smith.troy
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El puño en alto para saludar. El bajo Höfner en forma de violín colgado de sus hombros. La media melena peinada a raya y sorprendentemente frondosa. Ese característico arqueo de piernas llevando el ritmo. Del equipo de sonido sale Can’t Buy Me Love. 60 años de música pop desplegándose sobre los 15.000 privilegiados que llenaron el WiZink de Madrid. Rostros que muestran tanta felicidad que no se puede describir. Y esto no ha hecho más que empezar. Paul McCartney, 82 años, pocos artistas de pop vivos que hayan marcado a tanta gente. Anoche estuvo en Madrid para repartir felicidad. Había adolescentes con sus padres, parejas de abuelos, también grupos de jóvenes. Gente dichosa, contenta, pasando el mejor lunes de sus vidas. No existe mejor medicina para superar la mala cara con la que nos mira a veces el mundo que dos horas y media con este hombre optimista y entusiasta, el guardián del legado musical más relevante de la historia del pop, el de The Beatles.
McCartney no se presentó anoche sentando cátedra desde una atalaya de celador de las esencias del pop. Lo podía haber hecho, por la obra que atesora y por galones. Pero no: todo fue extremadamente cálido, cercano, en ocasiones hermoso. Paul se comportó en todo momento como un anfitrión bondadoso, ofreciendo a sus comensales los platos más exquisitos de su amplísima carta, esas canciones que transmiten una sinceridad que ya dejó mucho tiempo de estilarse. “Hola, España. Buenas noches, Madrid. Estoy muy feliz de estar aquí de nuevo. Esta noche voy a tratar de hablar un pelín de español”, dijo en castellano como bienvenida.
Existía un temor por comprobar el estado de su voz, siempre acompañada de rumores que aseguran que anda regulera. Allí estábamos todos estresados, confiando en que las trilladas cuerdas vocales del maestro aguantaran. Y con las gargantas calientes por si había que prestar ayuda. Todos dispuestos a colaborar. Hombro con hombro con Paul. Pero no necesitó auxilio el maestro. Aguantó un exigente programa de una treintena de canciones sin casi ningún momento de flaqueo.
Le escoltó una banda de instrumentación nada aparatosa para este tipo de megaespectáculos: dos guitarristas, un batería y un tecladista. Cuando la estrella cambiaba el bajo por la guitarra, uno de los excelentes hachas cogía el relevo de las cuatro cuerdas. En algunas canciones se requirió a tres vientos: trompeta, trombón y saxofón. Hubo momentos realmente rockeros, como el final de Let Me Roll It, con Paul de espaldas al público para jalear a su batería (Abe Laboriel Jr., excelente también en los coros) mientras arañaba las cuerdas de su guitarra al son de Foxy Lady, de Jimi Hendrix.
Paul no solo cantó y sacó a relucir su mejor repertorio. Además, no dejó de tocar instrumentos durante todo el recital. Soportó con su bajo la parte rítmica de un buen puñado de temas y se aplicó en el piano, el órgano, el ukelele o la mandolina. Destacó especialmente con una guitarra eléctrica tapizada de colorines con la que extrajo punteos de fogoso guitar hero.
Paul rebuscó en el cobre de The Beatles, el santo grial de la música pop. De allí rescató In Spite of All the Danger, la canción más antigua de las compuestas por él que sonó anoche, nada menos que de mediados de los 50, de la época de The Quarrymen, el antecedente de The Beatles. Fue bonita la puesta en escena de esta vetusta pieza: la tocó acompañado de algunos de sus músicos, en onda acústica, todos de pie al borde del escenario, brillando especialmente el acordeón. Una tonada de taberna con una magistral estructura pop que parece mentira que compusiera un adolescente. La encadenó con el primer éxito de los Beatles, Love Me Do, que se podía haber ahorrado cantar, porque ya lo hizo todo el recinto. Debe ser apasionante estar en la piel de Paul cantando Love Me Do con 82 años y analizando a aquel cicho que la entonaba con 20 años.
Incluyó en esta parte relajada, que resultó de lo mejor del concierto, Blackbird, y aquí su marchita voz tembloroso acompañó perfectamente a la preciosa melodía. Si te concentrabas y cerrabas los ojos parecía que te la estaba cantando a ti en una noche de invierno mientras el fuego de la chimenea crepitaba. Nada más terminar, y todavía con él solo en el escenario, dijo: “Esta canción la compuse para mi gran amigo John”, e interpretó Here Today, aquella pieza que escribió, “entre lágrimas”, después del asesinado de Lennon y que anoche sonó bellísima. Hubo más dedicatorias. A George Harrison (“mi hermano George”) le recordó con Something, que comenzó él solo con un ukelele. Había que escuchar al público vocear eso de “I Don’t Know, oooo, I Don’t Know”. Luego ya entró la banda para convertir el WiZink en el lugar más maravilloso del mundo donde se podía estar en ese momento…
También se acordó de las dos mujeres de su vida, y no lo hizo de su otro matrimonio, el que le unió a Heather Mills, con un final tan feo. A Linda Eastman le escribió Maybe I’m Amazed, la primera gran canción que compuso, para Wings, después de terminar los Beatles. La exigencia vocal de la pieza no arredró a este Paul de 82 años. A su actual compañera, Nancy Shevell, dedicó My Valentine, un tema con una melodía bonita, pero que integrado en una colección tan colosal terminó templando el clímax. Solo unos breves minutos de tranquilidad, porque lo que restaba era de traca. Hasta Now and Them, despojada de la responsabilidad de ser una canción de los Beatles de 2024, se acopló perfectamente al cancionero de la noche.
Cuando llegó el turno de Get Back fue imposible apartar los ojos de las imágenes que se proyectaron en la pantalla del fondo del escenario. Secuencias en color de la última etapa de The Beatles. Lennon bailando en plan chorra con Paul, Ringo y George moviendo sus cabezas alocadamente, John pegando saltos, George y John jugando a boxear, Ringo haciendo de Ringo y poniendo caras extrañas… Los cuatro sonriendo, quizá la última vez antes de su agrio final. Pero Paul nos quiso agradar cambiando la historia y mostrando el crepúsculo feliz de estos cuatro tipos que voltearon la vida de tanta gente. Bonito detalle, Paul.
Lennon recibió más homenajes. En I’ve Got a Feeling, por ejemplo, que apareció en la pantalla cantando parte del tema; fue cuando Paul dio la espalda a público para mirar reverencialmente a su viejo amigo. Vale, hemos escuchado mil veces Let It Be, pero a ver quién es el témpano de hielo que no se emociona al escuchar la interpretación de su autor a unos metros de distancia. No faltó otra de sus baladas canónicas, porque ningún público afina mejor que el de Paul McCartney cantando Hey Jude. Es difícil escucharla sin sentir una aguda punzada de añoranza. No tocó ni Michelle ni Yesterday, otras dos de sus clásicas baladas. Hizo bien: hubiese quedado un poco melifluo. A cambio, agradó al público más cafetero con piezas inesperadas, como Being for the Benefit of Mr. Kite!, del disco Sgt. Pepper’s, o esa joya de su etapa en solitario llamada Let ‘Em In. Seguramente sobró la pirotecnia de Live and Let Die, que aturdió al mismísimo protagonista.
El recital terminó con un conjunto de canciones estelares de los Beatles: Sgt. Pepper’s Lonely Hearts Club Band, Helter Skelter, Golden Slumbers, Carry That Weight y The End. McCartney las fusionó en una coda de unos diez minutos que finalizó con unos versos de The End que no pueden retratar mejor lo que se vivió anoche: “Y al final, el amor que recibes es igual al amor que das”.
Esta noche repite concierto. Si no poseen una entrada hagan todo lo legalmente posible por conseguirla. No se puede tener todo en la vida, pero un concierto de Paul McCartney remedia muchas cosas.
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McCartney no se presentó anoche sentando cátedra desde una atalaya de celador de las esencias del pop. Lo podía haber hecho, por la obra que atesora y por galones. Pero no: todo fue extremadamente cálido, cercano, en ocasiones hermoso. Paul se comportó en todo momento como un anfitrión bondadoso, ofreciendo a sus comensales los platos más exquisitos de su amplísima carta, esas canciones que transmiten una sinceridad que ya dejó mucho tiempo de estilarse. “Hola, España. Buenas noches, Madrid. Estoy muy feliz de estar aquí de nuevo. Esta noche voy a tratar de hablar un pelín de español”, dijo en castellano como bienvenida.
Existía un temor por comprobar el estado de su voz, siempre acompañada de rumores que aseguran que anda regulera. Allí estábamos todos estresados, confiando en que las trilladas cuerdas vocales del maestro aguantaran. Y con las gargantas calientes por si había que prestar ayuda. Todos dispuestos a colaborar. Hombro con hombro con Paul. Pero no necesitó auxilio el maestro. Aguantó un exigente programa de una treintena de canciones sin casi ningún momento de flaqueo.
Le escoltó una banda de instrumentación nada aparatosa para este tipo de megaespectáculos: dos guitarristas, un batería y un tecladista. Cuando la estrella cambiaba el bajo por la guitarra, uno de los excelentes hachas cogía el relevo de las cuatro cuerdas. En algunas canciones se requirió a tres vientos: trompeta, trombón y saxofón. Hubo momentos realmente rockeros, como el final de Let Me Roll It, con Paul de espaldas al público para jalear a su batería (Abe Laboriel Jr., excelente también en los coros) mientras arañaba las cuerdas de su guitarra al son de Foxy Lady, de Jimi Hendrix.
Paul no solo cantó y sacó a relucir su mejor repertorio. Además, no dejó de tocar instrumentos durante todo el recital. Soportó con su bajo la parte rítmica de un buen puñado de temas y se aplicó en el piano, el órgano, el ukelele o la mandolina. Destacó especialmente con una guitarra eléctrica tapizada de colorines con la que extrajo punteos de fogoso guitar hero.
Paul rebuscó en el cobre de The Beatles, el santo grial de la música pop. De allí rescató In Spite of All the Danger, la canción más antigua de las compuestas por él que sonó anoche, nada menos que de mediados de los 50, de la época de The Quarrymen, el antecedente de The Beatles. Fue bonita la puesta en escena de esta vetusta pieza: la tocó acompañado de algunos de sus músicos, en onda acústica, todos de pie al borde del escenario, brillando especialmente el acordeón. Una tonada de taberna con una magistral estructura pop que parece mentira que compusiera un adolescente. La encadenó con el primer éxito de los Beatles, Love Me Do, que se podía haber ahorrado cantar, porque ya lo hizo todo el recinto. Debe ser apasionante estar en la piel de Paul cantando Love Me Do con 82 años y analizando a aquel cicho que la entonaba con 20 años.
Incluyó en esta parte relajada, que resultó de lo mejor del concierto, Blackbird, y aquí su marchita voz tembloroso acompañó perfectamente a la preciosa melodía. Si te concentrabas y cerrabas los ojos parecía que te la estaba cantando a ti en una noche de invierno mientras el fuego de la chimenea crepitaba. Nada más terminar, y todavía con él solo en el escenario, dijo: “Esta canción la compuse para mi gran amigo John”, e interpretó Here Today, aquella pieza que escribió, “entre lágrimas”, después del asesinado de Lennon y que anoche sonó bellísima. Hubo más dedicatorias. A George Harrison (“mi hermano George”) le recordó con Something, que comenzó él solo con un ukelele. Había que escuchar al público vocear eso de “I Don’t Know, oooo, I Don’t Know”. Luego ya entró la banda para convertir el WiZink en el lugar más maravilloso del mundo donde se podía estar en ese momento…
También se acordó de las dos mujeres de su vida, y no lo hizo de su otro matrimonio, el que le unió a Heather Mills, con un final tan feo. A Linda Eastman le escribió Maybe I’m Amazed, la primera gran canción que compuso, para Wings, después de terminar los Beatles. La exigencia vocal de la pieza no arredró a este Paul de 82 años. A su actual compañera, Nancy Shevell, dedicó My Valentine, un tema con una melodía bonita, pero que integrado en una colección tan colosal terminó templando el clímax. Solo unos breves minutos de tranquilidad, porque lo que restaba era de traca. Hasta Now and Them, despojada de la responsabilidad de ser una canción de los Beatles de 2024, se acopló perfectamente al cancionero de la noche.
Cuando llegó el turno de Get Back fue imposible apartar los ojos de las imágenes que se proyectaron en la pantalla del fondo del escenario. Secuencias en color de la última etapa de The Beatles. Lennon bailando en plan chorra con Paul, Ringo y George moviendo sus cabezas alocadamente, John pegando saltos, George y John jugando a boxear, Ringo haciendo de Ringo y poniendo caras extrañas… Los cuatro sonriendo, quizá la última vez antes de su agrio final. Pero Paul nos quiso agradar cambiando la historia y mostrando el crepúsculo feliz de estos cuatro tipos que voltearon la vida de tanta gente. Bonito detalle, Paul.
Lennon recibió más homenajes. En I’ve Got a Feeling, por ejemplo, que apareció en la pantalla cantando parte del tema; fue cuando Paul dio la espalda a público para mirar reverencialmente a su viejo amigo. Vale, hemos escuchado mil veces Let It Be, pero a ver quién es el témpano de hielo que no se emociona al escuchar la interpretación de su autor a unos metros de distancia. No faltó otra de sus baladas canónicas, porque ningún público afina mejor que el de Paul McCartney cantando Hey Jude. Es difícil escucharla sin sentir una aguda punzada de añoranza. No tocó ni Michelle ni Yesterday, otras dos de sus clásicas baladas. Hizo bien: hubiese quedado un poco melifluo. A cambio, agradó al público más cafetero con piezas inesperadas, como Being for the Benefit of Mr. Kite!, del disco Sgt. Pepper’s, o esa joya de su etapa en solitario llamada Let ‘Em In. Seguramente sobró la pirotecnia de Live and Let Die, que aturdió al mismísimo protagonista.
El recital terminó con un conjunto de canciones estelares de los Beatles: Sgt. Pepper’s Lonely Hearts Club Band, Helter Skelter, Golden Slumbers, Carry That Weight y The End. McCartney las fusionó en una coda de unos diez minutos que finalizó con unos versos de The End que no pueden retratar mejor lo que se vivió anoche: “Y al final, el amor que recibes es igual al amor que das”.
Esta noche repite concierto. Si no poseen una entrada hagan todo lo legalmente posible por conseguirla. No se puede tener todo en la vida, pero un concierto de Paul McCartney remedia muchas cosas.
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