jtorp
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¿La primera huella? ¿La primera droga? ¿Pero es que hubo alguna vez una primera vez de todo: herramientas, palabras, dioses? ¿El primer vaso de leche? Esa es la propuesta de este pequeño gran libro, Nuestras primeras veces, del prehistoriador francés Nicolas Teyssandier: contarnos esas posibles (imaginarias pero imaginables) primeras ocasiones en que los humanos creamos una escultura o un jefe o un entierro (¿individual o múltiple?, ¿con o sin ajuar?, ¿con o sin alusiones al más allá?), o cometimos el primer asesinato en masa. Y a la vez que nos relata esto (pues sus capítulos tienen algo de cuento) nos explica que eso de “las primeras veces” tiene mucho de artificio narrativo... pero no todo es ficción. Y es que a los humanos digamos que la letra no sólo con sangre nos entra, sino también con historietas; de ahí las elecciones estilísticas de Teyssandier. Pero con este libro nos queda claro que el estudio de la prehistoria es una disciplina científica, en diálogo cauto, meticuloso y creativo con otras disciplinas compañeras tales como (entre otras) la paleoantropología, la paleozoología, la genética, la química, la arqueología, la medicina, la economía y la primatología.
Gran parte del atractivo de este ensayo reside en que es un libro breve, armado en episodios también breves, que sin embargo resulta profundo. Nos pone al día de los estados de la cuestión más candentes dentro de este campo del saber, y lo hace con argumentos concisos que no dejan de ser (y así el autor lo remarca) puntos orientativos para animar a los lectores a seguir ahondando. Porque aunque nosotros, legos, tengamos poco o nada de paleoantropólogos o arqueólogos, las preguntas que aquí se van cruzando y respondiendo (casi siempre a medias) nos interesan en lo más íntimo. Bueno, nos interesan se queda corto: nos magnetizan, nos inquietan. Me refiero a esas inacabables preguntas temáticas (¿cuándo, cómo y por qué empezamos a construir habitáculos?, ¿y bifaces?, ¿y a domesticar al gato?, ¿y a descubrir América?, ¿y a asesinarnos con saña ideológica?) que son, en el fondo, preguntas existenciales. ¿En qué consiste —o ha consistido hasta ahora— ser humanos? ¿Cómo hemos llegado hasta aquí? ¿Estaba escrito desde el principio? (Por cierto, ¿qué principio? ¿No nos chirría la idea de principio, si comprendemos la sutileza de la evolución? Y cuando decimos “nosotros”, ¿a quiénes nos referimos? ¿A los homínidos? ¿A los homininis? ¿Al género Homo? ¿Al sapiens? ¿Nos referimos también, aunque sea en un 1 o 4%, al neanderthalensis? ¿Con qué cercanía o qué distancia deberíamos hablar del erectus, el ergaster, el idaltu?). Aunque hoy pueda parecer que no hicimos sino recorrer una línea recta inevitable, hubo una pluralidad de humanidades. Incluso dentro de las propias vías que desarrollamos los sapiens, la diversidad insiste. Y quedan muchas cuestiones abiertas.
Lo cual me lleva a otro de los puntos fuertes de este libro. Es convincente Teyssandier cuando nos habla de las diferentes etapas y estilos de las artes visuales y escultóricas prehistóricas (se nota que es especialista en herramientas líticas y su gran sensibilidad estética). Lo es cuando deshace clichés, como el de que los humanos desde el principio conquistamos las cuevas, o domesticamos el fuego frotando piezas de sílex. Brilla en los capítulos de la joya, la pintura, el perro, la cirugía... Y brilla, sobre todo, cuando no quiere brillar. Compárese con el trabajo de Yuval Noah Harari, más que nada en Sapiens (2011) y Homo Deus (2015), inmensos éxitos comerciales que se han ocupado de cuestiones fascinantes como las relaciones (que él parece ver como de causa-efecto) entre ciertas disposiciones económicas y ecológicas (el paso del nomadismo cazador-recolector al sedentarismo agroganadero) y ciertos corolarios políticos (la desigualdad institucionalizada, la aristocracia, el Estado), o las conexiones entre la cultura material y las creencias.
Harari es sin duda un divulgador radiante que da gusto leer, pero vale decir que, dentro de los conocimientos aceptados por las comunidades científicas que investigan este tipo de interrogantes (prehistoria, paleozoología, economía, etc.), escoge los que más convienen a su relato. Su relato (que aúpa, justamente, a los relatos) sostiene unas tesis y unas moralejas: el suyo es un trabajo descriptivo y —no siempre abiertamente— selectivo, propositivo. El trabajo de Teyssandier es, si se quiere, más modesto en lo epistemológico y más riguroso en lo deontológico. Es otro tipo de libro y otro tipo de intelectual. Ahí se emparenta por ejemplo con David Graeber —a quien tanto echamos de menos y cuyo The Dawn of Everything (2022), escrito junto a David Wengrow, creo que no hemos ni empezado a asimilar— y con Alfredo González-Ruibal y su Tierra arrasada: Un viaje por la violencia del Paleolítico al siglo XXI (2023), recientemente galardonado con el Premio Nacional de Ensayo. Porque no se trata de rehuir la reflexión política ni el compromiso con los valores de cada cual; sin ir más lejos, el propio Graeber se reconocía abiertamente anarquista.
Pero sí conviene dejar claro dónde acaban los consensos científicos que uno está consignando (que, por supuesto, pueden ir evolucionando y que a veces no son sino consensos sobre disensos) y dónde empieza la preferencia personal. Todo ello es compatible con historiar las ciencias. Teyssandier es humilde y, en su humildad, respetuoso: nos cuenta qué sí se sabe y cómo se ha llegado a saber (de su mano aprendemos mucho sobre los métodos de estas disciplinas); qué no se sabe y por qué no se sabe (y qué haría falta para que pudiéramos empezar a saberlo); cuáles son las hipótesis que se han ido proponiendo, descartando y, en su caso, privilegiando; y, cuando cabe el debate, cuál es la hipótesis preferida por el autor. Es de agradecer este celo.
Nuestras primeras veces es una bella introducción completa (no, no es un oxímoron) a ese puñado de preguntas que no dejan de atosigarnos. ¿Somos (que no estamos) violentos, artistas, carnívoros, creyentes? Preguntas que traen consigo más: sobre nuestros principios, nudos y hasta desenlaces.
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Gran parte del atractivo de este ensayo reside en que es un libro breve, armado en episodios también breves, que sin embargo resulta profundo. Nos pone al día de los estados de la cuestión más candentes dentro de este campo del saber, y lo hace con argumentos concisos que no dejan de ser (y así el autor lo remarca) puntos orientativos para animar a los lectores a seguir ahondando. Porque aunque nosotros, legos, tengamos poco o nada de paleoantropólogos o arqueólogos, las preguntas que aquí se van cruzando y respondiendo (casi siempre a medias) nos interesan en lo más íntimo. Bueno, nos interesan se queda corto: nos magnetizan, nos inquietan. Me refiero a esas inacabables preguntas temáticas (¿cuándo, cómo y por qué empezamos a construir habitáculos?, ¿y bifaces?, ¿y a domesticar al gato?, ¿y a descubrir América?, ¿y a asesinarnos con saña ideológica?) que son, en el fondo, preguntas existenciales. ¿En qué consiste —o ha consistido hasta ahora— ser humanos? ¿Cómo hemos llegado hasta aquí? ¿Estaba escrito desde el principio? (Por cierto, ¿qué principio? ¿No nos chirría la idea de principio, si comprendemos la sutileza de la evolución? Y cuando decimos “nosotros”, ¿a quiénes nos referimos? ¿A los homínidos? ¿A los homininis? ¿Al género Homo? ¿Al sapiens? ¿Nos referimos también, aunque sea en un 1 o 4%, al neanderthalensis? ¿Con qué cercanía o qué distancia deberíamos hablar del erectus, el ergaster, el idaltu?). Aunque hoy pueda parecer que no hicimos sino recorrer una línea recta inevitable, hubo una pluralidad de humanidades. Incluso dentro de las propias vías que desarrollamos los sapiens, la diversidad insiste. Y quedan muchas cuestiones abiertas.
Lo cual me lleva a otro de los puntos fuertes de este libro. Es convincente Teyssandier cuando nos habla de las diferentes etapas y estilos de las artes visuales y escultóricas prehistóricas (se nota que es especialista en herramientas líticas y su gran sensibilidad estética). Lo es cuando deshace clichés, como el de que los humanos desde el principio conquistamos las cuevas, o domesticamos el fuego frotando piezas de sílex. Brilla en los capítulos de la joya, la pintura, el perro, la cirugía... Y brilla, sobre todo, cuando no quiere brillar. Compárese con el trabajo de Yuval Noah Harari, más que nada en Sapiens (2011) y Homo Deus (2015), inmensos éxitos comerciales que se han ocupado de cuestiones fascinantes como las relaciones (que él parece ver como de causa-efecto) entre ciertas disposiciones económicas y ecológicas (el paso del nomadismo cazador-recolector al sedentarismo agroganadero) y ciertos corolarios políticos (la desigualdad institucionalizada, la aristocracia, el Estado), o las conexiones entre la cultura material y las creencias.
Harari es sin duda un divulgador radiante que da gusto leer, pero vale decir que, dentro de los conocimientos aceptados por las comunidades científicas que investigan este tipo de interrogantes (prehistoria, paleozoología, economía, etc.), escoge los que más convienen a su relato. Su relato (que aúpa, justamente, a los relatos) sostiene unas tesis y unas moralejas: el suyo es un trabajo descriptivo y —no siempre abiertamente— selectivo, propositivo. El trabajo de Teyssandier es, si se quiere, más modesto en lo epistemológico y más riguroso en lo deontológico. Es otro tipo de libro y otro tipo de intelectual. Ahí se emparenta por ejemplo con David Graeber —a quien tanto echamos de menos y cuyo The Dawn of Everything (2022), escrito junto a David Wengrow, creo que no hemos ni empezado a asimilar— y con Alfredo González-Ruibal y su Tierra arrasada: Un viaje por la violencia del Paleolítico al siglo XXI (2023), recientemente galardonado con el Premio Nacional de Ensayo. Porque no se trata de rehuir la reflexión política ni el compromiso con los valores de cada cual; sin ir más lejos, el propio Graeber se reconocía abiertamente anarquista.
Pero sí conviene dejar claro dónde acaban los consensos científicos que uno está consignando (que, por supuesto, pueden ir evolucionando y que a veces no son sino consensos sobre disensos) y dónde empieza la preferencia personal. Todo ello es compatible con historiar las ciencias. Teyssandier es humilde y, en su humildad, respetuoso: nos cuenta qué sí se sabe y cómo se ha llegado a saber (de su mano aprendemos mucho sobre los métodos de estas disciplinas); qué no se sabe y por qué no se sabe (y qué haría falta para que pudiéramos empezar a saberlo); cuáles son las hipótesis que se han ido proponiendo, descartando y, en su caso, privilegiando; y, cuando cabe el debate, cuál es la hipótesis preferida por el autor. Es de agradecer este celo.
Nuestras primeras veces es una bella introducción completa (no, no es un oxímoron) a ese puñado de preguntas que no dejan de atosigarnos. ¿Somos (que no estamos) violentos, artistas, carnívoros, creyentes? Preguntas que traen consigo más: sobre nuestros principios, nudos y hasta desenlaces.
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‘Nuestras primeras veces. 30 (pre)historias extraordinarias’, de Nicolas Teyssandier: ¿somos violentos, artistas, carnívoros, creyentes?
El prehistoriador francés ofrece una bella introducción a ese puñado de preguntas que no dejan de atosigarnos sobre el origen. Cuestiones que traen consigo más interrogantes sobre nuestros principios, nudos y hasta desenlaces
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