damore.ole
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La espalda de Marisa Paredes enmarcada en el vestido verde de punto de seda de la gran Sybilla, mientras, desgarrada, canta el Piensa en mí de Luz Casal en Tacones lejanos; su figura y cuello de trazo evanescente, irreal en su elegancia, su melena inconfundible; la manera en la que sus ojos miraban de soslayo antes de girar el rostro... Todo ello la convertía en una actriz de otro tiempo, incluso cuando su tiempo la abrazaba y la ensalzaba.
Su distinción, sus gestos medidos la entroncaban con otro estilo de películas, aquellas en las que la luz cobraba mayor importancia que los efectos y la postproducción. Con ella entraba otro tempo y otra época: y, sin salir de la actual, nos hacía añorar la época clásica del cine.
Pertenecía a ese selecto grupo de mujeres para quienes la belleza resulta un complemento al que puede o no recurrir: así lo han hecho siempre las divas, pertenezcan al teatro, a la música o a la literatura, conscientes de que son la vía a través de las cual se expresa el talento, y no unas intérpretes comunes. Si se le pedía, descendía del drama al melodrama, e incluso en la tragedia había un guiño al humor, una brizna de ironía que convertía el gesto imposible en natural.
Como ocurre con las auténticas divas, su accesibilidad y su simpatía resultaban siempre una sorpresa, el regalo que quien puede hace a quien quizás no se lo merezca. Porque es cierto que ya casi no quedan estrellas como las de antes, pero tampoco el público es el mismo ni en respeto ni en formación ni en interés real al que antes se acercaba al aeropuerto a recibir a un artista.
Cuando he leído su edad, he reparado en que nunca la recordaba joven, sino en esa madurez abrumadora, mil veces más interesante que el atractivo de los primeros años. Esa es quizás la clave para entrar sin estridencias, sin grandes alharacas, como lo ha hecho ella, en la eternidad.
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