Marianna_Fadel
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Excepto para espectadores despistados respecto a la personalidad y la obra anterior del señor que firma Megalópolis, es imposible que cualquier cinéfilo e incluso un público mayoritario olvide en algún momento el nombre de su creador. Y su significado en la historia del cine. Este señor se llama Francis Ford Coppola. Tiene 85 años. No se ha jubilado, pero rodar una película a su provecta edad puede estar relacionado con el definitivo testamento, la sensación de que es improbable que pueda seguir narrando historias con la cámara. Y hasta el receptor menos cultivado sabe que este hombre fue el creador de dos inapelables obras maestras tituladas El Padrino y El Padrino 2 (la tercera parte no llega a esas alturas sublimes) y también de aquel perturbador viaje al corazón de las tinieblas, situado en la guerra de Vietnam, que se titula Apocalypse now. Coppola ha realizado muchas más películas, y hay algunas que a mí me gustan mucho como La conversación o La ley de la calle, y otras que me resultan olvidables, pero ser el autor de la saga mafiosa le colocó mas allá del bien y del mal.
Y tenía referencias abrumadoras (aunque solo me fie absolutamente de mis propios gustos, de lo que a mí me provoque lo que veo y escucho) de que Megalópolis, su última criatura, era un desastre a todos los niveles. La observo con tanto pasmo como fatiga y llego a la misma conclusión. Coppola repite una y otra vez que Hollywood cada vez es más mezquino y que solo apuesta por fórmulas seguras. También repite hasta la saciedad que pudo hacerla por los 120 millones de dólares que él aportó de su propio bolsillo, vendiendo gran parte de los viñedos que posee en California.
Pues lamento mucho que creyera tan firmemente en su proyecto, que invirtiera en él su propio dinero, pero eso te da igual ante el resultado final de tanto esfuerzo, ante las ambiciones excesivas y con pretensiones de crear gran arte que manifiesta Coppola. Su película me parece un delirio sin un mínimo de gracia, con un argumento que me resulta imposible seguir, mezclando géneros (incluso hay numeritos musicales) de forma tan confusa y sin el menor interés.
Deduzco que su mayor empeño es demostrar que las mismas intrigas políticas y la obsesión por el poder absoluto que asolaron el Imperio Romano se están reproduciendo ahora o en un futuro muy próximo en Nueva York. Que personajes como Cicerón, Catilina, Craso y su significado social y político han resucitado, que el poder puede ser decisivo para el progreso, la utopía con causa, la democracia, o convertirse en feudo exclusivo de los totalitarios, los inmensamente ricos, los regresivos, los déspotas. Que las intrigas serán permanentes. Metiendo por medio las relaciones amorosas entre vástagos de las enfrentadas familias. Recitándote enterito el sublime monólogo del príncipe Hamlet que se inventó un tal Shakespeare. Fabricando un torrente de imágenes con afán experimentador y vanguardista que, en vez de fascinarme, me provocan mareo.
Y aunque parece ser que Coppola acortó el metraje inicial, los 140 minutos que dura se me hacen eternos. Adam Driver, actor al que parecen desear todos los autores del cine estadounidense, anda todo el rato por ahí con múltiples disfraces. Interpreta a un visionario progresista, tan sobrio en su gestualidad como implacable perseguidor de su sueño urbanístico. No consigue hipnotizarme. Lo único que tengo molestamente claro es un interrogante: ¿pero esto qué es, qué ha pretendido Coppola, por qué lo cuenta de esta forma? Ni puñetera idea.
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Y tenía referencias abrumadoras (aunque solo me fie absolutamente de mis propios gustos, de lo que a mí me provoque lo que veo y escucho) de que Megalópolis, su última criatura, era un desastre a todos los niveles. La observo con tanto pasmo como fatiga y llego a la misma conclusión. Coppola repite una y otra vez que Hollywood cada vez es más mezquino y que solo apuesta por fórmulas seguras. También repite hasta la saciedad que pudo hacerla por los 120 millones de dólares que él aportó de su propio bolsillo, vendiendo gran parte de los viñedos que posee en California.
Pues lamento mucho que creyera tan firmemente en su proyecto, que invirtiera en él su propio dinero, pero eso te da igual ante el resultado final de tanto esfuerzo, ante las ambiciones excesivas y con pretensiones de crear gran arte que manifiesta Coppola. Su película me parece un delirio sin un mínimo de gracia, con un argumento que me resulta imposible seguir, mezclando géneros (incluso hay numeritos musicales) de forma tan confusa y sin el menor interés.
Deduzco que su mayor empeño es demostrar que las mismas intrigas políticas y la obsesión por el poder absoluto que asolaron el Imperio Romano se están reproduciendo ahora o en un futuro muy próximo en Nueva York. Que personajes como Cicerón, Catilina, Craso y su significado social y político han resucitado, que el poder puede ser decisivo para el progreso, la utopía con causa, la democracia, o convertirse en feudo exclusivo de los totalitarios, los inmensamente ricos, los regresivos, los déspotas. Que las intrigas serán permanentes. Metiendo por medio las relaciones amorosas entre vástagos de las enfrentadas familias. Recitándote enterito el sublime monólogo del príncipe Hamlet que se inventó un tal Shakespeare. Fabricando un torrente de imágenes con afán experimentador y vanguardista que, en vez de fascinarme, me provocan mareo.
Y aunque parece ser que Coppola acortó el metraje inicial, los 140 minutos que dura se me hacen eternos. Adam Driver, actor al que parecen desear todos los autores del cine estadounidense, anda todo el rato por ahí con múltiples disfraces. Interpreta a un visionario progresista, tan sobrio en su gestualidad como implacable perseguidor de su sueño urbanístico. No consigue hipnotizarme. Lo único que tengo molestamente claro es un interrogante: ¿pero esto qué es, qué ha pretendido Coppola, por qué lo cuenta de esta forma? Ni puñetera idea.
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‘Megalópolis’, tan delirante como pretenciosa
La última película de Francis Ford Coppola es un delirio sin un mínimo de gracia, con un argumento imposible de seguir, mezclando géneros de forma confusa y sin el menor interés
elpais.com