuvieran en castellano: el principal damnificado fue el cine español. Para compensar se concedieron licencias de doblaje de películas extranjeras a quienes doblaran filmes españoles. No hacía falta estrenar una película española para generar beneficios; además, los créditos sindicales los controlaban los miembros del Movimiento Nacional. Un resultado de esta apuesta “moral”: presupuestos inflados para amortizar una película antes de que empezara el rodaje.

La represión condenó al exilio o la penuria a muchos cineastas, y hubo directores conservadores que no prosperaron en la dictadura, como muestra la historia desoladora de Florián Rey. Rojo y negro, una película falangista que desagradó a Franco, protagoniza reflexiones muy interesantes, con excursiones por 13 Rue del Percebe.

Las dificultades industriales del cine, y las polémicas y apuestas de los creadores ocupan un lugar importante. Estuvo en España el padre del neorrealismo Cesare Zavattini, sin mucha suerte. Una viñeta de La Codorniz presentaba al guionista ante un poblado de chabolas: “La vista de estos suburbios llenos de miseria me hace llorar. ¡Hay que encontrar trescientos millones!”, decía. Su interlocutor preguntaba: “¿Para hacer casas?” Respondía: “No, para hacer una película neorrealista”.

También llegó el cine estadounidense, con producciones como las de Bronston (que se beneficiaban de técnicos competentes, salarios bajos y un aura de exotismo y pureza) y figuras como Orson Welles y Ava Gardner. El autor analiza Canciones para después de una guerra, de Basilio Martín Patino; estudia películas como Peppermint Frappé o la que da título al libro, que contraponía una cantante moderna y feminista encarnada por Concha Velasco y un cantante tradicional y machista interpretado por Manolo Escobar: empieza el paso del subdesarrollo al “semidesarrollo”. Ve Curro Jiménez como una alegoría de la Transición y destaca la influencia del sainete en Almodóvar.

Sánchez Vidal señala que la cultura popular es menos pasiva de lo que parece, y muestra que los grandes creadores enlazan con corrientes desdeñadas o soterradas de una tradición vulgar. Pero ¡en qué país vivimos! habla de la historia del cine, pero también de la creatividad de los espectadores. Documenta la potencia del medio, que cambia un topónimo (Casablanca, en Zaragoza) y da nombre a prendas (rebeca) o pinchos (gilda): esa mitología de cine y literatura pulp sobre una realidad deprimente puebla las novelas de Juan Marsé.

Sánchez Vidal rastrea influencias de ida y vuelta, géneros autóctonos y trasplantados, personajes fascinantes como José Antonio de la Loma y peripecias asombrosas. El vínculo con otras artes —la música y sobre todo la copla, la arquitectura, el cómic— ocupa algunas de las mejores páginas de este ensayo. Aparecen los autores canónicos, pero sobre todo la cara B, siempre más humilde y cómica: la otra generación del 27 (la de los humoristas), la otra escuela de Barcelona. Es un libro lleno de erudición, interpretaciones inteligentes y anécdotas memorables: como ejemplo final, cuenta que el primer rock & roll de una película española lo bailaba Miguel Gila en El hombre que viajaba despacito, y con boina.

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