kaden95
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Se denomina poder blando a la capacidad de influir en el mundo sin recurrir a la coerción política, la sanción económica o la acción militar, sirviéndose de una arma tan inofensiva, en apariencia, como la cultura. Lo ejerció Francia hasta los años treinta gracias a su potestad intelectual y luego Estados Unidos desde la posguerra a golpe de Coca-Cola y blue jeans. Lo practicó el Reino Unido en los tiempos de The Beatles (y en los del britpop) y, a otra escala, Dinamarca cuando triunfaban Borgen o la moda hygge. Desde hace un par de años, cuesta encontrar un punto del planeta que encarne mejor esa noción, tan extendida en las relaciones internacionales, que Corea del Sur. El profesor de Harvard que acuñó el concepto, Joseph Nye, ya advirtió en 2009 que el país asiático tenía “los recursos necesarios” para convertirse en un imperio del soft power.
Tras la crisis asiática de 1997, Corea entendió que no podía jugárselo todo a la carta de la tecnología y los coches. La supervivencia del país, que ha pasado de tener un PIB inferior al de Ghana en los sesenta a convertirse en la 12ª economía mundial, pasaba por la inversión en sus industrias culturales. En 2009, siguiendo el modelo del British Council o el Institut Français, creó una agencia dedicada a la promoción de la cultura coreana en el mundo. Poco más de una década después, el grupo BTS, actual número uno en EE UU gracias a su colaboración con Coldplay, ha pronunciado un discurso en la ONU como embajador del presidente coreano. Frieze, principal feria de arte en el mundo junto a Art Basel, ha escogido Seúl como próxima base de operaciones. Y Parásitos, primer filme de habla no inglesa en ganar el Óscar a la mejor película, y El juego del calamar, la serie más vista en la historia de Netflix, parecen poner fin a un dominio blanco y hollywoodiense en el campo audiovisual. Lejos de toda propaganda, las dos reflejan la brutalidad social en un país que no ha olvidado la fragilidad sobre la que reposa su nueva riqueza.
Con su habilidad para convertir la lucha de clases en material de comedia negra y su diabólico dominio del espacio fílmico, pero sobre todo con sus cuatro premios Oscar, Parásitos (2019), de Bong Joon-ho, marcó la definitiva conquista del público global por parte del cine surcoreano. Una conquista que no estaba protagonizada por un completo desconocido: su anterior película, Okja (2017), ya había motivado una polémica en Cannes cuando los exhibidores franceses condenaron su presencia en la sección oficial por ser una producción de Netflix, circunstancia que también motivó unas incisivas declaraciones del presidente del jurado, Pedro Almodóvar. La precedente Snowpiercer (2013) había jugado la carta del gran espectáculo con reparto internacional y su temprana Memories of Murder (2003) había reportado a Bong Joon-ho la Concha de Plata al mejor director en el Festival de San Sebastián.
Al año siguiente de ese galardón, el Gran Premio del Jurado obtenido por la avasalladora Oldboy (2003), de Park Chan-wook, en Cannes llevó a Quentin Tarantino, presidente del jurado, a afirmar que ese trabajo ponía por fin en el mapa internacional a toda una cinematografía. Era cierto que el público occidental no lo había tenido fácil hasta entonces para acceder a las propuestas de una industria sólida en la producción de géneros populares —melodramas, comedias y películas de artes marciales—, que también albergaba a un imponente arsenal de autores fundamentales de registros tan diversos como los del maestro del melodrama Lee Chang-dong, el poeta de la transgresión Kim Ki-duk, el minimalista autoconfesional Hong Sang-soo, el formalista Kim Jee-won o el calígrafo de la crueldad (a veces animada) Yeon Sang-ho, entre otros. La afirmación de Tarantino era temeraria porque cierta cinefilia occidental, con sentido de la historia y mirada amplia, ya llevaba tiempo con los radares orientados a un país cuyo cine somatizó de manera elocuente los vaivenes de su historia.
Los primeros pasos del cine coreano, en los años veinte, se desarrollaron bajo la dominación japonesa, pero una de las peculiaridades de la recepción del cine silente en el país ocupado abrió la posibilidad de un estimulante contradiscurso: como en Japón, en Corea existía la figura de un narrador/rapsoda presente en la sala —el byeonsa— que se permitía la licencia de lanzar consignas críticas fuera de guion que lograban esquivar el control de la censura. No fue hasta la liberación del dominio colonial en 1945 y la guerra de Corea que partió al país en dos que el cine surcoreano pudo empezar a construir su identidad propia, en un relato que tuvo sus jalones más significativos en el punto de ruptura que supuso La criada (1960), de Kim Ki-young; el progresivo refinamiento estilístico en la carrera del cineasta Im Kwon-taek y el papel que desempeñó la masacre de Gwangju de 1980 para concienciar a una nueva generación de cineastas.
La popularidad global de El juego del calamar (2021) es el signo más visible de un fenómeno fascinante en tiempos de geoestrategia pop mediada por las gigantes del streaming. Nos referimos al auge de las series surcoreanas o K-dramas, que se han hecho un hueco en la programación de plataformas como Netflix, cambiando los hábitos de muchos espectadores y desafiando la hegemonía audiovisual anglosajona. Sin llegar a la fiebre causada por ese éxito sorpresa, series como Mi amor de las estrellas (2014), Descendientes del sol (2016) y The World of the Married (2020) han conquistado a un público muy diverso por su mezcla de géneros, su sincretismo industrial y cultural entre los paradigmas orientales y Hollywood, y su retrato cada vez menos complaciente de esa sociedad.
Más allá de hitos tempranos como el folletín histórico Gukto manri (1964) y el melodrama Saeoomma (1972-1973), las series producidas en Corea no tuvieron un impacto mayoritario, ni siquiera de forma local, hasta los ochenta y noventa. Es entonces cuando una parte significativa de la población empezó a adquirir televisores en color, se produjeron sinergias corporativas no exentas de polémica que derivaron en nuevas cadenas y décadas de autoritarismos dieron paso a la democracia (y a un capitalismo desaforado). Love and Ambition (1987), Eyes of Dawn (1991-1992) y otras series con audiencias millonarias propiciaron el surgimiento de un star system televisivo que traspasó las fronteras de Corea del Sur cuando el Gobierno implementó, a las puertas del siglo XXI, una batería de medidas destinadas a hacer de la cultura popular una exportación prioritaria. Las series surcoreanas triunfaron primero en las parrillas del sudeste asiático y después en el resto del mundo, al interactuar Netflix con el mundo creativo del país. Su misión: crear ficciones que legitimen localmente a la plataforma y que tengan una proyección internacional nunca vista. En 2022, Netflix producirá 25 nuevos filmes y series en el país, en busca de otro fenómeno sorpresa.
Lo interesante es cómo las series surcoreanas han triunfado sin rendir pleitesía a dinámicas de producción con las que estamos familiarizados. Por ejemplo, algunas se terminan de filmar cuando sus primeros episodios ya se han estrenado y suelen agotar todos sus cartuchos narrativos en una temporada, que escribe o dirige un único responsable, frente a la labor coral de guion y realización coordinada por un showrunner que impera en Occidente. Todo ello ha incidido en una mayor personalidad y en un grado de autoría superior. Aun así, esas características están cambiando en tiempos recientes, al perseguir una mayor efectividad en el escenario del show business global. El K-drama afronta así un desafío muy común en nuestros tiempos: llegar a la máxima audiencia posible sin perder las señas de identidad que le han permitido destacar en un mercado audiovisual saturado.
Hasta bien entrado el siglo XX, la ficción en Corea permaneció bajo la onerosa sombra de la historia y la poesía, en gran parte por la influencia china. La lectura era aprendizaje. Los diálogos, el desarrollo de personajes y la profusión de detalles propios de la narrativa no tenían cabida en los textos escritos, ya que no se obtenía ningún conocimiento de esos recursos. Para el gozo estaba el teatro popular, tanto es así que un lector de la revista Korea Review, destinada a los extranjeros, escribió a la redacción en 1902: “¡Corea es una tierra sin novelas!”.
Era una verdad a medias. El habla cotidiana encontró un refugio en las novelas escritas en hangul, alfabeto coreano promulgado en 1446 para que el pueblo raso no dependiera del chino. Historias anónimas de fantasmas, de amor o de venganza eran leídas por la clase media a escondidas, sobre todo por mujeres. Esa corriente, igual que otra más subterránea y vanguardista, fue truncada por la ocupación japonesa, que proscribió el hangul. Tras la liberación, la guerra y el armisticio, llegaron la hambruna, la dictadura, la industrialización y la democracia. En esa sacudida continua, la narrativa fue atenazada por un realismo social empecinado en hablar del desgarramiento del pueblo coreano, con algunas excepciones notables como Viaje a Muyin, de Kim Seung-ok; Río de fuego, de Oh Jung-hee, y Nueve pares de zapatos, de Yun Heung-gil.
Durante décadas se publicaron tragedias solemnes que usaban a sus personajes como marionetas para expresar una posición ideológica. Desde orillas opuestas, Yi Mun-yol y Hwang Sok-yong trataron de quebrar aquella rigidez, no siempre con fortuna. La gran figura literaria de esos años fue el poeta Ko Un, eterno candidato al Nobel de Literatura. Hoy nonagenario, ha sido defenestrado y borrado de los libros de texto tras ser acusado por el #MeToo local.
A finales del siglo XX, tras el crash financiero de 1997 y el rescate del FMI, surgieron nombres como Kim Young-ha, con su himno noventero Tengo derecho a destruirme, recuperado ahora por Malas Tierras, o Han Kang con La vegetariana, también traducido al español. Mención aparte merece Park Min-gyu, que acaba de publicar Los estándares coreanos (Hwarang), por su descarado humor y su imaginación incontinente. Liberados de toda atadura, estos autores hicieron posible la aparición de los libros que hoy coronan las listas mundiales pese a tratar asuntos tan coreanos como la alienación juvenil en Almendra, de Sohn Won-pyung (Temas de Hoy), o la opresión social y laboral sobre las mujeres en Kim Ji-young, nacida en 1982, de Cho Nam-joo (Alfaguara). El siguiente paso es el desembarco de una novísima generación que integran autoras de ciencia ficción como Kim Cho-yeop (Temas de Hoy traducirá este año su nuevo libro), en pleno movimiento sísmico de un país que ya no es solo una potencia tecnológica, sino también cultural, y que ha logrado callar la boca de aquel lector quejumbroso de 1902.
¿A qué se debe la explosión de las artes visuales que experimenta Corea del Sur? ¿Cómo han conseguido eclipsar sus protagonistas las convenciones de ciertas prácticas y la condescendencia que ha manifestado siempre Occidente? El sistema del arte se ha globalizado a la vez que lo hacían la economía y los mercados. Pero lo que ha alterado al mercado del arte es la erosión del eurocentrismo y la apertura de nuevos frentes en otros puntos del planeta. La historia del arte y del pensamiento ya no son la historia de Occidente: su mundialización ha significado no solo una redistribución de poderes, sino también una coexistencia de intereses en el mercado global de las industrias culturales.
Seúl lleva años tomando ventaja a Hong Kong como capital del arte en el continente asiático. Galerías internacionales tan poderosas como Pace, Lehmann Maupin, Thaddaeus Ropac o Emmanuel Perrotin han abierto sedes en Corea en el último lustro. Además, Frieze celebrará este otoño en Seúl su primera feria en Asia, que se sumará a las tres de Londres, Nueva York y Los Ángeles. “Todas nuestras ferias tienen lugar en capitales para el arte, pero que no son solo centros en el mercado, sino atracciones en sí mismas. Cuanto más mirábamos a Asia, Seúl se convertía en la opción más clara”, expresó la directora de Frieze, Victoria Siddall. La creación del Ulsan Museum of Art, inaugurado en enero y dedicado a los nativos digitales y a las prácticas artísticas asociadas a las nuevas tecnologías, es otro buen ejemplo de la proyección de Corea de Sur hacia el futuro, anticipándose a la investigación arqueológica de las ruinas del presente.
La presencia de artistas coreanos en los museos, galerías y colecciones españoles ha aumentado desde la muestra dedicada a Nam June Paik, el visionario que se anticipó a internet y a la asociación inevitable entre arte, ciencia y tecnología, en la Fundación Telefónica (Madrid) en 2007, coincidiendo con Corea como país invitado en Arco. La obra de Do-Ho Suh está en la colección del Musac (León) y en la de Artium (Vitoria). La de Lee Bul se expuso en el EACC (Castellón), y la de Haegue Yang, en la Sala Rekalde (Bilbao), mientras que Kimsooja fue invitada en 2006 a exponer en el Palacio de Cristal del Retiro y Lee Ufan, el otro gran referente que comparte generación con Nam June Paik, lo hizo en 2010 en la galería Elvira González (Madrid).
Salas como Sabrina Amrani, The Ryder, Para & Romero, Àngels Barcelona, Cayón o Albarrán Bourdais también han expuesto a nombres destacados. La nueva cita con el arte coreano tiene lugar en la Universidad de Málaga, que coproduce con Casa Asia y el Centro Cultural Coreano el proyecto expositivo Why not Korea, que recoge la obra de 12 artistas contemporáneos.
Un político y un cantante de heavy metal. Sin estas dos figuras es muy probable que hoy no existiera el K-Pop, ese pop coreano que triunfa en todo el mundo. Hoy supone un 0,3% del PIB del país asiático y se ha erigido en industria que mueve unos 5.000 millones de euros al año. El político es Roh Tae Woo, que se convirtió en presidente de Corea en febrero de 1988. Durante sus cinco años en el poder, propició una transición democrática y liberalizó los medios. Hasta aquel momento las radios públicas casi solo emitían trot, estilo musical autóctono y tradicional.
Con esa apertura, surgió una escena musical en sintonía con los sonidos que triunfaban en el resto del mundo. Uno de ellos era el heavy metal. Seo Taiji pronto se convirtió en la principal figura del género en Corea del Sur. Pero con el cambio de década, Taiji se cansó del metal y reclutó a dos bailarines para formar un combo inspirado en el hip hop y el pop. Seo Taiji And Boys se presentaron a un concurso televisivo de talentos. Quedaron los últimos. Pero el tema, titulado ‘I know’, no se movió de las listas de éxitos durante 17 semanas.
En esa historia se encuentra el germen del sistema sobre el que se cimenta el K-Pop. Cuando el grupo se separó en 1995, uno de sus miembros creó YG Entertainment, uno de los primeros conglomerados dedicados a la fabricación en serie de ídolos juveniles. Pero no fue hasta el éxito del tema ‘Gee’, de Girl’s Generation, en 2009, cuando el mundo fijó los ojos en Corea. Durante la década posterior, el ascenso del K-Pop ha sido imparable. Bandas como Blackpink, BTS –los primeros artistas adscritos al movimiento en vender más de un millón de discos–, Big Bang o 2NE1 se han convertido en estrellas globales gracias a un sistema de producción que mezcla los estándares de la fabricación en serie con los de la excelencia y la precisión. El K-Pop crea canciones adhesivas, perfectas y tarareables, con su dosis justa de modernidad, pero sin jamás salirse del carril central. Las coreografías están interpretadas con inquietante perfección. Los estilismos son impecables. Sus vocalistas son tan jóvenes como bellos.
Aun así, los suicidios en 2019 de las cantantes Sulli y Goo Haram alertaron sobre papel de la mujer y la insoportable presión a la que se la somete. Incluso los grupos masculinos, sobre todo BTS, han abandonado su neutralidad para abordar problemas sociales en sus letras y en las redes. El género y el entramado industrial que lo sostiene, versión extrema de las boy y girl bands occidentales, parecen dispuestos a abandonar esa negación de la parte más oscura de esta década de triunfo prodigioso. Podría ser una evolución natural u otra estrategia ante un fenómeno sorprendente que amenaza la hegemonía, al menos a nivel local, del K-Pop: el retorno del trot, aquel viejo estilo que dominaba las ondas antes de que un político y un cantante de heavy cambiaran la música coreana, y la del resto del planeta, para siempre.
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Tras la crisis asiática de 1997, Corea entendió que no podía jugárselo todo a la carta de la tecnología y los coches. La supervivencia del país, que ha pasado de tener un PIB inferior al de Ghana en los sesenta a convertirse en la 12ª economía mundial, pasaba por la inversión en sus industrias culturales. En 2009, siguiendo el modelo del British Council o el Institut Français, creó una agencia dedicada a la promoción de la cultura coreana en el mundo. Poco más de una década después, el grupo BTS, actual número uno en EE UU gracias a su colaboración con Coldplay, ha pronunciado un discurso en la ONU como embajador del presidente coreano. Frieze, principal feria de arte en el mundo junto a Art Basel, ha escogido Seúl como próxima base de operaciones. Y Parásitos, primer filme de habla no inglesa en ganar el Óscar a la mejor película, y El juego del calamar, la serie más vista en la historia de Netflix, parecen poner fin a un dominio blanco y hollywoodiense en el campo audiovisual. Lejos de toda propaganda, las dos reflejan la brutalidad social en un país que no ha olvidado la fragilidad sobre la que reposa su nueva riqueza.
Cine: Mucho más que ‘Parásitos’
Por Jordi Costa. Crítico y director de exposiciones del CCCB (Barcelona)
Con su habilidad para convertir la lucha de clases en material de comedia negra y su diabólico dominio del espacio fílmico, pero sobre todo con sus cuatro premios Oscar, Parásitos (2019), de Bong Joon-ho, marcó la definitiva conquista del público global por parte del cine surcoreano. Una conquista que no estaba protagonizada por un completo desconocido: su anterior película, Okja (2017), ya había motivado una polémica en Cannes cuando los exhibidores franceses condenaron su presencia en la sección oficial por ser una producción de Netflix, circunstancia que también motivó unas incisivas declaraciones del presidente del jurado, Pedro Almodóvar. La precedente Snowpiercer (2013) había jugado la carta del gran espectáculo con reparto internacional y su temprana Memories of Murder (2003) había reportado a Bong Joon-ho la Concha de Plata al mejor director en el Festival de San Sebastián.
Al año siguiente de ese galardón, el Gran Premio del Jurado obtenido por la avasalladora Oldboy (2003), de Park Chan-wook, en Cannes llevó a Quentin Tarantino, presidente del jurado, a afirmar que ese trabajo ponía por fin en el mapa internacional a toda una cinematografía. Era cierto que el público occidental no lo había tenido fácil hasta entonces para acceder a las propuestas de una industria sólida en la producción de géneros populares —melodramas, comedias y películas de artes marciales—, que también albergaba a un imponente arsenal de autores fundamentales de registros tan diversos como los del maestro del melodrama Lee Chang-dong, el poeta de la transgresión Kim Ki-duk, el minimalista autoconfesional Hong Sang-soo, el formalista Kim Jee-won o el calígrafo de la crueldad (a veces animada) Yeon Sang-ho, entre otros. La afirmación de Tarantino era temeraria porque cierta cinefilia occidental, con sentido de la historia y mirada amplia, ya llevaba tiempo con los radares orientados a un país cuyo cine somatizó de manera elocuente los vaivenes de su historia.
Los primeros pasos del cine coreano, en los años veinte, se desarrollaron bajo la dominación japonesa, pero una de las peculiaridades de la recepción del cine silente en el país ocupado abrió la posibilidad de un estimulante contradiscurso: como en Japón, en Corea existía la figura de un narrador/rapsoda presente en la sala —el byeonsa— que se permitía la licencia de lanzar consignas críticas fuera de guion que lograban esquivar el control de la censura. No fue hasta la liberación del dominio colonial en 1945 y la guerra de Corea que partió al país en dos que el cine surcoreano pudo empezar a construir su identidad propia, en un relato que tuvo sus jalones más significativos en el punto de ruptura que supuso La criada (1960), de Kim Ki-young; el progresivo refinamiento estilístico en la carrera del cineasta Im Kwon-taek y el papel que desempeñó la masacre de Gwangju de 1980 para concienciar a una nueva generación de cineastas.
Televisión: Calamares y otros prodigios
Por Elisa McCausland y Diego Salgado. Críticos, ensayistas e investigadores en cultura popular
La popularidad global de El juego del calamar (2021) es el signo más visible de un fenómeno fascinante en tiempos de geoestrategia pop mediada por las gigantes del streaming. Nos referimos al auge de las series surcoreanas o K-dramas, que se han hecho un hueco en la programación de plataformas como Netflix, cambiando los hábitos de muchos espectadores y desafiando la hegemonía audiovisual anglosajona. Sin llegar a la fiebre causada por ese éxito sorpresa, series como Mi amor de las estrellas (2014), Descendientes del sol (2016) y The World of the Married (2020) han conquistado a un público muy diverso por su mezcla de géneros, su sincretismo industrial y cultural entre los paradigmas orientales y Hollywood, y su retrato cada vez menos complaciente de esa sociedad.
Más allá de hitos tempranos como el folletín histórico Gukto manri (1964) y el melodrama Saeoomma (1972-1973), las series producidas en Corea no tuvieron un impacto mayoritario, ni siquiera de forma local, hasta los ochenta y noventa. Es entonces cuando una parte significativa de la población empezó a adquirir televisores en color, se produjeron sinergias corporativas no exentas de polémica que derivaron en nuevas cadenas y décadas de autoritarismos dieron paso a la democracia (y a un capitalismo desaforado). Love and Ambition (1987), Eyes of Dawn (1991-1992) y otras series con audiencias millonarias propiciaron el surgimiento de un star system televisivo que traspasó las fronteras de Corea del Sur cuando el Gobierno implementó, a las puertas del siglo XXI, una batería de medidas destinadas a hacer de la cultura popular una exportación prioritaria. Las series surcoreanas triunfaron primero en las parrillas del sudeste asiático y después en el resto del mundo, al interactuar Netflix con el mundo creativo del país. Su misión: crear ficciones que legitimen localmente a la plataforma y que tengan una proyección internacional nunca vista. En 2022, Netflix producirá 25 nuevos filmes y series en el país, en busca de otro fenómeno sorpresa.
Lo interesante es cómo las series surcoreanas han triunfado sin rendir pleitesía a dinámicas de producción con las que estamos familiarizados. Por ejemplo, algunas se terminan de filmar cuando sus primeros episodios ya se han estrenado y suelen agotar todos sus cartuchos narrativos en una temporada, que escribe o dirige un único responsable, frente a la labor coral de guion y realización coordinada por un showrunner que impera en Occidente. Todo ello ha incidido en una mayor personalidad y en un grado de autoría superior. Aun así, esas características están cambiando en tiempos recientes, al perseguir una mayor efectividad en el escenario del show business global. El K-drama afronta así un desafío muy común en nuestros tiempos: llegar a la máxima audiencia posible sin perder las señas de identidad que le han permitido destacar en un mercado audiovisual saturado.
Libros: El falso mito del país sin novelas
Por Andrés Felipe Solano. Escritor colombiano, residente en Seúl
Hasta bien entrado el siglo XX, la ficción en Corea permaneció bajo la onerosa sombra de la historia y la poesía, en gran parte por la influencia china. La lectura era aprendizaje. Los diálogos, el desarrollo de personajes y la profusión de detalles propios de la narrativa no tenían cabida en los textos escritos, ya que no se obtenía ningún conocimiento de esos recursos. Para el gozo estaba el teatro popular, tanto es así que un lector de la revista Korea Review, destinada a los extranjeros, escribió a la redacción en 1902: “¡Corea es una tierra sin novelas!”.
Era una verdad a medias. El habla cotidiana encontró un refugio en las novelas escritas en hangul, alfabeto coreano promulgado en 1446 para que el pueblo raso no dependiera del chino. Historias anónimas de fantasmas, de amor o de venganza eran leídas por la clase media a escondidas, sobre todo por mujeres. Esa corriente, igual que otra más subterránea y vanguardista, fue truncada por la ocupación japonesa, que proscribió el hangul. Tras la liberación, la guerra y el armisticio, llegaron la hambruna, la dictadura, la industrialización y la democracia. En esa sacudida continua, la narrativa fue atenazada por un realismo social empecinado en hablar del desgarramiento del pueblo coreano, con algunas excepciones notables como Viaje a Muyin, de Kim Seung-ok; Río de fuego, de Oh Jung-hee, y Nueve pares de zapatos, de Yun Heung-gil.
Durante décadas se publicaron tragedias solemnes que usaban a sus personajes como marionetas para expresar una posición ideológica. Desde orillas opuestas, Yi Mun-yol y Hwang Sok-yong trataron de quebrar aquella rigidez, no siempre con fortuna. La gran figura literaria de esos años fue el poeta Ko Un, eterno candidato al Nobel de Literatura. Hoy nonagenario, ha sido defenestrado y borrado de los libros de texto tras ser acusado por el #MeToo local.
A finales del siglo XX, tras el crash financiero de 1997 y el rescate del FMI, surgieron nombres como Kim Young-ha, con su himno noventero Tengo derecho a destruirme, recuperado ahora por Malas Tierras, o Han Kang con La vegetariana, también traducido al español. Mención aparte merece Park Min-gyu, que acaba de publicar Los estándares coreanos (Hwarang), por su descarado humor y su imaginación incontinente. Liberados de toda atadura, estos autores hicieron posible la aparición de los libros que hoy coronan las listas mundiales pese a tratar asuntos tan coreanos como la alienación juvenil en Almendra, de Sohn Won-pyung (Temas de Hoy), o la opresión social y laboral sobre las mujeres en Kim Ji-young, nacida en 1982, de Cho Nam-joo (Alfaguara). El siguiente paso es el desembarco de una novísima generación que integran autoras de ciencia ficción como Kim Cho-yeop (Temas de Hoy traducirá este año su nuevo libro), en pleno movimiento sísmico de un país que ya no es solo una potencia tecnológica, sino también cultural, y que ha logrado callar la boca de aquel lector quejumbroso de 1902.
Arte: Todos los caminos llevan a Seúl
Por Menene Gras. Directora de Cultura y Exposiciones de Casa Asia
¿A qué se debe la explosión de las artes visuales que experimenta Corea del Sur? ¿Cómo han conseguido eclipsar sus protagonistas las convenciones de ciertas prácticas y la condescendencia que ha manifestado siempre Occidente? El sistema del arte se ha globalizado a la vez que lo hacían la economía y los mercados. Pero lo que ha alterado al mercado del arte es la erosión del eurocentrismo y la apertura de nuevos frentes en otros puntos del planeta. La historia del arte y del pensamiento ya no son la historia de Occidente: su mundialización ha significado no solo una redistribución de poderes, sino también una coexistencia de intereses en el mercado global de las industrias culturales.
Seúl lleva años tomando ventaja a Hong Kong como capital del arte en el continente asiático. Galerías internacionales tan poderosas como Pace, Lehmann Maupin, Thaddaeus Ropac o Emmanuel Perrotin han abierto sedes en Corea en el último lustro. Además, Frieze celebrará este otoño en Seúl su primera feria en Asia, que se sumará a las tres de Londres, Nueva York y Los Ángeles. “Todas nuestras ferias tienen lugar en capitales para el arte, pero que no son solo centros en el mercado, sino atracciones en sí mismas. Cuanto más mirábamos a Asia, Seúl se convertía en la opción más clara”, expresó la directora de Frieze, Victoria Siddall. La creación del Ulsan Museum of Art, inaugurado en enero y dedicado a los nativos digitales y a las prácticas artísticas asociadas a las nuevas tecnologías, es otro buen ejemplo de la proyección de Corea de Sur hacia el futuro, anticipándose a la investigación arqueológica de las ruinas del presente.
La presencia de artistas coreanos en los museos, galerías y colecciones españoles ha aumentado desde la muestra dedicada a Nam June Paik, el visionario que se anticipó a internet y a la asociación inevitable entre arte, ciencia y tecnología, en la Fundación Telefónica (Madrid) en 2007, coincidiendo con Corea como país invitado en Arco. La obra de Do-Ho Suh está en la colección del Musac (León) y en la de Artium (Vitoria). La de Lee Bul se expuso en el EACC (Castellón), y la de Haegue Yang, en la Sala Rekalde (Bilbao), mientras que Kimsooja fue invitada en 2006 a exponer en el Palacio de Cristal del Retiro y Lee Ufan, el otro gran referente que comparte generación con Nam June Paik, lo hizo en 2010 en la galería Elvira González (Madrid).
Salas como Sabrina Amrani, The Ryder, Para & Romero, Àngels Barcelona, Cayón o Albarrán Bourdais también han expuesto a nombres destacados. La nueva cita con el arte coreano tiene lugar en la Universidad de Málaga, que coproduce con Casa Asia y el Centro Cultural Coreano el proyecto expositivo Why not Korea, que recoge la obra de 12 artistas contemporáneos.
Música: Cuando el K-Pop invadió el mundo
Por Xavi Sancho. Periodista y crítico musical
Un político y un cantante de heavy metal. Sin estas dos figuras es muy probable que hoy no existiera el K-Pop, ese pop coreano que triunfa en todo el mundo. Hoy supone un 0,3% del PIB del país asiático y se ha erigido en industria que mueve unos 5.000 millones de euros al año. El político es Roh Tae Woo, que se convirtió en presidente de Corea en febrero de 1988. Durante sus cinco años en el poder, propició una transición democrática y liberalizó los medios. Hasta aquel momento las radios públicas casi solo emitían trot, estilo musical autóctono y tradicional.
Con esa apertura, surgió una escena musical en sintonía con los sonidos que triunfaban en el resto del mundo. Uno de ellos era el heavy metal. Seo Taiji pronto se convirtió en la principal figura del género en Corea del Sur. Pero con el cambio de década, Taiji se cansó del metal y reclutó a dos bailarines para formar un combo inspirado en el hip hop y el pop. Seo Taiji And Boys se presentaron a un concurso televisivo de talentos. Quedaron los últimos. Pero el tema, titulado ‘I know’, no se movió de las listas de éxitos durante 17 semanas.
En esa historia se encuentra el germen del sistema sobre el que se cimenta el K-Pop. Cuando el grupo se separó en 1995, uno de sus miembros creó YG Entertainment, uno de los primeros conglomerados dedicados a la fabricación en serie de ídolos juveniles. Pero no fue hasta el éxito del tema ‘Gee’, de Girl’s Generation, en 2009, cuando el mundo fijó los ojos en Corea. Durante la década posterior, el ascenso del K-Pop ha sido imparable. Bandas como Blackpink, BTS –los primeros artistas adscritos al movimiento en vender más de un millón de discos–, Big Bang o 2NE1 se han convertido en estrellas globales gracias a un sistema de producción que mezcla los estándares de la fabricación en serie con los de la excelencia y la precisión. El K-Pop crea canciones adhesivas, perfectas y tarareables, con su dosis justa de modernidad, pero sin jamás salirse del carril central. Las coreografías están interpretadas con inquietante perfección. Los estilismos son impecables. Sus vocalistas son tan jóvenes como bellos.
Aun así, los suicidios en 2019 de las cantantes Sulli y Goo Haram alertaron sobre papel de la mujer y la insoportable presión a la que se la somete. Incluso los grupos masculinos, sobre todo BTS, han abandonado su neutralidad para abordar problemas sociales en sus letras y en las redes. El género y el entramado industrial que lo sostiene, versión extrema de las boy y girl bands occidentales, parecen dispuestos a abandonar esa negación de la parte más oscura de esta década de triunfo prodigioso. Podría ser una evolución natural u otra estrategia ante un fenómeno sorprendente que amenaza la hegemonía, al menos a nivel local, del K-Pop: el retorno del trot, aquel viejo estilo que dominaba las ondas antes de que un político y un cantante de heavy cambiaran la música coreana, y la del resto del planeta, para siempre.
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‘Parásitos’, ‘El juego del calamar’, BTS: por qué la cultura coreana conquista el mundo
El país asiático lleva años reinando en el cine, las series y la música. Su literatura y su arte contemporáneo empiezan a tener alcance internacional. Convertida en el mejor ejemplo de poder blando, Corea del Sur sigue sacando partido a su buena forma creativa. Estas son las claves de su...
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