Alexandro_Boyle
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Suma la Real Academia a sus filas —con algún lustro de retraso— una figura de rara distinción y extraordinaria valía. Pedro Manuel Cátedra es uno de los primeros filólogos de este país, un extraordinario cultivador de la historia literaria, un bibliógrafo e historiador del libro con pocos pariguales y, en fin, entre otras cosas, un bibliófilo de raro fuste. Nuestro conocimiento de las letras medievales y renacentistas, de la historia del libro en España —y en Italia—, y de las culturas hispánicas desde el medievo hasta nuestros días sería otro, y peor, sin su obra y sus aportaciones.
Andaluz de nación, formado en una época dorada de los estudios hispánicos en Cataluña en la Universidad Autónoma de Barcelona, con el añorado Alberto Blecua y, sobre todo, Francisco Rico —su difunto maestro— como referentes (y siempre en el fondo Eugenio Asensio), Pedro Manuel Cátedra, ya desde sus primeras aportaciones eruditas y críticas, se distinguió con la seña de los mejores en nuestro campo: su capacidad para ver, entender y explicar cosas que los demás no veían y, consiguientemente, mal podían explicar. Desde sus primeras contribuciones —finales de los setenta— sobre la historia y la práctica de la sermonística medieval en Aragón y Castilla, ha roturado con mano firme y sabia terrenos que permanecían incultos, o ha sabido sacar más y más granados frutos de parcelas que solían darlos más menguados. Así, sus estudios sobre la figura y la obra de Enrique de Villena, a quien dedicó su descomunal —en todos los sentidos— tesis doctoral, y a quien dedica su —igualmente descomunal— discurso de ingreso en la Academia; su trabajo sobre la predicación castellana de Vicente Ferrer (que alcanzaría su acmé con su Sermón, sociedad y literatura (San Vicente Ferrer en Castilla, 1411-1412), de 1994), o su edición de los sermones de Pedro Marín (1990), sus tempranas publicaciones y ediciones en el ámbito de los pliegos sueltos y sus ediciones de textos (siempre con frecuentes aportes de piezas bibliográficas de insignes rareza y altura), o sus prospecciones en la historia intelectual del cuatrocientos hispánico —véase su artículo sobre la biblioteca del Marqués de Santillana, a todas luces impropio de un veinteañero— constituyen el basamento de una obra científica sobresaliente sobre el que se asentaron las líneas maestras de una trayectoria incipiente, pero ya incontestable e imprescindible, antes de que su autor alcanzara la treintena.
Su incorporación como catedrático a la Universidad de Salamanca, de la que ahora es catedrático emérito, vino saludada con dos libros capitales: su Amor y pedagogía en la España medieval, con el esclarecedor subtítulo (tras el unamuniano guiño) de Estudios de doctrina amorosa y práctica literaria, entreteje primorosamente, y con la complejidad intelectual que la materia solicitaba, las ideas sobre el amor que circulaban en los ambientes intelectuales y universitarios —Salamanca en el centro— del siglo XV con las diversas plasmaciones literarias de las mismas en una amplia serie de obras, genéricamente diversas, y todas ellas alzadas sobre ese fundamento doctrinal. El otro es La historiografía en verso en la España de los Reyes Católicos. La “Consolatoria de Castilla” de Juan Barba, donde la edición de ese texto va acompañada de un estudio donde se cartografía, con precisión y finura extremas, el territorio de un género literario hasta entonces prácticamente desconocido.
Sus aportaciones sobre la historia del libro en España florecen especialmente hacia la década de los noventa, y de ahí en adelante: sus trabajos e iniciativas editoriales en este terreno, solo o en compañía de su cordial María Luisa López-Vidriero, señalan hitos perdurables: así, la coordinación de los colectivos El libro antiguo español (1988-2002), o monografías como Imprenta y lecturas en la Baeza del siglo XVI (2001) y Nobleza y lectura en tiempos de Felipe II: la biblioteca de don Alonso Osorio, marqués de Astorga (2002). También de esta época datan artículos suyos que, simplemente, redibujaron el mapa histórico-literario de las letras hispánicas medievales: así, sus artículos sobre la literatura consolatoria, sobre la práctica de la autotraducción, sobre la presencia de tradiciones líricas en textos narrativos, y otros temas afines. Entre el final del XX y el comienzo del XIX, Pedro Cátedra abordó otras dos líneas de investigación capitales: una innovadora mirada sobre la literatura caballeresca en España, desde el Baladro del Sabio Merlín a la que llamó “caballería de papel” viva en los años en que Miguel de Cervantes concibió a Alonso Quijano y sus desvaríos, y una prospección tan profunda como iluminadora en el preterido ámbito de la práctica de la lectura y la escritura en ámbitos femeninos, sobre todo conventuales. La primera de ellas culmina con su El sueño caballeresco. De la caballería de papel al sueño real de don Quijote (2007), y la segunda con una brillante colaboración con el malogrado Anastasio Rojo, Bibliotecas y lecturas de mujeres (siglo XVI) (2004), y con el apabullante Liturgia, poesía y teatro en la Edad Media (2005).
Un vistazo a la labor científica de Pedro Manuel Cátedra en el siglo XXI nos lleva en múltiples direcciones: la exploración de la literatura popular impresa, de la imprenta riojana, de los inicios del teatro en España, y otras; pero nos lleva sobre todo, a partir de 2010, al estudio de la figura del impresor Giambattista Bodoni, de los libros que imprimió y de las relaciones que mantuvo con diversos personajes de la corona española. En un Jesús se situó en el mundo bodoniano a la altura de los mejores, como un Franco Maria Ricci, con quien mantuvo una profunda amistad. Y la producción de Cátedra sobre Bodoni nos lleva a un aspecto fundamental de su actividad: la producción de libros. De libros importantísimos por su contenido, pero especialmente de una belleza insólita y de una factura impecable, cuidados hasta el último pormenor papelero y tipográfico. Los libros de que ha sido partero desde la Sociedad de Estudios Medievales y Renacentistas o desde el Instituto de Historia del Libro y la Lectura son un dechado de conocimiento tipográfico y de elegancia tout court; como lo fueron los nacidos de esa bella locura juvenil, en comandita con el añorado Víctor Infantes, el bueno, llamada El Crotalón. Faceta esta de la actividad de Cátedra que por fuerza nos lleva a la de su bibliofilia. Poseedor de una nunca lo bastante envidiable biblioteca —por la que, congruentemente, se pasea, como escribió el recién nombrado amigo, como Pedro por su casa—, ha hecho de ella la materia de algunos de sus más secretos empeños editoriales, como los primorosos Descartes bibliográficos y de bibliofilia (2001-2013).
Ars longissima, pagina —siquiera electrónica— perbrevis. No puedo poner cierre a estas palabras sin referirme al magisterio largo de décadas ejercido por Cátedra desde la suya en Salamanca, desde sus tarimas de Bellaterra y Girona, o desde las de universidades e instituciones como Oxford —donde fue Visiting Fellow en Magdalen College—, Indiana, Berkeley, Columbia, el Collège de France, la ENS de Lyon, la Sorbona, Münster, Parma, Bolonia, Roma o Cagliari, magisterio que ha cristalizado en una cohorte de discípulos demasiado numerosa para ser mencionada en estos estrechos confines periodísticos. Ni dejar de mencionar los premios recibidos, los proyectos de investigación dirigidos, o los núcleos de actividad por él ideados y conducidos (los mencionados Sociedad de Estudios Medievales y Renacentistas e Instituto de Historia del Libro y la Lectura, el Instituto de Estudios Medievales y Renacentistas y de Humanidades Digitales, todos en Salamanca). Ni dejar de decir —y esto es verdaderamente lo fundamental― que el profesor Cátedra es un individuo eminentemente divertido, elegante, distinguido e inteligente, y que ha acreditado una singular maestría en la preparación de dry martinis y de margaritas en su Thermomix.
Sí, la Real Academia Española debe sentirse muy afortunada de sumarlo, finalmente, al número de sus académicos.
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Andaluz de nación, formado en una época dorada de los estudios hispánicos en Cataluña en la Universidad Autónoma de Barcelona, con el añorado Alberto Blecua y, sobre todo, Francisco Rico —su difunto maestro— como referentes (y siempre en el fondo Eugenio Asensio), Pedro Manuel Cátedra, ya desde sus primeras aportaciones eruditas y críticas, se distinguió con la seña de los mejores en nuestro campo: su capacidad para ver, entender y explicar cosas que los demás no veían y, consiguientemente, mal podían explicar. Desde sus primeras contribuciones —finales de los setenta— sobre la historia y la práctica de la sermonística medieval en Aragón y Castilla, ha roturado con mano firme y sabia terrenos que permanecían incultos, o ha sabido sacar más y más granados frutos de parcelas que solían darlos más menguados. Así, sus estudios sobre la figura y la obra de Enrique de Villena, a quien dedicó su descomunal —en todos los sentidos— tesis doctoral, y a quien dedica su —igualmente descomunal— discurso de ingreso en la Academia; su trabajo sobre la predicación castellana de Vicente Ferrer (que alcanzaría su acmé con su Sermón, sociedad y literatura (San Vicente Ferrer en Castilla, 1411-1412), de 1994), o su edición de los sermones de Pedro Marín (1990), sus tempranas publicaciones y ediciones en el ámbito de los pliegos sueltos y sus ediciones de textos (siempre con frecuentes aportes de piezas bibliográficas de insignes rareza y altura), o sus prospecciones en la historia intelectual del cuatrocientos hispánico —véase su artículo sobre la biblioteca del Marqués de Santillana, a todas luces impropio de un veinteañero— constituyen el basamento de una obra científica sobresaliente sobre el que se asentaron las líneas maestras de una trayectoria incipiente, pero ya incontestable e imprescindible, antes de que su autor alcanzara la treintena.
Su incorporación como catedrático a la Universidad de Salamanca, de la que ahora es catedrático emérito, vino saludada con dos libros capitales: su Amor y pedagogía en la España medieval, con el esclarecedor subtítulo (tras el unamuniano guiño) de Estudios de doctrina amorosa y práctica literaria, entreteje primorosamente, y con la complejidad intelectual que la materia solicitaba, las ideas sobre el amor que circulaban en los ambientes intelectuales y universitarios —Salamanca en el centro— del siglo XV con las diversas plasmaciones literarias de las mismas en una amplia serie de obras, genéricamente diversas, y todas ellas alzadas sobre ese fundamento doctrinal. El otro es La historiografía en verso en la España de los Reyes Católicos. La “Consolatoria de Castilla” de Juan Barba, donde la edición de ese texto va acompañada de un estudio donde se cartografía, con precisión y finura extremas, el territorio de un género literario hasta entonces prácticamente desconocido.
Sus aportaciones sobre la historia del libro en España florecen especialmente hacia la década de los noventa, y de ahí en adelante: sus trabajos e iniciativas editoriales en este terreno, solo o en compañía de su cordial María Luisa López-Vidriero, señalan hitos perdurables: así, la coordinación de los colectivos El libro antiguo español (1988-2002), o monografías como Imprenta y lecturas en la Baeza del siglo XVI (2001) y Nobleza y lectura en tiempos de Felipe II: la biblioteca de don Alonso Osorio, marqués de Astorga (2002). También de esta época datan artículos suyos que, simplemente, redibujaron el mapa histórico-literario de las letras hispánicas medievales: así, sus artículos sobre la literatura consolatoria, sobre la práctica de la autotraducción, sobre la presencia de tradiciones líricas en textos narrativos, y otros temas afines. Entre el final del XX y el comienzo del XIX, Pedro Cátedra abordó otras dos líneas de investigación capitales: una innovadora mirada sobre la literatura caballeresca en España, desde el Baladro del Sabio Merlín a la que llamó “caballería de papel” viva en los años en que Miguel de Cervantes concibió a Alonso Quijano y sus desvaríos, y una prospección tan profunda como iluminadora en el preterido ámbito de la práctica de la lectura y la escritura en ámbitos femeninos, sobre todo conventuales. La primera de ellas culmina con su El sueño caballeresco. De la caballería de papel al sueño real de don Quijote (2007), y la segunda con una brillante colaboración con el malogrado Anastasio Rojo, Bibliotecas y lecturas de mujeres (siglo XVI) (2004), y con el apabullante Liturgia, poesía y teatro en la Edad Media (2005).
Un vistazo a la labor científica de Pedro Manuel Cátedra en el siglo XXI nos lleva en múltiples direcciones: la exploración de la literatura popular impresa, de la imprenta riojana, de los inicios del teatro en España, y otras; pero nos lleva sobre todo, a partir de 2010, al estudio de la figura del impresor Giambattista Bodoni, de los libros que imprimió y de las relaciones que mantuvo con diversos personajes de la corona española. En un Jesús se situó en el mundo bodoniano a la altura de los mejores, como un Franco Maria Ricci, con quien mantuvo una profunda amistad. Y la producción de Cátedra sobre Bodoni nos lleva a un aspecto fundamental de su actividad: la producción de libros. De libros importantísimos por su contenido, pero especialmente de una belleza insólita y de una factura impecable, cuidados hasta el último pormenor papelero y tipográfico. Los libros de que ha sido partero desde la Sociedad de Estudios Medievales y Renacentistas o desde el Instituto de Historia del Libro y la Lectura son un dechado de conocimiento tipográfico y de elegancia tout court; como lo fueron los nacidos de esa bella locura juvenil, en comandita con el añorado Víctor Infantes, el bueno, llamada El Crotalón. Faceta esta de la actividad de Cátedra que por fuerza nos lleva a la de su bibliofilia. Poseedor de una nunca lo bastante envidiable biblioteca —por la que, congruentemente, se pasea, como escribió el recién nombrado amigo, como Pedro por su casa—, ha hecho de ella la materia de algunos de sus más secretos empeños editoriales, como los primorosos Descartes bibliográficos y de bibliofilia (2001-2013).
Ars longissima, pagina —siquiera electrónica— perbrevis. No puedo poner cierre a estas palabras sin referirme al magisterio largo de décadas ejercido por Cátedra desde la suya en Salamanca, desde sus tarimas de Bellaterra y Girona, o desde las de universidades e instituciones como Oxford —donde fue Visiting Fellow en Magdalen College—, Indiana, Berkeley, Columbia, el Collège de France, la ENS de Lyon, la Sorbona, Münster, Parma, Bolonia, Roma o Cagliari, magisterio que ha cristalizado en una cohorte de discípulos demasiado numerosa para ser mencionada en estos estrechos confines periodísticos. Ni dejar de mencionar los premios recibidos, los proyectos de investigación dirigidos, o los núcleos de actividad por él ideados y conducidos (los mencionados Sociedad de Estudios Medievales y Renacentistas e Instituto de Historia del Libro y la Lectura, el Instituto de Estudios Medievales y Renacentistas y de Humanidades Digitales, todos en Salamanca). Ni dejar de decir —y esto es verdaderamente lo fundamental― que el profesor Cátedra es un individuo eminentemente divertido, elegante, distinguido e inteligente, y que ha acreditado una singular maestría en la preparación de dry martinis y de margaritas en su Thermomix.
Sí, la Real Academia Española debe sentirse muy afortunada de sumarlo, finalmente, al número de sus académicos.
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