kiara95
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En su primer largometraje, Ana de día (2018), Ana Jaurrieta exploraba la figura del doppelgänger, el mito literario del doble. Aquel personaje duplicado, interpretado por la actriz Ingrid García Jonsson, era Nina en su versión fatal y nocturna. En su segundo largometraje, Jaurrieta hace un guiño a su película anterior para indagar en otro tipo de dualidad, la de una mujer fracturada en su adolescencia que un día regresa a su pueblo del norte para enfrentarse a sus recuerdos y al hombre que la sedujo, un escritor mucho mayor que ella. Nina es una mujer partida en dos que una noche decide volver al punto de inflexión, al lugar donde se perdió la luz de su yo adolescente, para ajustar cuentas.
Sabemos poco de ella: le gusta el rojo, es actriz y carga sin demasiado disimulo con una escopeta en una bolsa. Interpretada en su edad adulta por Patricia López Arnaiz y en la adolescente por Aina Picarolo, el dilema del personaje parece ser su lucha interna por la sed de venganza. Jaurrieta, que se basa en una obra de teatro homónima de José Ramón Fernández, inspirada a su vez en La gaviota de Chéjov, propone un cruce de géneros, entre el noir y el neowéstern, para atrapar a un personaje cuyo torturado fondo no acaba de aflorar, pero que el trabajo de López Arnaiz hace creíble. Hay un constante juego con el rojo —de la sangre de la menstruación, de los labios o de la ropa— que en lo que se refiere a la regla resulta redundante y vago. La infructuosa búsqueda de una simple compresa daba para más a la hora de ilustrar a una mujer dominada por el autoboicot y por el odio ante los recuerdos del pasado.
El pueblo, un personaje en sí mismo, prepara un homenaje al escritor (Darío Grandinetti) que truncó su vida, y ella, que no regresó ni durante los días finales de su padre (esa sombra ausente podría haber sido crucial en el ajuste de cuentas con el pasado, aunque el guion solo la enuncia y la deja pasar), ha decidido que ahora sí es el momento. En la primera secuencia de la película ya la vemos, temblorosa bajo la lluvia, empuñando la escopeta hacia la oscuridad. ¿Se puede matar un recuerdo? Esa pregunta cruza de principio a fin la película.
Nina avanza en zig-zag, entre sombras y desconcierto, con citas a Johnny Guitar, secuencias de barra de cantina y música de melodrama almodovariano. Jaurrieta juega todo el rato con el doble montaje pasado-presente, Nina-adolescente / Nina-adulta, que funciona en la seducción-persecución por las calles laberínticas del pueblo o en la procesión con el silencio cómplice del entorno. Frente a esas buenas decisiones, la película cae en otras mucho más burdas, como la noche en la que el escritor y la niña consuman su relación. Por desgracia, esos vaivenes dejan tras de sí una sensación final algo fallida, la de una suerte de tiro al aire.
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Sabemos poco de ella: le gusta el rojo, es actriz y carga sin demasiado disimulo con una escopeta en una bolsa. Interpretada en su edad adulta por Patricia López Arnaiz y en la adolescente por Aina Picarolo, el dilema del personaje parece ser su lucha interna por la sed de venganza. Jaurrieta, que se basa en una obra de teatro homónima de José Ramón Fernández, inspirada a su vez en La gaviota de Chéjov, propone un cruce de géneros, entre el noir y el neowéstern, para atrapar a un personaje cuyo torturado fondo no acaba de aflorar, pero que el trabajo de López Arnaiz hace creíble. Hay un constante juego con el rojo —de la sangre de la menstruación, de los labios o de la ropa— que en lo que se refiere a la regla resulta redundante y vago. La infructuosa búsqueda de una simple compresa daba para más a la hora de ilustrar a una mujer dominada por el autoboicot y por el odio ante los recuerdos del pasado.
El pueblo, un personaje en sí mismo, prepara un homenaje al escritor (Darío Grandinetti) que truncó su vida, y ella, que no regresó ni durante los días finales de su padre (esa sombra ausente podría haber sido crucial en el ajuste de cuentas con el pasado, aunque el guion solo la enuncia y la deja pasar), ha decidido que ahora sí es el momento. En la primera secuencia de la película ya la vemos, temblorosa bajo la lluvia, empuñando la escopeta hacia la oscuridad. ¿Se puede matar un recuerdo? Esa pregunta cruza de principio a fin la película.
Nina avanza en zig-zag, entre sombras y desconcierto, con citas a Johnny Guitar, secuencias de barra de cantina y música de melodrama almodovariano. Jaurrieta juega todo el rato con el doble montaje pasado-presente, Nina-adolescente / Nina-adulta, que funciona en la seducción-persecución por las calles laberínticas del pueblo o en la procesión con el silencio cómplice del entorno. Frente a esas buenas decisiones, la película cae en otras mucho más burdas, como la noche en la que el escritor y la niña consuman su relación. Por desgracia, esos vaivenes dejan tras de sí una sensación final algo fallida, la de una suerte de tiro al aire.
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‘Nina’: abusos, sed de venganza y un tiro al aire
Sostenido en gran medida por su actriz protagonista, Patricia López Arnaiz, el segundo largometraje de Andrea Jaurrieta retrata a una mujer que regresa a su pueblo para ajustar cuentas
elpais.com