leann.nitzsche
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Algunas veces me pregunto qué escribirían algunos de mis columnistas favoritos sobre el esperpento político que nos está tocando vivir. Julio Camba era un maestro de la ironía y desdramatizaba con humor cualquier asnada de sus próceres coetáneos. Es verdad que su vena anarco le duró lo que tardó en tener un sueldo digno. Al final acabó sus días viviendo en una habitación del Palace que le sufragaba su amigo Juan March. La molicie favorece la sorna. Tal vez por eso aplaudía que los liberales llenaran la panza cuando estaban en el poder y que los conservadores hicieran lo propio cuando el turnismo de la Restauración les daba el relevo. Media España engordaba con Sagasta y la otra media lo hacía con Cánovas. Así nadie pasaba hambre. Es posible que Camba pudiera escribir en este tiempo algo parecido, siempre, claro está, que actualizáramos como es debido el concepto de llenar la panza. Hoy en día significa algo más que abastecer la despensa. Ahora incluye acciones como burlarse de la verdad, tomar a los ciudadanos por tontos, destruir a los adversarios, cambiar a capricho las varas de medir, recitar argumentarios ridículos, doblar el espinazo ante la peana del jefe, manchar algunas togas con el polvo del camino, retorcer la ley y, por no hacer el listado eterno, convertir la política en una religión de fanáticos. Tiendo a pensar que hasta un descreído como Camba llegaría a la conclusión de que el turnismo moderno, si no cambian mucho las cosas, acabará provocando que la peña mande el Sistema a hacer puñetas. La política y la esperanza están a un cuarto de hora de convertirse en antónimos. La premisa del nuevo orden emergente es la que han escrito en las ruinas de algunas fachadas los supervivientes de la última DANA: «Sólo el pueblo salva al pueblo». De los políticos ya casi nadie espera nada. Que yo recuerde, el columnista contemporáneo que avizoró este peligro con más perspicacia fue David Gistau . Si saco su nombre a colación no es sólo por la lucidez de su diagnóstico, sino porque el próximo viernes hará cinco años que un guantazo desgraciado en el ring de un gimnasio le envió a la antesala de la posteridad. Le echo mucho de menos. David sostenía que vivimos una época de desintegración y de revancha. «El sistema, y por contagio quienes lo ocupan –escribió en 2014–, están podridos. Buena parte de la clase media ya no es la que ansiaba conservar cuanto tenía, trabajo, atención médica, colegio y vacaciones. Está tan harta de que falle la política tradicional que habrá que ver si no se siente inclinada a buscar aventuras nuevas». Entre el turnismo que satirizaba Camba y la advertencia de David hay una diferencia fundamental. Camba dejaba a buen recaudo la salud del Sistema y David anticipaba su necrológica, lo que me lleva a una conclusión apocalíptica: nunca, en democracia, hemos estado peor que ahora. Pincho de tortilla y caña a que, a no mucho tardar, la paciencia de los ciudadanos llegará a su límite. Lo que no soy capaz de predecir es lo que pasará después.
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