Tate_Corwin
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En la 'Tribuna' anterior hice ver que las vocales no se «comen». Lo mismo cabe decir de las consonantes, mucho más numerosas. Para comprobar que las lenguas están, a la vez, doblemente articuladas, basta con observar, por ejemplo, las posibilidades combinatorias que se aprovechan al ir cambiando en una sencilla secuencia cualquiera de sus piezas: caCa, caDa, caGa, caMa, caÑa, caLa, caRa… Hablo de sonidos, no de letras. Sí, ya se sabe que en la escritura hay sonidos que se representan de varias maneras (casa, quien, kilo o gente y jinete), signos que no suenan (la /h/), etc. Pero los trastornos que ocasionaría cualquier intento de acabar con tales «desajustes» serían inasumibles. Y tampoco conviene olvidar los «beneficios» de mantener diferencias que muchos hispanohablantes no realizan al hablar, como la que hay entre caZa y caSa -bien porque sesean (la inmensa mayoría), bien porque cecean (pocos, y casi exclusivamente en Andalucía)- o entre [se] cayó y [se] calló, anulada por los yeístas. Por muy catedrático de Lengua que fuera el que echaba la culpa de la caída de algunas consonantes al «calorcito» de las tierras meridionales, el mismo que propuso convertir «no ni ná» (donde, por cierto, sólo «falta» una –d-) en una especie de estandarte del andaluz, hay ocurrencias que no deben insinuarse ni en broma. Que no es la región andaluza la única en que se «alteran» y dejan de realizar consonantes es algo que salta «al oído». Los no andaluces que no pronuncian (o «aspiran») la -s implosiva de (loh padre], la intervocálica, aunque no por igual –no es lo mismo que se trate de la misma (to[do], na[da], ca[da]) o no, del participio de la primera conjugación o de las dos restantes (hablao / comío, venío), de un sustantivo (deo), co[do]) u otra clase de palabra…-, la -r final de cosé[r] (o cocé[r]) o la interior de para (>/pa/), etc., son muchísimos más que los que las mantienen. Y si difícil es precisar dónde, resulta imposible concretar en qué capas o sectores de la población y, sobre todo, en qué tipos de situaciones comunicativas se acentúan o atenúan (frenan) las modificaciones (relajación de la ch /mushasho/), «trueques» (como el que hace confluir mi alma /miarma/ con mi arma) o eliminaciones que pueden llegar a neutralizar las diferencias de género y número (to´l día, tó la noshe, tó loh día, tó lah noshe). Nada sorprende que sean tan dispares las conclusiones a que se llega en las muy abundantes indagaciones, ya que parten de muestras heterogéneas de muy diferente tamaño, son muy distintas las características de los hablantes encuestados u observados, y, sobre todo, no suelen tener en cuenta si estos están hablando en un entorno familiar o en un contexto más o menos formal.En lo casos extremos, una «destrucción» masiva de sustancia fónica puede mermar la facultad de combinar piezas mínimas sin significado para construir unidades y secuencias progresivamente complejas, con las que podemos expresar todo lo real, posible e imaginable. No me es posible (me «comería» el espacio de que dispongo, al tener que contextualizarlos y casi «traducir» su «transcripción», tarea bastante complicada) aducir ejemplos que ilustren hasta qué punto resulta difícil a quienes no tengan el oído «entrenado» descifrar ciertos mensajes. Pero estoy seguro de que el lector tiene, como oyente, experiencias sobradas de «desarticulación» desestructuradora de la dicción. Si sólo en ocasiones provoca la ruptura de la comunicación, es porque la simplicidad de la mayoría de los mensajes cruzados entre interlocutores que comparten casi todo no exige una gran capacidad inferencial. Y porque, no se pierda de vista, el contorno melódico suele «suplir» las carencias y permite su descodificación sin necesidad de desglosar los elementos integrantes de una secuencia. El sentido de «/¡¿tequíya?!/» (en que se «suprime» el 50% de sustancia fónica) nada tiene que ver con el de la pregunta ´¿ya-te-quieres-ir?´El número de andaluces sin otro registro que el que más propicia la «fonoelipsis» y las perturbaciones en la pronunciación (entre los que se encuentran los «acomplejados» por hablar [=pronunciar] mal) no cesa de disminuir, y de forma exponencial. Aumenta, en cambio, y a ritmo creciente, el de los que alcanzan una competencia que los capacita para participar en variados tipos de diálogos formales sobre múltiples asuntos, incluidos los distanciados de la cotidianidad. Y algo muy relevante, en lo que no suele repararse. Pocos de los que dicen sentirse «orgullosos» de hablar [en] «andalú» se jactan de «comerse» consonantes (y vocales). Son muchos, en cambio, los que se mofan de quienes lo hacen exageradamente. La razón es muy simple. Nadie desaprovecha las posibilidades de progresar en su competencia para construir enunciados más precisos y eficaces, lo que supone, además del enriquecimiento léxico y de la competencia sintáctica, el «abandono» de ciertos hábitos articulatorios carentes de aceptación y faltos de prestigio. Desde luego, a lo que ninguno va a renunciar es a acceder a la escritura común y única, sin la menor tentación de embarcarse en experimentos de «escribir en andaluz», que para nada le van a servir.No se sacia el hambre «comiendo» sonidos. Y la inclinación a dejar de hacerlo desciende cuando, una vez satisfechas las necesidades vitales, se sueña con otras aspiraciones, que no son pocas.SOBRE EL AUTOR ANTONIO NARBONA Catedrático Emérito de la Universidad de Sevilla y Vicedirector de la RASBL
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