Beth_Purdy
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En un momento de Mi soledad tiene alas, debut en la dirección del actor Mario Casas, dos amigos, chica y chico, entran en la casa de ella a recoger unas cosas y lo que allí se ve y se oye es la viva representación de la familia desestructurada contemporánea, mugre sentimental en el salón, incomunicación a voces, crudeza alcohólica cotidiana para niños y adolescentes en un (presunto) hogar que huele a pesadumbre, rabia y cuchillo oxidado. Son apenas un par de minutos, sutiles y sin subrayados de texto o de imagen, rápidos y demoledores, en los que se vislumbra el trabajo arrebatado, volcánico y hasta romántico de Casas en su primer largo delante de la cámara y como guionista.
No es la única secuencia que respira autenticidad en la película. Las tres (o quizá sean dos) secuencias entre abuela y nieto en otra de las casas, con ese cariño auténtico del amor apretado de los ancianos y esa tristeza infinita de la soledad a la hora del fin, son preciosas. Casas parece haber estudiado y mamado el cine del que ha sido protagonista en alguna ocasión. Esas historias de adolescencia de extrarradio de Alberto Rodríguez, aquí cambiando Sevilla por Barcelona y Madrid; la brevedad y exactitud de sus apuntes visuales, aunque a su poesía del desconcierto y la rabia, sin embargo, no llegue. E igualmente parece haberse enriquecido de la vibrante labor de puesta en escena de David Victori en No matarás, la película que le dio a Casas el Goya a la mejor interpretación masculina, una persecución continua, física y metafórica, en la que los personajes parecen atados a la cámara.
Desde Los golfos, formidable debut de Carlos Saura, el desarraigo de los jóvenes ha sido una constante en el cine español. A veces desde el naturalismo más exacerbado, con las películas quinquis de Eloy de la Iglesia y José Antonio de la Loma. Otras, sin apartarse de la credibilidad y la cercanía del robo, el beso y la aguja, con el romanticismo de obras como Deprisa, deprisa, de nuevo de Saura, y 27 horas, de Montxo Armendáriz. Y precisamente en el tono desesperanzado de esta última es donde mejor encaja Mi soledad tiene alas, coescrita junto a la actriz belga Deborah François. Eso sí, con un estilo radicalmente distinto.
Es una pena porque en determinadas ocasiones el director parece preferir la atmósfera envolvente y la localización deslumbrante de extrarradio a la profundidad en los personajes. Y en ese sentido el desarrollo del vínculo de unión entre la pareja protagonista, que debe huir desde Barcelona hasta Madrid por una aciaga noche de violencia, queda un tanto cojitranco. Como si estuviese necesitado de una conversación más larga que nos haga entender mejor su pasado y su presente conjunto en un tiempo como el que vivimos. Como si a esa sensibilidad especial que parece querer transmitir el autor le faltara un pespunte. Óscar Casas, hermano del director, que lo debe decir casi todo con el físico y con la mirada, nerviosa cabeza hacia adelante cuando está frente al terror que representa su padre (excelente presencia de Francisco Boira), y la novel Candela González muestran bien su dolor por separado. Pero a las secuencias conjuntas les falta una pizca de fuego, calidez o ternura.
Casas, que fue chaval de periferia, no está contando nada que no se haya hecho ya muchas veces. Pero la energía visual y sonora que desprende la película, ayudada por una colección de canciones de plena contemporaneidad (con el trapero Morad al frente), emerge con su luz sobre las pocas sombras de un muy estimable debut.
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No es la única secuencia que respira autenticidad en la película. Las tres (o quizá sean dos) secuencias entre abuela y nieto en otra de las casas, con ese cariño auténtico del amor apretado de los ancianos y esa tristeza infinita de la soledad a la hora del fin, son preciosas. Casas parece haber estudiado y mamado el cine del que ha sido protagonista en alguna ocasión. Esas historias de adolescencia de extrarradio de Alberto Rodríguez, aquí cambiando Sevilla por Barcelona y Madrid; la brevedad y exactitud de sus apuntes visuales, aunque a su poesía del desconcierto y la rabia, sin embargo, no llegue. E igualmente parece haberse enriquecido de la vibrante labor de puesta en escena de David Victori en No matarás, la película que le dio a Casas el Goya a la mejor interpretación masculina, una persecución continua, física y metafórica, en la que los personajes parecen atados a la cámara.
Desde Los golfos, formidable debut de Carlos Saura, el desarraigo de los jóvenes ha sido una constante en el cine español. A veces desde el naturalismo más exacerbado, con las películas quinquis de Eloy de la Iglesia y José Antonio de la Loma. Otras, sin apartarse de la credibilidad y la cercanía del robo, el beso y la aguja, con el romanticismo de obras como Deprisa, deprisa, de nuevo de Saura, y 27 horas, de Montxo Armendáriz. Y precisamente en el tono desesperanzado de esta última es donde mejor encaja Mi soledad tiene alas, coescrita junto a la actriz belga Deborah François. Eso sí, con un estilo radicalmente distinto.
Es una pena porque en determinadas ocasiones el director parece preferir la atmósfera envolvente y la localización deslumbrante de extrarradio a la profundidad en los personajes. Y en ese sentido el desarrollo del vínculo de unión entre la pareja protagonista, que debe huir desde Barcelona hasta Madrid por una aciaga noche de violencia, queda un tanto cojitranco. Como si estuviese necesitado de una conversación más larga que nos haga entender mejor su pasado y su presente conjunto en un tiempo como el que vivimos. Como si a esa sensibilidad especial que parece querer transmitir el autor le faltara un pespunte. Óscar Casas, hermano del director, que lo debe decir casi todo con el físico y con la mirada, nerviosa cabeza hacia adelante cuando está frente al terror que representa su padre (excelente presencia de Francisco Boira), y la novel Candela González muestran bien su dolor por separado. Pero a las secuencias conjuntas les falta una pizca de fuego, calidez o ternura.
Casas, que fue chaval de periferia, no está contando nada que no se haya hecho ya muchas veces. Pero la energía visual y sonora que desprende la película, ayudada por una colección de canciones de plena contemporaneidad (con el trapero Morad al frente), emerge con su luz sobre las pocas sombras de un muy estimable debut.
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‘Mi soledad tiene alas’: más luces que sombras en el debut como director de Mario Casas
El actor parece haber estudiado el cine del que ha sido protagonista en alguna ocasión, en esas historias de adolescencia de extrarradio de Alberto Rodríguez, con su brevedad y exactitud en los apuntes visuales
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