Anahi_Hagenes
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Ridley Scott, ese mayúsculo hombre de cine que tuvo la suerte (¿o la desgracia?) de empalmar tres inolvidables obras maestras en los inicios de su atractiva aunque también desigual carrera, como son Los duelistas, Alien y Blade Runner, habló con perdurable arte de la época napoleónica en los ancestrales, continuos, misteriosos y obsesivos duelos entre dos oficiales del emperador de Francia. Ocurría en la hermosa Los duelistas.
Napoleón no aparecía, aunque flotaba en toda la historia. Infinitos años después, Scott consigue retratar la trascendente y mortífera biografía de aquel señor corso que se propuso conquistar el mundo y lo consiguió en gran parte. Este también obsesionó al todopoderoso Stanley Kubrick, pero después de múltiples intentos se quedó con las ganas de hacer su retrato del gran hombre. Y, tratándose de un director como Ridley Scott y de la proteica personalidad de su biografiado, acudes con la ilusión de ver un gran espectáculo. Para que ese concepto sea pleno se supone que no solo los ojos van a sentirse admirados, sino que también lo que ocurra en el espectáculo te va a transmitir emoción y otras sensaciones agradecibles. Por mi parte, admiro cómo están filmadas algunas de las batallas, aunque el tal Napoleón, que aparece en casi todos los planos, me provoca tanta frialdad como antipatía.
Se supone que el mitológico individuo era muy complejo y que su turbulenta historia despertó terror a la vez que fascinación. A mí me provoca fatiga. El personaje es retorcido pero nunca magnético. Tal como lo ha concebido Ridley Scott y lo ha interpretado Joaquin Phoenix, actor que casi siempre me resulta insoportable, no me importan ni sus triunfos, ni sus fracasos guerreros, ni su metodología para convertirse en el dueño de Europa, ni el crepúsculo de sus ambiciosos sueños. Sí me despierta cierto morbo su turbulenta y eterna vida amorosa con la emperatriz Josefina. Eso sí, por el interés que me despierta ella, no él. Antigua cortesana, adúltera, de vuelta de todas las vueltas, incapaz de concebir a ese Napoleoncito que hubiera colmado el supremo anhelo del padre: tener un heredero para que prolongara su imperio. Esa mujer me interesa cada vez que aparece. También la seductora interpretación de Vanessa Kirby, la actriz que donaba amargura y sensualidad a la joven princesa Margarita en la serie The Crown. Pero tirarme dos horas y 40 minutos en compañía del intenso Phoenix me agota.
El guion no es complaciente con la pretendida grandeza histórica del personaje. En Francia se han mosqueado con la visión que Scott ofrece de este. Normal. Se describen sus gestas guerreras, pero también un aclaratorio cartel en el desenlace nos cuenta los millones de muertos que estas depararon. Napoleón fue un genio militar a la vez que un oportunista con enorme capacidad para acumular poder. Está bien contado el imperio de la guillotina y como esta no solo acabó sajándole la cabeza a los reyes y a la aristocracia, sino también a los propios revolucionarios.
Sin embargo, hay personajes fundamentales, como el siniestro Fouché, que sobrevivió a todo y a todos manteniendo siempre el poder, que están descritos con imperdonable rapidez. Y deslumbra el poderío visual del director describiendo el definitivo ocaso de Napoleón en Waterloo o la desastrosa invasión de Rusia. Hay momentos brillantes, aunque en general me asalta la frialdad o la indiferencia hacia lo que me están contando. Supongo que el personaje, su leyenda y su realidad, retornarán en más ocasiones al cine. Espero que con mayor fortuna. Para desquitarme de mi relativa decepción, vuelvo a ver cine histórico. O sea, la maravillosa Espartaco. Y como siempre, hay momentos en los que se me saltan las lágrimas. Es un gran espectáculo, pero además te conmueve. Que Napoleón la palmara, derrotado y solo en la isla de Santa Elena, me da igual.
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Napoleón no aparecía, aunque flotaba en toda la historia. Infinitos años después, Scott consigue retratar la trascendente y mortífera biografía de aquel señor corso que se propuso conquistar el mundo y lo consiguió en gran parte. Este también obsesionó al todopoderoso Stanley Kubrick, pero después de múltiples intentos se quedó con las ganas de hacer su retrato del gran hombre. Y, tratándose de un director como Ridley Scott y de la proteica personalidad de su biografiado, acudes con la ilusión de ver un gran espectáculo. Para que ese concepto sea pleno se supone que no solo los ojos van a sentirse admirados, sino que también lo que ocurra en el espectáculo te va a transmitir emoción y otras sensaciones agradecibles. Por mi parte, admiro cómo están filmadas algunas de las batallas, aunque el tal Napoleón, que aparece en casi todos los planos, me provoca tanta frialdad como antipatía.
Se supone que el mitológico individuo era muy complejo y que su turbulenta historia despertó terror a la vez que fascinación. A mí me provoca fatiga. El personaje es retorcido pero nunca magnético. Tal como lo ha concebido Ridley Scott y lo ha interpretado Joaquin Phoenix, actor que casi siempre me resulta insoportable, no me importan ni sus triunfos, ni sus fracasos guerreros, ni su metodología para convertirse en el dueño de Europa, ni el crepúsculo de sus ambiciosos sueños. Sí me despierta cierto morbo su turbulenta y eterna vida amorosa con la emperatriz Josefina. Eso sí, por el interés que me despierta ella, no él. Antigua cortesana, adúltera, de vuelta de todas las vueltas, incapaz de concebir a ese Napoleoncito que hubiera colmado el supremo anhelo del padre: tener un heredero para que prolongara su imperio. Esa mujer me interesa cada vez que aparece. También la seductora interpretación de Vanessa Kirby, la actriz que donaba amargura y sensualidad a la joven princesa Margarita en la serie The Crown. Pero tirarme dos horas y 40 minutos en compañía del intenso Phoenix me agota.
El guion no es complaciente con la pretendida grandeza histórica del personaje. En Francia se han mosqueado con la visión que Scott ofrece de este. Normal. Se describen sus gestas guerreras, pero también un aclaratorio cartel en el desenlace nos cuenta los millones de muertos que estas depararon. Napoleón fue un genio militar a la vez que un oportunista con enorme capacidad para acumular poder. Está bien contado el imperio de la guillotina y como esta no solo acabó sajándole la cabeza a los reyes y a la aristocracia, sino también a los propios revolucionarios.
Sin embargo, hay personajes fundamentales, como el siniestro Fouché, que sobrevivió a todo y a todos manteniendo siempre el poder, que están descritos con imperdonable rapidez. Y deslumbra el poderío visual del director describiendo el definitivo ocaso de Napoleón en Waterloo o la desastrosa invasión de Rusia. Hay momentos brillantes, aunque en general me asalta la frialdad o la indiferencia hacia lo que me están contando. Supongo que el personaje, su leyenda y su realidad, retornarán en más ocasiones al cine. Espero que con mayor fortuna. Para desquitarme de mi relativa decepción, vuelvo a ver cine histórico. O sea, la maravillosa Espartaco. Y como siempre, hay momentos en los que se me saltan las lágrimas. Es un gran espectáculo, pero además te conmueve. Que Napoleón la palmara, derrotado y solo en la isla de Santa Elena, me da igual.
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‘Napoleón’, el gran hombre me resulta indiferente
Por mucho que deslumbre el poderío visual de Ridley Scott en las secuencias de batallas, tirarme dos horas y 40 minutos en compañía del intenso Joaquin Phoenix, que encarna al emperador francés, me agota
elpais.com