jaylin12
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Hace demasiado tiempo que Guy Ritchie se quedó en poca cosa. Y con esa sensación vamos a seguir después de su nueva, eficaz y rutinaria película: Operación Fortune: el gran engaño, vacuo relato de espías matizado por su habitual sorna, con buenas presencias y leves gotas de lo que en su día apuntó el director inglés. Otra obra menor dentro de la filmografía de un cineasta que despuntó con sus dos primeros largometrajes, los gamberros y estimulantes Lock & Stock y Snatch: Cerdos y diamantes. Pero de eso hace casi 25 años ya.
Con Ritchie es posible que haya llegado un punto en el que, para ser justos, las comparaciones sobre sus creaciones deberían ir alineadas con el resto de su obra y no con aquellos fascinantes delirios violentos y sarcásticos, de imagen áspera, frenesí humorístico y creativo montaje, con los que impactó en 1998 y 2000. De ese modo, su última película podría definirse no como un pálido reflejo del amplio surtido de sensaciones creadas con sus primeros thrillers cómicos, sino como una relativamente segura continuación para el público de multisalas de títulos también discretos, aunque con cierta energía, como Operación U.N.C.L.E. (2015) y Despierta la furia (2021). Es decir, relecturas de las clásicas películas de espionaje y de atracos, de corte efervescente y referencial, estética pop y deseo (homo)erótico entre sus personajes.
Y aquí resulta curioso que el punto de partida se parezca tanto al de otra producción reciente: la autoparódica El insoportable talento de un talento descomunal, vehículo al servicio de Nicolas Cage, en el que el actor se interpretaba a sí mismo metido en medio de un complot criminal. En Operación Fortune es Josh Hartnett el que se pone en la piel de una estrella del cine de acción —eso sí, con nombre ficticio para su rol—, al que apelan los fontaneros del servicio secreto británico para que les ayude en una misión. “El mundo necesita que hagas tu mejor interpretación”, le dicen. La razón: su mito cinematográfico resulta ser la única debilidad del villano de turno, un Hugh Grant que parece habérselo pasado en grande.
Ritchie, más académico que clásico, deja atrás sus antiguos y amplios recursos de montaje, visuales y de puesta en escena; aquellos acelerones de la imagen, los colores virados y, por supuesto, los ralentís. En cambio, también como guionista, demuestra su brío en las secuencias con varias acciones y puntos de vista en paralelo (hasta tres), combinadas con algunos de sus recursos narrativos habituales, caso de esos desórdenes en los que se elude la acción del presente para presentarla más tarde como peculiar flashback con retranca metalingüística y de comedia.
Junto a Grant y Hartnett, Jason Statham, hilo conductor de buena parte de la carrera de Ritchie desde su cúspide inicial hasta su anodino presente, vuelve a mostrar su carisma para la acción. Sin embargo, los señeros sarcasmos e ironías de Ritchie en sus diálogos suenan a descoloridos fulgores de antaño. Incluso sus referencias se han vuelto demasiado obvias. Así, iniciar su película con un calco (u homenaje) de la magistral secuencia de Lee Marvin caminando en A quemarropa (John Boorman, 1967), con el rítmico sonido de los tacones de sus zapatos marcando a cada paso el tempo de una acción en paralelo, en lugar de engrandecer a Ritchie por su cinefilia y su buen gusto lo que hace es empequeñecerlo por todo lo que viene después: cine de escapismo quizá por encima de la media, pero por debajo de las expectativas creadas alrededor del otrora Tarantino de las islas británicas.
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Con Ritchie es posible que haya llegado un punto en el que, para ser justos, las comparaciones sobre sus creaciones deberían ir alineadas con el resto de su obra y no con aquellos fascinantes delirios violentos y sarcásticos, de imagen áspera, frenesí humorístico y creativo montaje, con los que impactó en 1998 y 2000. De ese modo, su última película podría definirse no como un pálido reflejo del amplio surtido de sensaciones creadas con sus primeros thrillers cómicos, sino como una relativamente segura continuación para el público de multisalas de títulos también discretos, aunque con cierta energía, como Operación U.N.C.L.E. (2015) y Despierta la furia (2021). Es decir, relecturas de las clásicas películas de espionaje y de atracos, de corte efervescente y referencial, estética pop y deseo (homo)erótico entre sus personajes.
Y aquí resulta curioso que el punto de partida se parezca tanto al de otra producción reciente: la autoparódica El insoportable talento de un talento descomunal, vehículo al servicio de Nicolas Cage, en el que el actor se interpretaba a sí mismo metido en medio de un complot criminal. En Operación Fortune es Josh Hartnett el que se pone en la piel de una estrella del cine de acción —eso sí, con nombre ficticio para su rol—, al que apelan los fontaneros del servicio secreto británico para que les ayude en una misión. “El mundo necesita que hagas tu mejor interpretación”, le dicen. La razón: su mito cinematográfico resulta ser la única debilidad del villano de turno, un Hugh Grant que parece habérselo pasado en grande.
Ritchie, más académico que clásico, deja atrás sus antiguos y amplios recursos de montaje, visuales y de puesta en escena; aquellos acelerones de la imagen, los colores virados y, por supuesto, los ralentís. En cambio, también como guionista, demuestra su brío en las secuencias con varias acciones y puntos de vista en paralelo (hasta tres), combinadas con algunos de sus recursos narrativos habituales, caso de esos desórdenes en los que se elude la acción del presente para presentarla más tarde como peculiar flashback con retranca metalingüística y de comedia.
Junto a Grant y Hartnett, Jason Statham, hilo conductor de buena parte de la carrera de Ritchie desde su cúspide inicial hasta su anodino presente, vuelve a mostrar su carisma para la acción. Sin embargo, los señeros sarcasmos e ironías de Ritchie en sus diálogos suenan a descoloridos fulgores de antaño. Incluso sus referencias se han vuelto demasiado obvias. Así, iniciar su película con un calco (u homenaje) de la magistral secuencia de Lee Marvin caminando en A quemarropa (John Boorman, 1967), con el rítmico sonido de los tacones de sus zapatos marcando a cada paso el tempo de una acción en paralelo, en lugar de engrandecer a Ritchie por su cinefilia y su buen gusto lo que hace es empequeñecerlo por todo lo que viene después: cine de escapismo quizá por encima de la media, pero por debajo de las expectativas creadas alrededor del otrora Tarantino de las islas británicas.
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‘Operación Fortune: el gran engaño’, la furia de Guy Ritchie no acaba de despertar
Una película eficaz y rutinaria que deviene en un vacuo relato de espías matizado por la habitual sorna del director británico
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