Wilson declaró la guerra a Alemania el 6 de abril de 1917 y aquel hombre todavía joven, sombrío y desconocido, besó a su cansada esposa y a sus hijos y marchó, de uniforme, a Europa. A los dos años regresó a casa inexplicablemente vivo. Ella lo miró aquella noche quitarse el uniforme y guardar en un cajón su revolver Colt M1917 como quien se despide de un viejo camarada. En aquel hogar lleno de desconocidos hacía demasiado frío, así que el veterano soldado buscó refugio en las barras de bar y en otro amor. Aquella mujer sintió todo el peso de la vida de golpe, como un puñetazo en el centro de su juventud interrumpida, pues la ausencia del marido la había mantenido con la ilusión estúpida de ver regresar de Europa a su antiguo amor. En el mercado las mujeres cuchicheaban, en la casa, sus hijos le hacían preguntas imposibles de responder. Tenía 36 años, pero aquel hombre amado, su joven amante con la que se paseaba por el East River, así como la carga en solitario de tantos hijos, la habían hecho envejecer de forma abrupta.Su todavía esposo aparecía elegantemente vestido con un abrigo marrón cargado de regalos atrasados de Santa ClausTras cuatro interminables años, una tarde fría de enero sonó el timbre. Su todavía esposo aparecía elegantemente vestido con un abrigo marrón cargado de regalos atrasados de Santa Claus . Ella le sonrió: «Pasa y quédate a cenar», le dijo con naturalidad, pero con esa frase serena ella, sencillamente, estaba interrumpiendo el dolor como él había interrumpido su juventud. Mientras acostaba a su pequeño, recordó el revólver olvidado desde hacía años en el fondo del cajón. Lo cogió, comprobó que todo estaba como tenía que estar, quitó el seguro, entró en la cocina y disparó tres veces. La tercera bala, que atravesó el cuello del hombre, fue la que lo mató.Casi ochenta años después, Paul Auster escribiría sobre el daño de las armas, la posesión indebida y la necesidad de cambiar las leyes. Dedicaría una vida de fama y una obra mundialmente conocida a la oscuridad de vivir con la herida de aquellos disparos cuyo eco traspasó, dañando brutalmente, la vida de varias generaciones. Él siempre culpó al revólver. Lástima que el novelista neoyorquino no tuviese ocasión de hablar con su abuela. Esta isla de Manhattan que Auster tanto amó no era Ítaca, desde luego, ni su abuela Anna fue Penélope, pero quién sabe cómo hubiese sido el final de aquella Odisea si Homero se hubiese atrevido a contarla. Quién sabe.
Cargando…
www.abc.es