addie.heaney
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El toreo al completo (y muchos curiosos) estaba este martes pendiente de la plaza de Santander porque allí reaparecía Morante de la Puebla tras su retirada el pasado 7 de junio a causa de sus problemas emocionales.
Todos, unos desde el tendido y la mayoría a través de la pantalla de la tele, trataban de escudriñar la cara del artista para hacer un fiel y urgente diagnóstico sobre la recuperación de la persona. No era fácil, porque Morante ya nació con cara de desconsuelo, el semblante aceituno y la sonrisa escondida. No ha sido nunca la alegría de la huerta, y menos en una tarde en la que se siente el foco de la atención para el análisis minucioso de cualquier sencillo gesto.
Ya el día anterior apareció en los tendidos de la plaza cuando Ginés Marín lo descubrió y le brindó un toro con esa frase que encerraba un vendaval de respeto y admiración: “Una alegría grande para el toreo que esté usted de vuelta”. Y Morante recogió la montera con un gesto de aparente resignación que no decía nada y lo transparentaba todo. Y más de uno se atrevió a publicar su sentencia: “No me gusta nada la cara del enfermo”. Era la imagen, ciertamente, de una persona medicada, con el ánimo cogido con alfileres, pero, también, otra vez, con el compromiso decidido a desafiar y pelear contra ese enemigo feroz que lleva dentro y que le obliga a encerrarse en la oscuridad.
Vestido con un traje de luces gris mercurio y oro se presentó en el patio de cuadrillas, y la tauromaquia entera esperaba con ansiedad al genio recuperado de nuevo para la gloria.
Lo que sucedió después no fue una sorpresa. Con un esfuerzo añadido o sin él, nadie más que el torero lo sabe, Morante fue la fiel imagen de sí mismo en tarde animosa. El ramillete de verónicas iniciales evidenció que los fantasmas no ahuyentan el arte, al igual que ese quite por chicuelinas, cuajado de armonía. El comienzo de la faena de muleta fue un derroche de prestancia, con ayudados por alto, una trincherilla, un remate por bajo y el cierre con un pase de pecho.
El genio seguía vivo. No era Santander una prueba de fuego ni el toro de Domingo Hernández un animal de astifinos pitones aparentemente limpios, pero este martes el protagonista era el hombre.
A la faena le faltó reposo, pero hubo pinceladas sublimes, asentada la figura, naturales eternos, ejemplar colocación…, al igual que sucedió en el quinto, otra labor tan imperfecta como singular, salpicada de inspirada hondura e instantes de grandeza.
Cortó una oreja en cada toro y se lo llevaron a hombros, y aun así, aupado entre dos capitalistas, mantenía Morante el rictus serio de una cara inexpresiva.
Había toreado como es; hizo lo que sabe, porque su toreo no es fruto de un análisis racional, sino un desbordamiento del corazón. Y el problema del torero no está en su alma, sino en su cabeza.
Quizá, por ello, lo de este martes no sea la antesala de nada. O no tiene por qué serlo. Morante tiene contratadas una veintena de corridas hasta la Feria de San Miguel de Sevilla, y nadie puede asegurar hoy que pueda llegar a La Maestranza en plenitud.
Es verdad que la tauromaquia de hoy necesita a Morante, que es una bocanada de imprevisibilidad, al igual que una medicina eficaz contra sus males debe ser sentirse artista delante de un toro. Pero en el terreno de la voluntad no manda el corazón, sino la cabeza.
Lo de este martes fue una ventana abierta a la esperanza; ojalá Morante de la Puebla tenga fuerzas para viajar de Azpeitia a El Puerto y cruzar varias veces España para convencerse a sí mismo de que también tiene genio para mandar al desolladero a los fantasmas que lo acosan.
Si es así, la languideciente fiesta de los toros también recuperará la sonrisa animosa, tan necesaria para ella como para el torero.
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Todos, unos desde el tendido y la mayoría a través de la pantalla de la tele, trataban de escudriñar la cara del artista para hacer un fiel y urgente diagnóstico sobre la recuperación de la persona. No era fácil, porque Morante ya nació con cara de desconsuelo, el semblante aceituno y la sonrisa escondida. No ha sido nunca la alegría de la huerta, y menos en una tarde en la que se siente el foco de la atención para el análisis minucioso de cualquier sencillo gesto.
Ya el día anterior apareció en los tendidos de la plaza cuando Ginés Marín lo descubrió y le brindó un toro con esa frase que encerraba un vendaval de respeto y admiración: “Una alegría grande para el toreo que esté usted de vuelta”. Y Morante recogió la montera con un gesto de aparente resignación que no decía nada y lo transparentaba todo. Y más de uno se atrevió a publicar su sentencia: “No me gusta nada la cara del enfermo”. Era la imagen, ciertamente, de una persona medicada, con el ánimo cogido con alfileres, pero, también, otra vez, con el compromiso decidido a desafiar y pelear contra ese enemigo feroz que lleva dentro y que le obliga a encerrarse en la oscuridad.
Vestido con un traje de luces gris mercurio y oro se presentó en el patio de cuadrillas, y la tauromaquia entera esperaba con ansiedad al genio recuperado de nuevo para la gloria.
Lo que sucedió después no fue una sorpresa. Con un esfuerzo añadido o sin él, nadie más que el torero lo sabe, Morante fue la fiel imagen de sí mismo en tarde animosa. El ramillete de verónicas iniciales evidenció que los fantasmas no ahuyentan el arte, al igual que ese quite por chicuelinas, cuajado de armonía. El comienzo de la faena de muleta fue un derroche de prestancia, con ayudados por alto, una trincherilla, un remate por bajo y el cierre con un pase de pecho.
El genio seguía vivo. No era Santander una prueba de fuego ni el toro de Domingo Hernández un animal de astifinos pitones aparentemente limpios, pero este martes el protagonista era el hombre.
A la faena le faltó reposo, pero hubo pinceladas sublimes, asentada la figura, naturales eternos, ejemplar colocación…, al igual que sucedió en el quinto, otra labor tan imperfecta como singular, salpicada de inspirada hondura e instantes de grandeza.
Cortó una oreja en cada toro y se lo llevaron a hombros, y aun así, aupado entre dos capitalistas, mantenía Morante el rictus serio de una cara inexpresiva.
Había toreado como es; hizo lo que sabe, porque su toreo no es fruto de un análisis racional, sino un desbordamiento del corazón. Y el problema del torero no está en su alma, sino en su cabeza.
Quizá, por ello, lo de este martes no sea la antesala de nada. O no tiene por qué serlo. Morante tiene contratadas una veintena de corridas hasta la Feria de San Miguel de Sevilla, y nadie puede asegurar hoy que pueda llegar a La Maestranza en plenitud.
Es verdad que la tauromaquia de hoy necesita a Morante, que es una bocanada de imprevisibilidad, al igual que una medicina eficaz contra sus males debe ser sentirse artista delante de un toro. Pero en el terreno de la voluntad no manda el corazón, sino la cabeza.
Lo de este martes fue una ventana abierta a la esperanza; ojalá Morante de la Puebla tenga fuerzas para viajar de Azpeitia a El Puerto y cruzar varias veces España para convencerse a sí mismo de que también tiene genio para mandar al desolladero a los fantasmas que lo acosan.
Si es así, la languideciente fiesta de los toros también recuperará la sonrisa animosa, tan necesaria para ella como para el torero.
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Morante, entre el corazón, la cabeza y la genialidad
El diestro sevillano triunfó en su reaparición en Santander con un toreo de profundo sentimiento artístico
elpais.com