Nicola Luisotti eleva con rigor y pasión ‘La forza del destino’ en el Liceu

easter89

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El mito de La forza del destino, de Giuseppe Verdi, como ópera maldita, está relacionado con dos trágicos acontecimientos de 1960. A principios de marzo, Leonard Warren falleció mientras cantaba el personaje de don Carlo di Vargas durante una representación en la Metropolitan Opera House de Nueva York. El barítono estadounidense cayó fulminado por una embolia cerebral antes de terminar su escena del tercer acto, que comienza paradójicamente con la exclamación “Morir! Tremenda cosa!”. Y, a finales de septiembre, Dimitri Mitrópoulos dirigió este título de Verdi, en Viena, en su última actuación operística, pues murió súbitamente a consecuencia de un paro cardiaco pocas semanas después. El director grecoestadounidense había optado por mover la obertura de la ópera al final del primer acto, después de la maldición del Marqués de Calatrava a su hija Donna Leonora.

Hace 13 años, el director de escena Jean-Claude Auvray decidió recuperar esta extraña colocación de la obertura de Verdi. Su coproducción con la Ópera de París se representó en Barcelona en 2012, y el pasado sábado, 9 de noviembre, volvió al escenario del Gran Teatre del Liceu. Auvray defiende en el programa de mano que esta extraña colocación de la obertura ayuda a concebir el primer acto como un prólogo, práctica que ya realizaba Gustav Mahler en Viena en torno a 1900. En realidad, Mahler nunca dirigió esta ópera de Verdi y la idea de mover la obertura fue del dramaturgo Franz Werfel, que adaptó en alemán La forza del destino, en noviembre de 1924, para la Volksoper de Viena. Una extraña wagnerización de Verdi que estrenó Fritz Stiedry (discípulo de Mahler) y después intentó exportar sin éxito a la Metropolitan Opera House de Nueva York durante la década de 1950.

La soprano Anna Pirozzi canta el aria ‘Pace, pace, mio Dio’, del cuarto acto de ‘La forza de destino’, el pasado 9 de noviembre en el Liceu de Barcelona.

La obertura, que Verdi rehizo para la versión de 1869, tiene todo el sentido al inicio, pues es un magnífico popurrí orquestal con los temas principales de la ópera. Empezando por ese dramático remolino del destino, en mi menor, que salpica los cinco temas subsiguientes y termina convertido, en mi mayor, en un signo de esperanza, que concuerda con el final revisado de la ópera. Por fortuna, Nicola Luisotti compensó con italianità este disparate del director de escena, en su debut en el Liceu de Barcelona. El maestro de Viareggio, bien conocido en Madrid como principal director invitado en el Teatro Real, convirtió la obertura en el número más aplaudido de la velada, a pesar de la referida reubicación.

El director italiano supo encontrar desde el foso un denominador común ideal para la abigarrada mezcla de lo trágico, lo cómico y lo grotesco que plantea Verdi en La forza del destino, a partir de su relectura del duque de Rivas salpicada por Schiller. Una constante mezcla de rigor y pasión, que impregnó hasta el acompañamiento de los recitativos, y que extrajo detalles admirables de la Orquesta Sinfónica del Gran Teatre del Liceu. Destacó el solo de clarinete de Darío Mariño, al inicio del tercer acto, casi un concierto que Verdi escribió pensando en Ernesto Cavallini para el estreno absoluto de San Petersburgo, en 1862. El Coro del teatro barcelonés, que dirige Pablo Assante, también brindó una excelente actuación con ataques precisos, densidad sonora, buena dinámica y una articulación nítida, que escuchamos, por ejemplo, en el famoso Rataplan, rataplan, della gloria al final del tercer acto.

El tenor Brian Jagde durante el tercer acto de ‘La forza del destino’, el pasado 9 de noviembre en el Liceu de Barcelona.

Además de Luisotti, la orquesta y el coro, el reparto fue de gran calidad. Empezando por la soprano italiana Anna Pirozzi que fue la gran triunfadora de la noche con una memorable Leonora, el personaje central de la ópera tras la revisión de 1869. La cantante napolitana cincela el personaje manejando con solvencia la coloración vocal y los matices dinámicos. Ya brilló en el primer acto con una sentida aria Me, pellegrina ed orfana, y añadió mayor intensidad emocional en el segundo acto con Madre, pietosa Vergine. Pero fue en el cuarto, tras un intervalo de casi una hora y media sin aparecer en escena, donde elevó la célebre Pace, pace, mio Dio, colocando notas etéreas que hicieron contener la respiración, como su impresionante ataque del si bemol agudo en pianísimo.

El tenor Brian Jagde fue un imponente Don Alvaro, por su entrega vocal y la potencia de sus agudos, pero con una paleta dinámica muy limitada, tal y como pudimos escuchar, en septiembre, en el Teatro Real en su interpretación de Maurizio en Adriana Lecouvreur. El estadounidense es uno de los principales intérpretes actuales de este papel de Verdi y brilló especialmente en el tercer acto con su aria La vita è inferno all’infelice, donde encontró un poco más de flexibilidad y fue uno de los números más aplaudidos. Artur Ruciński fue un buen Don Carlo di Vargas, al igual que la temporada pasada con Renato en Un ballo in maschera. El cantante polaco es un excelente barítono verdiano, pero a su entrega musical le falta una mayor profundidad psicológica en un personaje que es feliz odiando hasta la muerte. Ruciński también tuvo su mejor y más aplaudido momento en el tercer acto, con una exquisita interpretación del aria Urna fatale. Y no se puede olvidar la brillantez de ambos cantantes en sus duetos del tercer y cuarto acto.

Vista general del final del segundo acto de ‘La forza del destino’, con el bajo John Relyea en el centro, el pasado 9 de noviembre en el Liceu de Barcelona.

Del resto sobresalió el modélico Fra Melitone de Pietro Spagnoli. El barítono romano creó el único personaje a nivel teatral que vimos sobre el escenario y, además, conectó vocalmente sin estridencias la herencia de los bajos cantantes belcantistas con el futuro Falstaff verdiano. La joven mezzo Caterina Piva también fue una brillante Preziosilla, atenta a las exigencias de tesitura de esta frívola líder popular que combina a Ulrica de Il trovatore con Oscar del Ballo in maschera y se adelanta a la futura Carmen de Bizet. El bajo John Relyea fue un sólido y resonante Padre Guardiano, aunque de canto algo monótono. Y merecen una mención el Maestro Trabuco, a cargo del tenor granadino Moisés Marín, y el veterano bajo Giacomo Prestia, cuya salud no permitió cantar de Padre Guardiano, pero fue un convincente Marqués de Calatrava.

La producción escénica de Auvray funciona bien, a pesar de la referida reubicación de la obertura. Musicalmente no prescinde de ningún número de la versión de 1869 de la ópera. A nivel escénico, se trata de una propuesta monumental y minimalista que traslada la compleja trama dieciochesca de la ópera al Risorgimento y el Sexenio. La reposición de Leo Castaldi ha incidido en el manejo de los conjuntos, aunque la dirección de actores sigue siendo muy limitada. Sin embargo, destacan la escenografía de Alain Chambon y el vestuario de Maria Chiara Donato por la evocación de imágenes pictóricas, con la ayuda de la iluminación de Laurent Castaingt, que recrea cuadros de Zurbarán o Delacroix en el segundo y tercer acto, convirtiendo el coro Rataplan en un guiño de La Libertad guiando al pueblo.

Antes del inicio de la representación, se rindió homenaje a las víctimas de la DANA en Valencia con una bellísima interpretación a solo de violonchelo de El cant dels ocells, a cargo de Òscar Alabau, violonchelo solista de la Orquestra del Gran Teatre del Liceu. A ello habría que unir el bellísimo y esperanzador la bemol mayor, con el trémolo de la cuerda y el arpa en pianississimo (ppp), que pone fin a esta ópera de Verdi tras tanta tragedia.



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