randi.reynolds
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Yo creía hasta ahora que solo los cervantinos incondicionales nos acordábamos de la batalla de Lepanto, y seguíamos las referencias a ella en la obra y en la vida de nuestro héroe, que ya en su vejez comprendía melancólicamente que una victoria militar de hacía casi medio siglo estaba siendo olvidada, y con ella la memoria del sufrimiento y el heroísmo de muchos muertos anónimos, y el desengaño y la penuria de muchos supervivientes, entre ellos el propio Cervantes, mutilado de guerra que persiguió en vano alguna recompensa a sus méritos. Un año antes de morir, “viejo, soldado, hidalgo y pobre”, aún se acordaba con apasionada elocuencia de haber participado “en la más alta ocasión que vieron los siglos pasados, los presentes, ni esperan ver los venideros”. Es una exageración muy poco característica de su forma de escribir, en la que los altos vuelos retóricos siempre quedan ridiculizados por la ironía. Cervantes había visto de cerca el contraste entre las leyendas oficiales de la épica guerrera y la dureza de la realidad, entre la glorificación de los caudillos militares como don Juan de Austria y el triste destino de los soldados, los marineros, los remeros forzados en las galeras victoriosas. Había experimentado en su propia piel las heridas de la guerra y las de los latigazos y las humillaciones de la esclavitud. Y en su cautiverio de Argel, durante cinco años, había convivido a diario con una variedad de gente y de creencias religiosas que en la España de Felipe II ya era imposible.
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