A
Alejandro Ciriza Istúriz
Guest
Domingo, junio, media tarde. Primavera, Bois de Boulogne, París. A la sobremesa de los españoles le acompaña desde hace casi dos décadas la misma canción, convertida con el paso de los años en el himno de uno de los torneos más prestigiosos de la raqueta: jeu-set-match, Nadal. Celebra el mallorquín en el centro de la Philippe Chatrier, brazos en cruz y bíceps hinchados, apretando puños y dientes y colándose una vez más en el hogar de todos y todas, de aquellos y aquellas que siguen el deporte y también de los que no. Porque la historia no iba solo de tenis. “Otra vez lo ha hecho”, reacción general. Se repetía la escena esos lunes por la mañana, cuando el éxito se localizaba en Melbourne, o esas tardes de Wimbledon o esos domingos por la noche en Nueva York. Game-set-match, Nadal. Otra gesta, más trofeos. Da igual el idioma. Desde que metió la cabeza en la élite —recién alcanzada la mayoría de edad— y puso en jaque el sólido reinado del genio Roger Federer, hace más de veinte años ya, aquel jovenzuelo tarzanesco, forzudo y bronceado, melena al viento y sin mangas, fue convirtiéndose de manera progresiva en una referencia universal. ¿Por qué?
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