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Oriol Puigdemont
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Guste más o guste menos, Lewis Hamilton es una anomalía. Una fabulosa anomalía. Alguien capaz de destripar el corsé que toda la vida había cinchado una disciplina tan elitista como la Fórmula 1, para abrirla a la raza más sometida de la historia de la humanidad. En 2007, aquel tímido fenómeno de Stevenage (Gran Bretaña) se convirtió en el primer piloto negro del campeonato. Un campeonato que con él como principal reclamo ha engranado varias marchas más en niveles de relevancia y popularidad, hasta el extremo de haberse posicionado como el escaparate más potente de un sector con tanto músculo como el automovilístico. Al margen de viajar con el palmarés más opulento que haya existido, con siete títulos mundiales y una infinidad de récords que probablemente nunca se superen, la razón de ser de Hamilton ha pasado y pasa por liderar la cruzada contra las injusticias —movilizó a la mayoría de la parrilla en la lucha contra la discriminación racial—, y abanderar los imposibles.
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