roob.reggie
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El silencio es siempre uno de los mejores aliados de la violencia. La censura es la forma en que ese silencio busca ser impuesto desde el poder en el universo de los libros, la música, las artes plásticas, el cine.
Hasta ahora nunca había padecido un intento de censura, y digo padecer porque en la actualidad la censura viene siempre camuflada de supuestas buenas intenciones —”estos libros malos corrompen a nuestros niños”— pero acompañada por una catarata de hostigamientos virtuales. En principio, fueron cerca de dos semanas de insultos y amenazas con mucho olor a troll y con poca lectura real de mi novela cuestionada: Cometierra. Es así como las patotas digitales y los violentos exigen mordazas reales: que se retiren libros y bibliotecas de escuelas primarias y secundarias, que el libro maldito quede relegado al ámbito doméstico, a las sombras, a la oscuridad. Después se sumaron un par de tuits desde la vicepresidencia y todo se volvió mucho peor.
Curiosamente, el intento de censura viene a operar únicamente sobre libros de escritoras mujeres, cuyas voces son muy distintas —una vidente muy joven que traga tierra y ayuda a buscar a personas desaparecidas, la mujer de Fierro emancipada en un viaje lleno de aventuras, un grupo de hermanas totalmente disfuncionales y maravillosas, un relato testimonial de una adolescente víctima de violencia sexual—.
La libertad que nos vienen prometiendo parece ser sólo la de mercado. Las formas y manifestaciones de la expresión quieren ser monitoreadas con bisturí oscurantista. Paradójicamente, si existe un lugar en donde se es libre por definición, es en el universo de la escritura.
Siempre me pareció que Cometierra era un libro muy triste y que el don de la protagonista era una carga enorme para una muchacha de barrio, huérfana por un feminicidio, que debía resolver muertes y desapariciones. Si su vida seguía siendo soportable, era porque también existía un universo amoroso alrededor suyo: la relación profunda con su hermano, los amigos con los que comparte una pizza y una cerveza, una tarde de juegos de Play, la naturaleza desbordada y mágica de su terreno, las primeras relaciones sexoafectivas, la música del barrio. Nada más lejano al epíteto de “pornografía, inmoralidad y degradación” que la vicepresidenta y su entorno utilizó al denostar la novela y que una Fundación cercana a ella esgrimió para denunciar judicialmente al Ministro de Educación de Buenos Aires, por incluirla en la bibliotecas de escuelas secundarias.
Mientras tanto, nadie se preocupa por el acceso a la pornografía real que tiene cualquier pibe en su celular o su computadora, ni por las apuestas online que llevan a muchos de esos chicos al borde de la desesperación y del suicidio, a la par que muchas voces se alzan por bajar la edad de inimputabilidad a los doce años.
El 62,9% de los niños y adolescentes argentinos está por debajo de la línea de pobreza, según un estudio reciente de la Universidad Católica Argentina. Parece que los prefieren pobres, presos o adictos a lo peor de Internet, antes que lectores. El celular no se regula, el libro sí.
Pero la última semana hubo un cambio increíble. A la caza de brujas inicial la tapó una catarata de lecturas y de cariño. Cientos de afiches, maquetas, trabajos prácticos, videos, y hasta trailers que simulan una película de Cometierra, hechos por esos mismos alumnos secundarios junto a sus docentes, me llegan a diario acompañados por los más hermosos mensajes de apoyo.
Argentina no quiere censuras.
Como respuesta colectiva de escritores y escritoras, hemos organizado una convocatoria de más de 120 escritores para leer juntos a estos libros atacados en el teatro El Picadero. Esta iniciativa no para de replicarse a lo largo de todo el país, en un acto de puro amor por los libros, por las autoras y por la necesidad de seguir viviendo en un país sin listas negras, ni de libros, ni de nada.
Defendemos la creación artística como el espacio de la libertad por excelencia.
Hoy más que nunca.
Ante la censura: ¡lectura!
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Hasta ahora nunca había padecido un intento de censura, y digo padecer porque en la actualidad la censura viene siempre camuflada de supuestas buenas intenciones —”estos libros malos corrompen a nuestros niños”— pero acompañada por una catarata de hostigamientos virtuales. En principio, fueron cerca de dos semanas de insultos y amenazas con mucho olor a troll y con poca lectura real de mi novela cuestionada: Cometierra. Es así como las patotas digitales y los violentos exigen mordazas reales: que se retiren libros y bibliotecas de escuelas primarias y secundarias, que el libro maldito quede relegado al ámbito doméstico, a las sombras, a la oscuridad. Después se sumaron un par de tuits desde la vicepresidencia y todo se volvió mucho peor.
Curiosamente, el intento de censura viene a operar únicamente sobre libros de escritoras mujeres, cuyas voces son muy distintas —una vidente muy joven que traga tierra y ayuda a buscar a personas desaparecidas, la mujer de Fierro emancipada en un viaje lleno de aventuras, un grupo de hermanas totalmente disfuncionales y maravillosas, un relato testimonial de una adolescente víctima de violencia sexual—.
La libertad que nos vienen prometiendo parece ser sólo la de mercado. Las formas y manifestaciones de la expresión quieren ser monitoreadas con bisturí oscurantista. Paradójicamente, si existe un lugar en donde se es libre por definición, es en el universo de la escritura.
Siempre me pareció que Cometierra era un libro muy triste y que el don de la protagonista era una carga enorme para una muchacha de barrio, huérfana por un feminicidio, que debía resolver muertes y desapariciones. Si su vida seguía siendo soportable, era porque también existía un universo amoroso alrededor suyo: la relación profunda con su hermano, los amigos con los que comparte una pizza y una cerveza, una tarde de juegos de Play, la naturaleza desbordada y mágica de su terreno, las primeras relaciones sexoafectivas, la música del barrio. Nada más lejano al epíteto de “pornografía, inmoralidad y degradación” que la vicepresidenta y su entorno utilizó al denostar la novela y que una Fundación cercana a ella esgrimió para denunciar judicialmente al Ministro de Educación de Buenos Aires, por incluirla en la bibliotecas de escuelas secundarias.
Mientras tanto, nadie se preocupa por el acceso a la pornografía real que tiene cualquier pibe en su celular o su computadora, ni por las apuestas online que llevan a muchos de esos chicos al borde de la desesperación y del suicidio, a la par que muchas voces se alzan por bajar la edad de inimputabilidad a los doce años.
El 62,9% de los niños y adolescentes argentinos está por debajo de la línea de pobreza, según un estudio reciente de la Universidad Católica Argentina. Parece que los prefieren pobres, presos o adictos a lo peor de Internet, antes que lectores. El celular no se regula, el libro sí.
Pero la última semana hubo un cambio increíble. A la caza de brujas inicial la tapó una catarata de lecturas y de cariño. Cientos de afiches, maquetas, trabajos prácticos, videos, y hasta trailers que simulan una película de Cometierra, hechos por esos mismos alumnos secundarios junto a sus docentes, me llegan a diario acompañados por los más hermosos mensajes de apoyo.
Argentina no quiere censuras.
Como respuesta colectiva de escritores y escritoras, hemos organizado una convocatoria de más de 120 escritores para leer juntos a estos libros atacados en el teatro El Picadero. Esta iniciativa no para de replicarse a lo largo de todo el país, en un acto de puro amor por los libros, por las autoras y por la necesidad de seguir viviendo en un país sin listas negras, ni de libros, ni de nada.
Defendemos la creación artística como el espacio de la libertad por excelencia.
Hoy más que nunca.
Ante la censura: ¡lectura!
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