Patricia López Arnaiz: “Me siento muy vasca, aunque no tenga los ocho apellidos”

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27 Sep 2024
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Patricia López Arnaiz vive apartada del mundo y de su ruido. Reside en un pueblo de la montaña alavesa en el que habitan unas pocas decenas de personas —23 hombres y 26 mujeres, según el último censo—, que se encuentra al final de una carretera empinada, no muy lejos de su Vitoria natal. Las casas de este lugar, del que prefiere que no revelemos el nombre, se asoman a un valle lleno de campos de trigo dorado, aunque a ella le gusten más cuando están teñidos de verde. En la ladera se alza una iglesia que parece románica, aunque sea del siglo XIX. De lejos se escuchan los ladridos de un perro solitario. Su pareja pasa con el coche de vuelta a su casa. El resto es silencio.

En este paisaje de wéstern, la actriz espera al forastero junto al antiguo lavadero del pueblo, fumando un cigarrillo de liar. No tiene redes sociales, sino un teléfono Nokia y una cuenta de Hotmail. Cuando tiene un mal día se pierde por los bosques de pinos, helechos y cardos, por los que, en esta mañana fría de septiembre, bajo una llovizna obligatoria, solo circula algún senderista despistado. Fardos de paja se alinean en la carretera. Pasan una manada de potros y un rebaño de ovejas. “Me gusta esta paz, me aterriza y me procura placer”, dirá un rato más tarde, sentada en el bar de un pueblo vecino en el que suena rock en euskera. De todas las mesas ha escogido la más alejada de la entrada, tal vez para evitar un lugar de paso: empiezan a reconocerla por la calle más de lo que le gustaría. “Desde el principio he sido muy cautelosa. Lo que más miedo me daba era perder el anonimato”, confirma. “Estoy en el proceso de soltar ese temor. Es una negociación conmigo misma. En el fondo, tal vez no sea tan grave que me conozca la gente”. Esta asceta confesa, que ha escogido este refugio neorrural como antídoto a los peligros de la fama, teme perder “la libertad”, su apego a una soledad elegida y a su gusto por la contemplación. “Pero también me digo que tal vez esa fase ya terminó”, se resigna, sonriente.

La actriz vitoriana dejó de ser una desconocida tras ganar un Premio Goya en 2020 por su papel protagonista en la película Ane, donde interpretaba a una madre coraje con las heridas del terrorismo en la sociedad vasca como telón de fondo.

Hasta hace unos años, esta actriz de 43 años convertida en uno de los rostros más destacados del nuevo cine español tenía tres trabajos: dos como monitora en una ikastola —en el turno de primera hora de la mañana y luego en el de comedor— y un tercero como productora de una sala de conciertos de Vitoria. Antes había sido camarera en Bilbao. ¿Le gustaba esa vida? “Sí, estaba bien”, responde con cierta vacilación. “Aunque, cuando surgieron los primeros proyectos en el cine y la televisión, ya sentía que ese capítulo se estaba cerrando”. A la vez, la interpretación nunca fue una opción a tiempo completo. Cursaba talleres de teatro y danza en sus ratos libres y hacía algún papel breve cuando se presentaba la ocasión, pero más como estrategia de autoconocimiento que como carrera profesional. “Nunca fue un sueño, no quería ser actriz”, afirma López Arnaiz, que estudió Publicidad pese a no tener ninguna vocación, como tantos otros adolescentes obligados a escoger un camino a los 17 años, sin saber qué querían hacer todavía con sus vidas.

Sus padres, un electromecánico y una monitora de transporte escolar, la criaron en el barrio obrero de El Pilar, en el noroeste de Vitoria. “Era un barrio de construcción nueva, lleno de niños y niñas. Pasé mi infancia en la calle y en la ludoteca del barrio. Cuando tenía hambre, mi madre me tiraba la merienda por la ventana. Viví allí hasta los 20 años, cuando me fui a Bilbao. Regresé años después, cuando descubrí el arraigo que sentía”. Su familia no vio con buenos ojos que estudiara Bellas Artes, su primera opción. “Les entró miedo y lo puedo entender. ¿Cómo se come del arte? No me lo prohibieron, pero fui dócil”. Cuando su madre se disculpa por no haberla entendido en su día, le responde que todo ha salido bien. “La oportunidad me llegó en el momento adecuado. A los 20 años hubiera sido una pérdida. Me alegro de haber construido una vida fuera de este sector tan convulso”.

La actriz ahora coprotagoniza la película 'Los destellos' dirigida por Pilar Palomero y adaptación de 'Un corazón demasiado grande', un cuento de Eider Rodríguez que llega a los cines el próximo viernes

Después de una década haciendo papeles invisibles —un personaje en la serie vasca Qué vida más triste, un musical titulado Miren Poppins, una breve aparición en Aquí no hay quien viva—, se alinearon los astros. En un lapso de pocos meses, entre 2017 y 2018, encadenó series de envergadura como La peste y La otra mirada, donde interpretaba a dos mujeres avanzadas a sus respectivas épocas. Participó en la adaptación de El guardián invisible y obtuvo dos personajes, secundarios pero destacados, en proyectos dirigidos por Alejandro Amenábar (Mientras dure la guerra) y Julio Medem (El árbol de la sangre). Y, sobre todo, llegó Ane, donde interpretaba a una madre coraje con las heridas del terrorismo en la sociedad vasca como telón de fondo. Con ella ganó un Premio Goya en 2020 y dejó de ser una perfecta desconocida.

Desde entonces no ha parado. Encarnó a una mujer desesperada por ser madre en La hija y a una periodista que cubría la crisis de refugiados en Mediterráneo, y tuvo papeles estelares en series como Intimidad, Apagón y Galgos, en un registro burgués hasta ahora inexplorado. También el thriller vengativo Nina, estrenado el pasado mes de mayo. Y, sobre todo, otra Ane, la protagonista de 20.000 especies de abejas, que se acercó con sensibilidad a la cuestión trans mientras la guerra cultural rugía ahí afuera. Ahora estrena Los destellos, que llega a los cines el próximo viernes tras su paso por el Festival de San Sebastián. La película, dirigida por Pilar Palomero, es una adaptación de Un corazón demasiado grande, un cuento de Eider Rodríguez sobre una mujer obligada a cuidar de su ex, enfermo, al que no ha visto desde hace años, por amor a su hija. “El título original alude a ese amor que trasciende el interés propio, que te impulsa a hacer algo que puede ser difícil o incluso nocivo para ti”, sostiene. “Sucede con la enfermedad. Cuando alguien muy querido está a punto de morir y decides acompañarlo en ese proceso, el amor crece. Lo vives con sufrimiento, pero también es un regalo, porque hay una devolución”. De repente, le tiembla un poco la voz. “Sí, me ha pasado”.

Patricia López Arnaiz sentada en la mesa durante el rodaje de la película 'Los destellos'

Lleva bien su nueva vida, según el día. “Es un torbellino. No es un trabajo de lunes a viernes del que desconectes. Es algo que lo cambia todo. De repente te cuesta controlar el ritmo de tu vida. He tenido picos de estrés y ansiedad. Me he despertado alguna mañana llorando, sintiendo que no podía más”, admite. Cuando sucede, se toma un día libre. “Aún me queda mucho por entender sobre por qué me sucede esto y qué puedo hacer para gestionarlo”. En un oficio en el que la mayoría busca más y más exposición, ella prefiere no salir en las portadas. Ha entendido la importancia de “la quietud” en su vida, la necesidad de preservar una intimidad “casi sagrada”, lo que explica que no se vaya a vivir a Madrid, aunque parezca un requisito imperativo en la profesión.

Se ha llegado a preguntar si este trabajo es realmente para ella. “Claro que me lo pregunto. Pero, por otro lado, también lo disfruto mucho”. Le gusta, sobre todo, la preparación para cada papel, acompañada de un proceso de introspección para dotarlo de verdad. También la magia que se produce al inicio de cada toma. “Actuar es como agarrar algo escurridizo, como atrapar un pececillo”. Los directores con los que ha trabajado destacan su entrega. “Me resistí a darle el papel, porque me parecía demasiado famosa”, confiesa la directora de 20.000 especies de abejas, Estibaliz Urresola. “Hasta que llegó a su prueba con un gran trabajo hecho, como si fuera una detective que hubiera seguido al personaje durante meses. Nunca la vi interpretar, sino ser. Patricia está anclada a la tierra y a la realidad. Viene de una familia humilde y es muy currela”. Por su parte, Alfredo Sanzol la dirigió en una puesta en escena de La casa de Bernarda Alba en Madrid a comienzos de 2024, tras coincidir con ella hace una década cuando impartía un taller de teatro en Vitoria. “Es lorquiana en dos sentidos: tiene duende, esa magia que solo tienen algunos intérpretes, y también un compromiso innegociable con el trabajo artístico, que abarca lo íntimo, pero también lo social y lo político”, coincide.

La actriz Patricia López Arnaiz el pasado 11 de septiembre en una calle de su pueblo. “Ser actriz puede ser un trabajo terapéutico de la hostia. En realidad, puede que lo esté siendo”, dice López Arnaiz, que estrenó en mayo el thriller 'Nina' y ahora 'Los destellos'.

Eso explica lo que tienen en común sus proyectos, que a menudo abordan temáticas sociales desde una perspectiva femenina. ¿Tienen sus proyectos una dimensión política? “Me gustaría que la tuvieran, aunque no sea premeditado. Me gusta hacer películas que nos acercan a la experiencia del otro. El cine, como todas las artes, puede ser útil. Y no solo por lo político y lo social, sino también a través de la belleza”, responde ella. Suele interpretar, con una naturalidad a prueba de bomba, a mujeres obstinadas y silenciosas, a veces aisladas en el mundo rural, en las que hay una mezcla de dulzura y dureza, desgarro y empatía, a menudo una ira subterránea. “En muchos de mis personajes hay una porción de culpa. Es algo que, como persona, tengo muy interiorizado”, apunta sin dar más detalles. “Tienen un sentimiento de injusticia, un orgullo, no sé si una dignidad. Pero no sé cuánto hay del personaje y cuánto hay de mí misma”.

Otra cosa que sus papeles tienen en común es su rostro, de una belleza serena y no posproducida, que parece en paz con sus pliegues y que desprende una humanidad, o incluso un humanismo. “La fisonomía es la parte visible de nuestro carácter”, dice la actriz con cierto pudor. A Pilar Palomero, directora de Los destellos, le recuerda a Katharine Hepburn. “Tiene una mirada contradictoria, vulnerable y fuerte a la vez. Es capaz de transmitir mucho con poco. Le da igual la fama. Lo que le interesa es profundizar en nuestros conflictos como seres humanos”. Al director José Mari Goenaga, que le dio su primera oportunidad en el cine en En 80 días tras una audición improvisada en una cafetería de San Sebastián, le hace pensar en “una actriz de los hermanos Dardenne”. “Teníamos otra actriz en mente, pero su mirada cristalina nos cautivó. Es un tipo de actriz que solía ser más común antes. Transmite una gran fortaleza y entereza, y a la vez resulta muy cercana”.

Patricia López Arnaiz en las inmediaciones de Vitoria. “En muchos de mis personajes hay una porción de culpa. Es algo que yo, como persona, tengo muy interiorizado”, apunta la actriz, que ganó en 2021 un Premio Goya por su papel en 'Ane'.

No le disgusta oír que encarna a un prototipo de mujer vasca, que ha interpretado repetidamente en el cine, aunque ella sea euskaldún de primera generación. Su familia procede de La Rioja y de Burgos, y aprendió euskera, lengua en la que ha rodado varias películas, en la escuela y en la calle, aunque no se hablaba en su casa. “Me siento muy vasca, aunque no tenga los ocho apellidos. En realidad, no tengo casi ninguno”, bromea. Ahora anda buscando un nuevo patronímico. De joven, mientras leía, fascinada, las enseñanzas de El lobo estepario, de Hermann Hesse, o se veía turbada por la brutal poesía de la película Léolo, cayó en sus manos un libro sobre los aborígenes australianos. “Se ponen un nombre a sí mismos en función de sus capacidades y atributos. Te nombras a ti mismo en lugar de dejar que lo hagan los demás”. La idea resonó en su fuero interior, en un momento en que intentaba despojarse de la mirada inquisitiva del otro. “Yo quería saber cuál era mi nombre. Por eso empecé con el teatro. Ser actriz puede ser un trabajo terapéutico de la hostia. En realidad, puede que lo esté siendo”. Dice que todavía no sabe cuál es su nombre. “Pero cada día me acerco más. Ese es mi proyecto de vida”.

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