‘No se van a ordenar solas las cosas’, de Nuria Labari: un tren de la bruja narrativo que incomoda y sorprende

antone64

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Estos días pienso en C. S. Lewis, en su tratamiento del duelo y en cómo este puede extenderse a otras pérdidas. Solo ahora sé que guardo un profundo luto por la civilización. De fondo acostumbro a tener últimamente —también para amortiguar esa tristeza— a Mary Gaitskill perorando en YouTube sobre esto o aquello. Así, en uno de esos momentos, dice: “… Cuando escribimos, nos influencian otros escritores, como Nabokov, O’Connor, pero también personas que no creemos que sean buenas”.

Y me baja sobre los ojos el último libro de cuentos de Nuria Labari, No se van a ordenar solas las cosas, finalista del VIII Premio Ribera del Duero, publicado en Páginas de Espuma. La lectura de este trabajo desactiva el portón bajo el que encerré a especímenes ignominiosos: el novio tóxico de El celo, de Sabina Urraca, la madre que describe Leticia G. Domínguez en su debut o el jefe para el que todo es una peli de Consumir preferentemente, de Andrea Genovart.

Una tendencia última de la literatura española (en concreto, del plástico realismo) consiste en ampliar lo moral. El contrapunto a narrativas realistas centradas en la precariedad (pienso en Alana S. Portero o Layla Martínez) quizá sea este “realismo sofisticado” o de The White Lotus que inicia Labari. Esta acude a la caracterización not aware (o no consciente, que, como dice Marta Sanz en su último libro, “en inglés, para que se entienda”) del privilegiado torturado, un tipo de malo literario.

Labari, quien en sus páginas se acuerda igualmente de O’Connor, es una escritora de la que siempre me da curiosidad leer las estampas contemporáneas en las que decide detenerse. Al sumergirme en estos relatos, me abrumó leer que esa gente de la que se habla no era un catálogo fósil: ¡había vida! La literatura está para esto: para incorporar modelos perversos a alguna zona de nuestro córtex prefrontal y mantenernos a salvo.

No se van a ordenar solas las cosas es un tren de la bruja narrativo que incomoda y sorprende, solo que sin bruja, que debe haber huido al ver a estas personas aparecer. Una tipa que se dedica al arte y que ve en su asistenta una excusa para su no saber comportarse; un niño con posibles que padece disforia identitaria; una mujer de mediana edad mantiene una relación con un chavalín del norte de África. Una familia acomodada que viaja a Santo Domingo y verifica que, efectivamente, huele a pobre; una mujer que pone en funcionamiento el pensamiento mágico antes de que se muera su marido, y, finalmente, un judío viejo con novio que no es capaz de sentir dolor, no completamente, al ver una fotografía del genocidio palestino: está más preocupado por la obsolescencia de su lavadora. Qué miedo, ¿no? ¿Pero quién es esta gente?

Quizá hay textos que nos permitan curarnos en salud en lo real, que no dulcifican el trauma que produce ser testigo de según qué escenarios. Lo único que tal vez me hace vacilar al cerrar sus páginas es la representación de la maldad de estos personajes, su falta de conciencia en ser todo lo que está mal en el mundo. Pero está bien así, la mirada de Labari es certera e inaugural. En cada cuento queda sintetizado con bisturí ese perfil de ser humano anestesiado bajo un talonario.

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