Navidad sin niños

Rafael_Howell

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Ya sea desde la fe o el pensamiento laico, la Navidad está indisolublemente ligada a la infancia : un recién nacido en un pesebre, criaturas coreando villancicos, alegría, inocencia, ilusión ante la convicción de que algo extraordinario está a punto de producirse y la certeza de que ocurrirá, por más que a los adultos les parezca inverosímil. Quienes conocemos la dicha de los hijos y los nietos certificamos la diferencia insalvable existente entre una Navidad celebrada con niños alrededor y otra sin ellos. Respetando cualquier preferencia, yo me abrazo a la primera opción. Los pequeños constituyen la esencia misma de estas fiestas, su magia, el sentido último y más profundo de su celebración, su estrecha vinculación con la esperanza de un futuro más luminoso, no solo pensando en que para los creyentes el Salvador vino al mundo en forma de bebé indefenso, necesitado de infinito amor; es decir, lo contrario a los dioses aureolados de poder que habían reinado hasta entonces, sino prescindiendo por completo del significado religioso que justifica la conmemoración de la Natividad de Jesús. Desde el punto de vista agnóstico, sin llegar a la grotesca apelación a solsticios y otras memeces propias de desclasados culturales, esto que afirmo es incuestionable, al menos para quienes vemos en la Navidad algo más que vacaciones, consumismo y comilonas, para buscar en ella destellos de felicidad auténtica, incluso bajo el velo de la nostalgia causada por esas ausencias que los años van acumulando.Parafraseando a Dickens (perdonen el atrevimiento), la Navidad presente en España es una fiesta mutante, con cabalgatas y Reyes a los que se han sumado personajes procedentes de tradiciones vecinas, donde los chiquillos desempeñan todavía un papel protagonista, que va menguando rápidamente en beneficio de otros públicos. El fantasma de las Navidades pasadas, un espíritu de rostro sonriente que yo evoco en colores vivos, es una familia numerosa compartiendo un espacio reducido, donde la falta de bienes materiales, juguetes, ropa, viajes y demás caprichos se compensaba ampliamente con la presencia de los hermanos, eternos compañeros de juegos. El fantasma de la Navidad futura, su polo opuesto, trae de la mano una glaciación demográfica que convertirá nuestro país en un geriátrico . Ese espectro sombrío está cobrando forma a una velocidad vertiginosa, que se traduce en cifras aterradoras: seis millones y medio de chicos menores de 14 años por diez millones de personas mayores de 64. Nueve millones y medio de perros; esto es, uno y medio por cada niño. Una población de jubilados que envejece de forma imparable desde hace más de una década, sin que la política se muestre capaz de adoptar medidas susceptibles de revertir la catástrofe. Jóvenes saludables que rechazan tener hijos y prefieren adoptar mascotas. Una sociedad ciega, enferma, suicida, cuyo destino es la extinción, previa travesía de un desierto helado que me estremece el alma pensando en los chiquitines que hoy alegran mi casa.

 

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