Mucho más que la fiesta de ‘pelaos’ y pastilleros: la cultura makina se resignifica 30 años después

imonahan

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David Álvarez y David Pàmies entendieron que ya no eran “los chungos” cuando pincharon en el Primavera Sound de 2022. Al finalizar su sesión como Pastis & Buenri —un nombre artístico que fusiona sus nombres artísticos como DJ por separado— se les acercó Pau Cristòfol, responsable de contratación y programación de la electrónica del festival. Quería felicitarles, emocionado por el buen rollo que imperó en esa pinchada. “El Primavera había puesto 10 porteros más por si se liaba. Pau, que siempre ha confiado en nosotros, llegó pletórico: ‘¡Ha sido la hostia, todo el mundo se ha comportado!’”, recuerda entre risas Pàmies (Buenri), sentado junto a Álvarez (Pastis) en la tienda de merchandising y escuela que comparten en el barrio de Sants de Barcelona, en una de las pocas tardes libres que tienen a principios de octubre. No paran. Tras la entrevista, tendrán uno de sus cursos a tres platos con varios alumnos, y acaban de volver de Malta, donde pincharon con todo vendido el fin de semana anterior.

Ya no tienen residencias en salas emblemáticas catalanas, pero en pocos meses girarán por Latinoamérica, este año han pasado por Londres y Berlín —donde chavales de 20 años les gritaban sus nombres en la cabina diciendo “You’re fucking legends!” (“¡Sois putas leyendas!”)— y prácticamente cada fin de semana trabajan, hasta 13 horas seguidas en “días buenos”, en fiestas nostálgicas remember programadas con lleno en todas las salas repartidas por la Península, incluso en templos de electrónica del epicentro cultural y urbanístico como la sala Apolo de Barcelona. “Somos de trabajar muchas horas. Los festivales de ahora, en los que pinchas una hora y media, saben a poco. A la que llegas ahí te dices: ‘Pero cómo me voy a ir ahora, si es cuando mejor estamos todos’”, dice Álvarez (Pastis), aliviado por este renacer del sonido makina (cuando se escribe con k y no ‘máquina’ indica que es de Barcelona específicamente). Una nueva vida liberada de la criminalización social y del pánico moral que acompañó a la escena durante su apogeo en los noventa.



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Abrazados por la generación Z por lo que siempre fueron, pura diversión y baile en la pista (“los jóvenes de ahora ya no se drogan de la forma ritualista de antes, hay muchísima gente que viene bailar al natural, ni siquiera beben alcohol”, dice Pastis), apadrinados por productores influyentes del ahora como Danny L. Harle, ocupando su lugar en el nuevo consumo mediatizado de cultura de club como el de Boiler Room y, en pleno rodaje de la próxima serie documental que recoja su trayectoria, el renacer de Pastis & Buenri no es un fenómeno aislado.

Como pasó con la movida valenciana de los ochenta y la ruta del bakalao de los noventa, parece que ya ha pasado el tiempo suficiente para reclamar respeto y resignificar el sonido makina, la movida catalana de los noventa. Nadie la etiquetó así en su día aunque existiera como tal para miles de personas que la bailaban cada fin de semana en discotecas-templo repartidas por descampados en las afueras y polígonos industriales de todo el territorio, como Nau B-3, Chasis, Pont Aeri, Dsigual, Central, Xque, Disco 8 o Scorpia.

Archivo fotográfico de la escena makina, colgado en la tienda de Pastis y Buenri en el barrio de Sants (Barcelona).

La makina ha salido de aquellos márgenes urbanos y esquivado los prejuicios mentales para reclamar su legitimidad cultural a través de los artefactos que la otorgan: el documental y el ensayo. Ahí está MaQKina, historia de una subcultura, el filme que incluye a prácticamente todas las voces que conformaron la escena. Dirigido por Óscar Sueiro, Àlex Salgado y Daniel Boix, pasó por el Festival In-Edit en su pasada edición y ya prepara su adaptación para un Sense ficció, programa de documentales que se emite en el canal 3Cat. O el ensayo Fiesta (Libros del KO, 2024), de Asier Ávila, donde, entre otros fenómenos de música de baile juvenil de otros puntos de España, se recoge el esplendor y el declive del sonido catalán con un contexto social, histórico y político acorde a lo que fue, en las antípodas del clasismo y la brocha gorda mediática que lo ninguneó en su época.

Una imagen deformada​


“Todavía permanece esa imagen deformada en la cabeza de muchos, la de que aquella escena fue una cosa de pastilleros pelaos violentos —como se denominaba popularmente a los cabezas rapadas en Cataluña en los noventa—, pero aquello debía representar un 3% del total. En realidad, esta siempre fue una fiesta muy masiva y transversal, con gente de todos los estratos y orígenes sociales. Estamos hablando de muchas macrodiscotecas llenas cada fin de semana con decenas miles de personas en su interior en cada sesión”, aclara uno de los directores de MaQKina, Àlex Salgado, que acompaña a Pastis y a Buenri en la entrevista y que se ha convertido en uno de los cronistas clave para entender este fenómeno.

Imagen promocional del documental 'MaQkina, historia de una subcultura'.

Tras cosechar premios con el documental Ciudadano Fernando Gallego: Baila o Muere, sobre la figura de Nando Dixkontrol (2018, disponible en Filmin), y ampliar miras con MaQKina, Salgado y su equipo están grabando una serie documental sobre Pastis y Buenri. Los ha capturado en sus casas —Álvarez es padre de una chica de 19 años y Pàmies de un joven de 24 años—, de gira por España y por salas europeas. “Son una pareja creativa con una energía única y un nivel técnico impecable. Si fueran ingleses o alemanes, serían mundialmente conocidos, pero ha tenido que llegar TikTok y demás para que se los volviera a poner en el mapa”, reflexiona este sociólogo convertido en periodista documental.

El sociólogo y documentalista, Alex Salgado, director de 'MaQkina', en la tienda de Pastis & Buenri en Barcleona.

Baila o muere​


Han pasado más de 30 años desde que el hijo de un banquero y una trabajadora de la hostelería de Girona (Pastis) y el de un comercial de Ufesa y una dependienta de electrodomésticos de Premià (Buenri) se conociesen a sus 16 años bailando entre hijos de consellers, abogados, estudiantes o buscavidas. Eran asiduos de la fiesta ácrata que montaba Nando Dixkontrol en el Psicódromo de Barcelona. En ese local de la calle Almogàvers que tenía pintado en los baños “baila o muere” (una traducción del “rave or die” inglés, que fue el grito de guerra de Dixkontrol) se cocinaron los preámbulos de una escena de evasión total, pero sobre todo divertida y altamente bailable, libre de las ordenanzas de civismo y del Barcelona posa’t guapa que acabaría sentenciando la fiesta juvenil en el centro de la ciudad.

En el Psicódromo, el local que Joan M. Oleaque describiría en Éxtasis (Barlin Libros, 2004) como el sitio en el que “la peña se tiraba al suelo, daba puñetazos en las paredes y acababa reventada. Porque de eso se trataba: de hacer que todo explotase allí mismo”, se empezó a escuchar ese sonido que los productores catalanes idearon y que los DJ locales popularizarían después en macrosalas a las afueras de Barcelona con temas emocionales cantados con voces femeninas. Uno de los múltiples aciertos de MaQKina es incluir a las cantantes Marian Dacal y Eva Martí, porque con la excepción de Monica X y unas pocas DJ más, esta fue una escena muy masculinizada donde las mujeres ocuparon pocos espacios de decisión y solo podían cantar o bailar en la pista.


Aquellas canciones aceleradas para acompañar el subidón de éxtasis y para bailar con los brazos altos y tararear en comunión retumbarían después en los polígonos industriales catalanes. El higienismo urbano de la Barcelona posolímpica y un pujolismo que ilegalizó las fiestas matinales en 1994 provocó ese peregrinaje de jóvenes de todos los puntos de Cataluña a salas convertidas en templos y con cultos muy particulares y definidos en función de sus respectivos residentes. Un latir que se resumiría con un momento estelar que recoge MaQKina, y en el que se escucha a Pastis gritar, en aquella época, en catalán y desde la cabina: “Este tema va dedicado a Jordi Pujol: ¡A ver si revientas, que por tu culpa no nos podemos ir de fiesta!”:

La mística del desencanto​


La fiesta colectiva, bailar el sonido makina, implicaba ocupar un lugar prácticamente místico, comunal. Los jóvenes sentían que pertenecían al fin de semana porque de lunes a jueves el sistema les hacía sentir que eran de todo menos especiales. “La resaca olímpica es la del botellón de garrafón y el caballo. La sociedad está muy triturada y hay una crisis increíble en España. La gente joven tenía muy pocas perspectivas. Las imágenes de la cola del Inem, con el paro disparado y la política corrupta del PSOE, generaron mucho desencanto. La gente vivía por y para el fin de semana. Era una forma de vida, una estética, con un lenguaje asociado muy particular. En la pista no había problemas. La gente iba a bailar y a divertirse en hermandad con sus amigos”, apunta Salgado.

Interior de la discoteca Scorpia, que recoge el documental 'MaQkina'.

Asier Ávila, autor de Fiesta, destaca que algo distinguía a los jóvenes que llenaron esos polígonos industriales de mediados de los 90 de los herederos de las guitarras y el tecno que bailaban en el Psicódromo a inicios de década. “Los maquineros de esa época habían absorbido la electrónica desde el mainstream. Chimo Bayo, con Así me gusta a mí, explotó a finales de 1991, la máquina original también evolucionó y se convirtió en algo diferente”, explica.

La generación del maxi-cosi​


La criminalización llegó con las peleas de cabezas rapadas y las hospitalizaciones. Los ultras del fútbol y los neonazis aterrizaron en las discotecas. Ocupaban poco espacio, pero hicieron mucho ruido. En 1995 fallece Justo Muñoz en el exterior de una pizzería que funcionaba como after a las afueras de Pont Aeri. Su muerte llegaba después de la de Jordi Domenech en Gran Velvet, otra macrosala en Badalona. “Había una onda muy agresiva, muy dura, fue una lacra para nosotros”, rememora Buenri.

Con la violencia llegó la mala prensa y poco a poco, con la hipercomercialización de un sonido que se fue distorsionado por un ansia empresarial que derivó a niveles prácticamente infantiles de consumo (ahí quedan esperpentos como Los Pitufos makineros), el fenómeno se apagó. El renacer llegaría con la pandemia y con el repliegue nostálgico.

“Nosotros siempre decimos que ahora tenemos a la generación del maxi-cosi, que son los que escuchaban maquineta en los coches de sus padres de bebés y ahora la bailan con ellos en nuestras sesiones”, dice Buenri. Ya nadie atisba pelea cuando suena The First Rebirth, una de las míticas que nunca falla en sus sesiones. “Ahora la gente chunga está en los reservados de sitios más selectos”, añade con un guiño provocador Buenri.

Tanto él como Pastis saben que los jóvenes ya no pueden pegarse tres días de fiesta porque ya no hay locales que los acompañen, pero algo en sus sesiones sigue imbatible e inmutable: “La makina es diversión”, dice Pastis. Y Buenri, como esos matrimonios que han aprendido a acabarse las frases del otro, remata: “Cuando alguien está de bajón siempre digo lo mismo. Vente a una de nuestras sesiones a darlo todo, que eso también es terapia, y encima de la buena”.

Pastis & Buenri, en su tienda de Barcelona, el pasado 8 de octubre de 2024.

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