Sheldon_Kassulke
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En unos días tendrá lugar la Feria Internacional del Libro en Guadalajara. Estará dedicada a España, cuya rica y numerosa delegación será bienvenida por nuestra república de las letras, que nunca ha de confundirse con la otra república. La nuestra, la de los autores, lectores, editores, se rige por el saber. La de ellos, por el poder.
Hace poco la república del poder ha querido revivir una querella antigua. Su actitud recuerda una sentencia de Paul Valéry: “La historia es el producto más peligroso que haya elaborado la química del intelecto. Sus propiedades son muy conocidas. Hace soñar, embriaga a los pueblos, engendra en ellos falsos recuerdos, exagera sus reflejos, mantiene sus viejas llagas, los atormenta en el reposo, los conduce al delirio de grandezas o al de persecuciones, y vuelve a las naciones amargas, soberbias, insoportables y vanas”.
Se dirá que la sombría reflexión corresponde puntualmente al pueblo mexicano en su relación con España. Lo cierto es que no es así, y no lo ha sido desde hace casi dos siglos. La querella entre la nación mexicana y la Corona española se dirimió en la Guerra de Independencia (1810-1821). A partir de ahí el destino de los mexicanos quedó en manos de los mexicanos. Desde entonces, toda apelación victimista al legado de España ha sido, más que una pasión arraigada, un recurso de las élites políticas para justificar su dominio, exhibir su ignorancia, enmascarar sus fracasos y ocultar sus errores.
Después de la Independencia, en 1829 España y México incurrieron, cada cual, en un solo acto mayor de insensatez: la expulsión masiva de españoles y la frustrada expedición española de reconquista. Esta fue producto de la soberbia y la irrealidad; aquella de una venganza anacrónica y autolesiva. Tras esos episodios, España no acosó más a México, ni México perpetró otra acción de “limpieza étnica”. Las relaciones entre México y España se establecieron en 1836. Los expulsados volvieron al lugar que por lealtad y nacimiento era suyo. Y a partir de entonces, en la cuenta larga de la historia, la cultura comenzó a dar a ambos países lo que la política había arrebatado: obra, obra perdurable.
Pongo solo dos ejemplos en el siglo XIX. Como inesperado símbolo de concordia, llegó a México la marquesa Fanny Calderón de la Barca, esposa de Ángel Calderón de la Barca, primer embajador español en México. Nadie, nunca, ni siquiera el barón de Humboldt, recogería con tan sutil cuidado y sensibilidad el paisaje humano de México como aquella mujer ligada a España que en buena medida fundó la literatura de viaje sobre este país. Otro caso es el de Joaquín García Icazbalceta, benemérito historiador nacido en México en 1825 que, habiendo sufrido de niño la expulsión, a su vuelta dedicó la vida a rescatar amorosamente, como editor, historiador y biógrafo, la huella cultural y civilizatoria de España en Nueva España y, por extensión natural, en México.
Como contraparte, un siglo más tarde, llegado el momento dramático de la guerra civil, México retribuiría a España con creces. La historiografía moderna ha reconocido esa saga de generosidad con la España republicana, imaginada y gestionada por Daniel Cosío Villegas y aprobada por Lázaro Cárdenas. Es natural y es justo: España requería de México y México estuvo a la altura. Pero hay que decir que esos transterrados, como los llamó José Gaos (Iglesia, Ímaz, Miranda, Dieste, Díez-Canedo, Xirau, León Felipe, Cernuda, María Zambrano, Gallegos Rocafull, Nicol, Ferrater Mora y decenas más), no solo se adaptaron a México, lo adoptaron. Su legado es un pilar de nuestra cultura humanística.
España retribuyó adicionalmente a México en un ámbito poco estudiado: la economía y la sociedad. Hay, en efecto, una historia social y económica que no ha tenido quien la escriba: me refiero a la de los cientos, miles de españoles que desde el siglo XIX, generación tras generación, vinieron a México con el espíritu de “hacer la América”: no a conquistarla, no a expoliarla, sencillamente a hacer una vida en este mundo nuevo, a trabajar a pesar de sus peligros, precariedades y revoluciones. ¿Dónde leer la saga de los españoles que vinieron “con una mano adelante y otra atrás” a trabajar con algún tío en una tienda atrás del mostrador y terminaron por construir empresas de toda índole: pan, papel y cartón, leche, cerveza, perfumería, imprentas, editoriales, almacenes, transportes, radiodifusoras, bancos? ¿Dónde está la historia de esos inmigrantes asturianos, catalanes, santanderinos, vascos, y de cada una de las provincias de España? No está escrita pero vive inscrita en el mapa productivo de México y en la experiencia cotidiana de las personas que trabajaron y trabajan aún en esas empresas creadoras de valor y riqueza que son parte del paisaje material y civil de México.
A esa dilatada historia cultural, económica y social apelo, y a ella me refiero, cuando digo que la rencorosa “embriaguez” de la que hablaba Valéry no es una pasión del pueblo mexicano. La reincidencia de esa embriaguez en la actitud del régimen actual no es más que el capítulo más reciente del uso político de la historia –gratuito, grosero e inútil en este caso– al que España, y en particular el rey de España, ha hecho bien en no responder. El “delirio de grandezas y persecuciones”, el desplante “amargo, soberbio, insoportable y vano” de erigirse en juez de la historia, merece solo el silencio. Por desgracia, un sector ultramontano de la política española ha caído en la tentación de contestar con la misma falsa moneda: no han sido menores sus desplantes de superioridad histórica, su racismo e insensibilidad ante la grandeza perdida de la civilización mesoamericana y la complejidad histórica y moral de la Conquista.
Tratándose de la Conquista, dejemos la historia en manos de los historiadores. Los ha habido serios y objetivos: mexicanos, españoles, europeos, americanos, serios y objetivos. De sus aportes, de sus arduas investigaciones, han brotado hipótesis nuevas, versiones diversas, acercamientos paulatinos a la inagotable verdad. Es a nosotros, los historiadores en ambas orillas, que nos corresponde la primera y la última palabra en esta república que no se rige por el poder sino por el conocimiento.
Sigamos pues, en España y México, con nuestro empeño. Dejemos a los políticos en sus pleitos: lo suyo es el denuesto, la descalificación, la mentira. Lo nuestro es la búsqueda de la verdad.
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Hace poco la república del poder ha querido revivir una querella antigua. Su actitud recuerda una sentencia de Paul Valéry: “La historia es el producto más peligroso que haya elaborado la química del intelecto. Sus propiedades son muy conocidas. Hace soñar, embriaga a los pueblos, engendra en ellos falsos recuerdos, exagera sus reflejos, mantiene sus viejas llagas, los atormenta en el reposo, los conduce al delirio de grandezas o al de persecuciones, y vuelve a las naciones amargas, soberbias, insoportables y vanas”.
Se dirá que la sombría reflexión corresponde puntualmente al pueblo mexicano en su relación con España. Lo cierto es que no es así, y no lo ha sido desde hace casi dos siglos. La querella entre la nación mexicana y la Corona española se dirimió en la Guerra de Independencia (1810-1821). A partir de ahí el destino de los mexicanos quedó en manos de los mexicanos. Desde entonces, toda apelación victimista al legado de España ha sido, más que una pasión arraigada, un recurso de las élites políticas para justificar su dominio, exhibir su ignorancia, enmascarar sus fracasos y ocultar sus errores.
Después de la Independencia, en 1829 España y México incurrieron, cada cual, en un solo acto mayor de insensatez: la expulsión masiva de españoles y la frustrada expedición española de reconquista. Esta fue producto de la soberbia y la irrealidad; aquella de una venganza anacrónica y autolesiva. Tras esos episodios, España no acosó más a México, ni México perpetró otra acción de “limpieza étnica”. Las relaciones entre México y España se establecieron en 1836. Los expulsados volvieron al lugar que por lealtad y nacimiento era suyo. Y a partir de entonces, en la cuenta larga de la historia, la cultura comenzó a dar a ambos países lo que la política había arrebatado: obra, obra perdurable.
Pongo solo dos ejemplos en el siglo XIX. Como inesperado símbolo de concordia, llegó a México la marquesa Fanny Calderón de la Barca, esposa de Ángel Calderón de la Barca, primer embajador español en México. Nadie, nunca, ni siquiera el barón de Humboldt, recogería con tan sutil cuidado y sensibilidad el paisaje humano de México como aquella mujer ligada a España que en buena medida fundó la literatura de viaje sobre este país. Otro caso es el de Joaquín García Icazbalceta, benemérito historiador nacido en México en 1825 que, habiendo sufrido de niño la expulsión, a su vuelta dedicó la vida a rescatar amorosamente, como editor, historiador y biógrafo, la huella cultural y civilizatoria de España en Nueva España y, por extensión natural, en México.
Como contraparte, un siglo más tarde, llegado el momento dramático de la guerra civil, México retribuiría a España con creces. La historiografía moderna ha reconocido esa saga de generosidad con la España republicana, imaginada y gestionada por Daniel Cosío Villegas y aprobada por Lázaro Cárdenas. Es natural y es justo: España requería de México y México estuvo a la altura. Pero hay que decir que esos transterrados, como los llamó José Gaos (Iglesia, Ímaz, Miranda, Dieste, Díez-Canedo, Xirau, León Felipe, Cernuda, María Zambrano, Gallegos Rocafull, Nicol, Ferrater Mora y decenas más), no solo se adaptaron a México, lo adoptaron. Su legado es un pilar de nuestra cultura humanística.
España retribuyó adicionalmente a México en un ámbito poco estudiado: la economía y la sociedad. Hay, en efecto, una historia social y económica que no ha tenido quien la escriba: me refiero a la de los cientos, miles de españoles que desde el siglo XIX, generación tras generación, vinieron a México con el espíritu de “hacer la América”: no a conquistarla, no a expoliarla, sencillamente a hacer una vida en este mundo nuevo, a trabajar a pesar de sus peligros, precariedades y revoluciones. ¿Dónde leer la saga de los españoles que vinieron “con una mano adelante y otra atrás” a trabajar con algún tío en una tienda atrás del mostrador y terminaron por construir empresas de toda índole: pan, papel y cartón, leche, cerveza, perfumería, imprentas, editoriales, almacenes, transportes, radiodifusoras, bancos? ¿Dónde está la historia de esos inmigrantes asturianos, catalanes, santanderinos, vascos, y de cada una de las provincias de España? No está escrita pero vive inscrita en el mapa productivo de México y en la experiencia cotidiana de las personas que trabajaron y trabajan aún en esas empresas creadoras de valor y riqueza que son parte del paisaje material y civil de México.
A esa dilatada historia cultural, económica y social apelo, y a ella me refiero, cuando digo que la rencorosa “embriaguez” de la que hablaba Valéry no es una pasión del pueblo mexicano. La reincidencia de esa embriaguez en la actitud del régimen actual no es más que el capítulo más reciente del uso político de la historia –gratuito, grosero e inútil en este caso– al que España, y en particular el rey de España, ha hecho bien en no responder. El “delirio de grandezas y persecuciones”, el desplante “amargo, soberbio, insoportable y vano” de erigirse en juez de la historia, merece solo el silencio. Por desgracia, un sector ultramontano de la política española ha caído en la tentación de contestar con la misma falsa moneda: no han sido menores sus desplantes de superioridad histórica, su racismo e insensibilidad ante la grandeza perdida de la civilización mesoamericana y la complejidad histórica y moral de la Conquista.
Tratándose de la Conquista, dejemos la historia en manos de los historiadores. Los ha habido serios y objetivos: mexicanos, españoles, europeos, americanos, serios y objetivos. De sus aportes, de sus arduas investigaciones, han brotado hipótesis nuevas, versiones diversas, acercamientos paulatinos a la inagotable verdad. Es a nosotros, los historiadores en ambas orillas, que nos corresponde la primera y la última palabra en esta república que no se rige por el poder sino por el conocimiento.
Sigamos pues, en España y México, con nuestro empeño. Dejemos a los políticos en sus pleitos: lo suyo es el denuesto, la descalificación, la mentira. Lo nuestro es la búsqueda de la verdad.
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