Natalia Litvinova, escritora: “Las mujeres sostenían todo en la Unión Soviética y los hombres sobrevivían como podían”

roxane65

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Natalia Litvinova (Gómel, Bielorrusia, 38 años) cuenta que un día cualquiera un compañero de clase llegó al colegio con enormes y olorosas manzanas. En medio del aula, sacó una de la mochila y le dijo: “Muerde”. Ella se negó. Él insistió, queriendo hacerla partícipe del pecado. Las manzanas, aunque bonitas, habían sido recogidas de un árbol que crecía dentro del perímetro denominado “zona de exclusión de Chernóbil”, aquel lugar en el que la tierra quedó para siempre envenenada. Recordando su infancia en la ciudad bielorrusa en la que nació unos meses después de que se incendiara el reactor 4 y unos años antes del colapso de la Unión Soviética, la escritora y poeta, autora de poemarios como Cesto de trenzas o La nostalgia en un sello ardiente, repasa en Luciérnaga, galardonada con el Premio Lumen de novela, su propia historia antes y después de emigrar a Argentina. Además, desentierra secretos de las vidas de las mujeres de su familia silenciados por ellas mismas durante décadas.

Pregunta. ¿De dónde nace ‘Luciérnaga’?

Respuesta. Hace 10 años que tuve la idea de hacer algo con la historia familiar, pero no una novela, nunca pensé en una novela, yo todo lo pienso para la poesía, solo que no me encajaba porque necesitaba más extensión. No necesitaba condensar sino abrir la garganta, hablar más. Y hace 10 años, por primera vez, mi madre me cuenta que mi abuela, su madre Catalina, había sido secuestrada en la II Guerra Mundial. Yo ya tenía 30 años y la miré y le dije: “¿Cómo me entero ahora de esto?”.

P. Tuvo que desenterrar su propio pasado.

R. Ella me dijo: “Yo no quiero hablar del pasado, me duele”. Y yo le respondí: “Pero yo soy la nieta de mi abuela y yo sí quiero hablar de esto, aunque vos no quieras”. Y como se negaba, le dije: “¿Y si me lo escribís? Porque el tiempo de la escritura es más amable. Escríbeme lo que sepas, lo que quieras. Ármame un árbol genealógico”. Durante mucho tiempo no supe nada de mis abuelos maternos. Había mucho silencio al respecto. Yo entendía que tenía que ver con la guerra, con la historia de los países eslavos. Eso lo tenía incorporadísimo, pero ese retorno a la casa materna me movió el piso.

P. Al igual que la protagonista, usted acababa de romper con su pareja y había vuelto a casa de su madre.

R. Sí, y me sentía tan vulnerable que no se me ocurrió mejor idea que empezar a cavar más en la tristeza. Sentí que era la oportunidad, si iba a convivir con mi mamá, teníamos que hacer esto juntas. Y empezó a ocurrir, estar en la cocina, que ya sabemos que es el lugar para reunirnos para quienes venimos de la Unión Soviética. Mi mamá me decía: “No digas esto en voz alta o no lo hablemos tan fuerte por los vecinos”. Y yo: “Mamá, pero estamos hablando en ruso, qué va a entender un vecino”.

P. Estando en Argentina.

R. Pero el mundo soviético está muy presente todavía, por más que seamos ya otra generación y para nosotros la libertad sea otra cosa. Nacemos pensando que somos libres, pero nuestros padres, como dice Svetlana Aleksiévich, tuvieron que luchar por una libertad o morir por una libertad.

P. Gran parte de su historia se construye con diálogos.

R. Siempre tuve claro que era mi madre, la cocina y un cuaderno, y que tenía que trabajar muy bien los diálogos, que no perdieran esa oralidad, como un agradecimiento a todo lo que nos abrió Svetlana Aleksiévich, escuchar a otros, a la gente común.

P. ¿Le preocupaba cómo se lo podía tomar su madre?

R. Sobre todo me preocupaba más mi hermano que mi mamá, es un tema que lo sensibiliza más. Era adolescente cuando llegamos a Argentina, yo tenía 10, él tenía 13 años y para él fue brutal, el cambio con la adolescencia, tener que sobrevivir. Tus padres te dejaban en el colegio y era como: “Sobrevivan chicos, porque nosotros vamos a buscar laburo”. No sabíamos hablar nada, sabíamos tres palabras. No nos preparamos para la mudanza.

P. Lo llama mudanza también en el libro, pero fue una migración.

R. Eso no lo pensé cuando lo escribí, pero normalmente también lo llamo exilio porque para mí fue forzado. Mi mamá empezó a vender todo y mi papá decía sí a todo muy sumiso.

P. ¿Migrar fue idea de su madre?

R. Sí, y para mí fue como un castigo. Emocionalmente me distancié mucho de ella.

P. Es sorprendente la imagen del hombre sumiso, dista mucho de la del hombre soviético fuerte o el inmigrante que se busca la vida.

R. Yo no conocí a ese hombre, no tuve ese modelo. Mi padre creo que heredó esa sumisión de su padre, mi abuelo, que volvió traumatizado de la II Guerra Mundial. Mi padre lloraba y mi madre no lloraba nunca. Solo llora una vez en el libro, cuando muere su marido. El padre estaba en el fútbol, estaba con el cigarrillo todo el tiempo, estaba en el trabajo y la madre es la que lo defendía, la que hizo funcionar la mudanza o la que propuso el exilio. Las mujeres hacen y los hombres sobreviven como pueden.

P. Son hombres que no sostienen.

R. Son las mujeres las que lo sostienen todo. Están ahí para que no se rompa.

P. Como diría Catalina: las mujeres somos el combustible de la Unión Soviética.

R. Me divertí mucho escribiendo esos diálogos.

P. Usted no conoció a la abuela, con la que conversa en pantanos.

R. No, pero quería conversar con ella y tenía que inventarlo.

Natalia Litvinova, este lunes en Madrid.

P. ¿Qué representa el pantano?

R. Para mí, la memoria. Y realmente mi abuela trabajó en un pantano. La forzaron a trabajar en uno cuando volvió de Alemania. Primero la secuestraron los nazis y después volvió, y Stalin la condenó a trabajar tres años en un pantano extrayendo turba. Pero yo no quería abordar solamente la parte oscura de nuestra historia, porque eran mujeres que cantaban, que dejaban un legado. Tuvieron amigas, amores. Con todos sus traumas y sus miedos, pudieron llevar la vida y sostener un montón de hijos en pueblos carenciados. Tenía que haber una parte luminosa, porque si sobrevivimos hubo una parte luminosa. La oscuridad ya me la daba Chernóbil.

P. Se percibe cómo esa parte de la historia, aunque el Estado se esfuerce en ocultarla, la gente sabe, la gente comenta en casa, la gente susurra.

R. Sí, el Estado no pudo acallar todo, pero igualmente hubo consecuencias muy graves de desinformación. Comíamos de la tierra contaminada. Se seguían enlatando la comida. Nadie frenó la producción. Descontaminar a los niños suponía asumir el error y asumir la caída de la Unión Soviética.

P. ¿Volvió a Bielorrusia?

R. Una única vez y fue como estar en una película. El parque de enfrente de mi casa era una base militar. Yo hacía preguntas a los amigos de mis padres que se habían quedado y todos me contestaban: “¿Para qué querés saber eso?”.

P. Una sospecha constante.

R. Sí, y me decían que de la radiación y de esos temas ya no se hablaba, que todo se había solucionado, que se la había llevado el río.

P. ¿Sigue la política bielorrusa?

R. Solo vemos los memes de Lukashenko [el presidente] gritando como un padre.

P. Batka [padre en bielorruso], lo siguen llamando.

R. Es una infantilización absoluta del pueblo. Lleva 30 años en el poder, mucha gente no conoce ningún otro presidente.

P. ¿Fue complicado transcribir al español unas conversaciones y memorias que ocurren en ruso?

R. No, porque yo pienso en los dos idiomas. Mi madre me escribía sus relatos en ruso. Me asombra porque me cuenta cosas de los nazis, me cuenta cosas de Chernóbil y después dice: “No me parece interesante hablar de estas cosas”. Y la novela nace de ese asombro. ¿Por qué no es interesante hablar de una mujer que fue secuestrada? ¿Por qué seguimos pensando que no somos dignos de contar esa historia?

P. ¿Piensa, como dice Rilke, que la patria de un hombre es su infancia?

R. Sí, completamente. Y Louise Glück también decía que vemos el mundo solo una vez y es en la infancia. A veces se banaliza un poco la infancia en los libros y no es así, la infancia para un niño no es banal.

P. No todas las infancias tienen el peso de la radiactividad y el colapso de un imperio.

R. Es una infancia dura pero para la niña, por ejemplo, la radiación es natural. Yo de mi infancia recuerdo cosas muy puntuales y todas tienen que ver con la crisis, la radiación. La belleza estaba solo en la naturaleza.

P. Escribe: “Creo que los pensamientos densos son nuestra herencia familiar y hacemos lo que podemos para no hundirnos”.

R. A veces pienso en las mujeres de mi familia y les digo: “Chicas, pongámonos las pilas porque tenemos pensamientos densos, una historia densa, nos estamos hundiendo, hagamos algo, bromeemos, cantemos, pongámonos flores en la cabeza”. Como dice también Rilke, el canto es la existencia. Hagámonos cargo: vamos a cantar.

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