fabian.boyer
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Marina es un título fiel en el Teatro de la Zarzuela. Hasta en 23 ocasiones ha subido a las tablas del venerable teatro, incluyendo el que vio la luz el miércoles por la noche. Las tres últimas producciones son, además, de este siglo XXI. Puede parecer una paradoja para una obra lírica que nació como zarzuela en 1855, pero ya en 1871 se había convertido en ópera y que se presentó como tal en el Teatro Real, intentando hacer una fisura en el cerrado italianismo del regio teatro. Su autor, Emilio Arrieta (1821-1894), fue uno de los compositores con mejor formación musical y lírica de la España de su época, la del Romanticismo, y su Marina se considera uno de los hitos del romanticismo español.
Marina, pese a su innegable belleza musical y el magisterio técnico del compositor, no deja de pecar de convencionalismos de época que dificultan cualquier actualización. Por ello tiene mucho mérito la lectura que realiza Bárbara Lluch desde una dirección de escena sutil y ambiciosa a la vez. La historia de amor entre Marina y Jorge y los consiguientes malentendidos en los que se enredan demasiado tiempo para la simpleza de la peripecia, Lluch los ve como un retrato de las “inseguridades, los complejos y la incertidumbre” de una pareja muy joven e inmadura, pese al derroche de emocionalidad y el consiguiente sufrimiento acarreado. Lluch tiene, para esta lectura, una fuerte complicidad con los cantantes que protagonizan esta producción. Especialmente la soprano Sabina Puértolas (me remito al primer reparto, pero imagino que el segundo hará lo mismo), hace un alarde de ingenuidad juvenil que aclara el punto de vista de la directora escénica. En lo que respecta a su compañero, el tenor Ismael Jordi, aunque maneja las mismas coordenadas, el rol de personaje envarado y falsamente seguro de sí mismo tiene menos matices que Marina. En cualquier caso, esta visión de la pareja, aun sutil, es salvadora para la producción; se hace muy pesado tanto tiempo de sufrimiento y agobio por un sencillo malentendido.
El resto de la producción, hablando teatralmente, es convencional, pero saludablemente convencional. Hay un pueblo marinero (sorprendentemente es Lloret de Mar), muy bien dibujado escénicamente por Daniel Bianco, unos personajes secundarios y coro bien movidos, cuando bailan lo hacen bien sin desencajar en la teatralidad, la luz de Albert Faura permite la lectura de la historia y recrea bien las distintas atmósferas, el vestuario de Sabina Atlanta es ampliamente adecuado y las video proyecciones de Pedro Chamizo espacializan bien la siempre complicada caja escénica del Teatro de la Zarzuela.
Por supuesto el tono equilibrado y amable de la puesta en escena tiene también su apoyo en los secundarios, especialmente el personaje de Roque, perfectamente interpretado por un veterano como Juan Jesús Rodríguez; pero cumple bien Rubén Amoreti en el ingrato papel de Pascual, el que quiere casarse con Marina aprovechando el lío sentimental en el que está a punto de naufragar la pareja.
En suma, se trata de una producción elegante e inteligente y que busca y consigue contar la historia sin salirse de los raíles de la prudencia que prima siempre en el Teatro de la Zarzuela.
Pero, pese al esfuerzo realizado por todo el equipo artístico, Marina no deja de quedar lastrada por dificultades de concepción, que no tienen nada que ver con el dilema constante de si es mejor como zarzuela o como ópera. Se le achacó a su primer libretista, Francisco Camprodón, limitaciones para vestir literariamente esta historia. La crítica actual matiza estas limitaciones. Después de todo, Camprodón, hombre de su época, se alinea con los libretistas contemporáneos suyos, los del primer Verdi, por ejemplo. El público del periodo pedía eso y ellos se lo daban.
Pero hay matices, ya que citamos a Verdi, había en el italiano una pulsión histórica que proporcionaba una tensión que falta en los hispanos del periodo. Esta Marina sucede en un pueblo sin historia y sin contexto, si sufren por amor eso es todo lo que les sucede. Pero si se quiere ver lo que es un libretista eficaz comparado con otro que no lo es tanto, la adaptación de Marina de zarzuela a ópera brinda un ejemplo de libro. En la versión operística, encargada a Miguel Ramós Carrión, tras el fallecimiento de Camprodón, se ve la diferencia, en el segundo acto de la versión operística toda la escritura es de Ramos Carrión, y se percibe una mejora sustancial; un libreto funciona bien cuando consigue que la música fluya. En el primer acto, el texto enreda a la música que tiene que musicalizar los cantables con exceso de melismas; en el segundo acto de Ramos Carrión la música es silábica con naturalidad, todo se entiende mejor y el ritmo del texto y el de la música se acoplan adecuadamente. Afortunadamente, en el tercer acto, aun de Camprodón pero con intervenciones de Ramos Carrión, se encuentran las páginas más populares de la pieza, el celebérrimo “A beber, a beber y apurar…”, o las coplas de Roque, además de unos coros en los que Arrieta demuestra una solvencia poco habitual en la España de entonces, con la excepción de Barbieri.
Se puede resumir diciendo que Marina es un clásico del romanticismo español y de la magra historia de nuestra lírica, pero su actualización se hace complicada para los no habituales del teatro lírico, los que se emocionan, casi por sistema, con los finales en agudos y las cadencias mayores.
Afortunadamente, el público que acude fielmente a “su” Teatro de la Zarzuela busca esto y lo encuentra, y generalmente bien hecho.
Queda, por último, el juicio de la parte musical de la producción. Juicio que es globalmente favorable. La pareja protagonista, ya citada por la parte teatral, tienen madera suficiente para sostener unos roles nada sencillos, papeles con textura de óperas exigentes. Sabina Puértolas encara su repertorio de sobreagudos y sus momentos de floritura con suficiencia, quizá algo más fríos en los primeros momentos, cuando la voz aún no ha calentado del todo, pero en general muy bien. Si le añadimos la excelente actuación teatral ya citada, encontramos una actuación sobresaliente. Ismael Jordi, en el rol de Jorge, tiene también una actuación vocal espléndida y no son pocos los momentos complicados, de tenor romántico sin miedo a las alturas. En cuanto a Juan Jesús Rodríguez, como el misógino y dicharachero Roque, canta y actúa con la seguridad del veterano que hace de veterano. Estamos, en general ante un reparto muy bien elegido y mejor preparado, en lo teatral y en lo vocal. Y queda, por último, la columna vertebral sonora, la orquesta, el coro y el director musical, José Miguel Pérez-Sierra. Seguro y con autoridad, Pérez-Sierra concierta excelentemente un conjunto complejo y amplio sin aparente desánimo. La música engarza admirablemente de foso a escena, lo que brinda un sobresaliente al bloque sonoro de la producción.
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Marina, pese a su innegable belleza musical y el magisterio técnico del compositor, no deja de pecar de convencionalismos de época que dificultan cualquier actualización. Por ello tiene mucho mérito la lectura que realiza Bárbara Lluch desde una dirección de escena sutil y ambiciosa a la vez. La historia de amor entre Marina y Jorge y los consiguientes malentendidos en los que se enredan demasiado tiempo para la simpleza de la peripecia, Lluch los ve como un retrato de las “inseguridades, los complejos y la incertidumbre” de una pareja muy joven e inmadura, pese al derroche de emocionalidad y el consiguiente sufrimiento acarreado. Lluch tiene, para esta lectura, una fuerte complicidad con los cantantes que protagonizan esta producción. Especialmente la soprano Sabina Puértolas (me remito al primer reparto, pero imagino que el segundo hará lo mismo), hace un alarde de ingenuidad juvenil que aclara el punto de vista de la directora escénica. En lo que respecta a su compañero, el tenor Ismael Jordi, aunque maneja las mismas coordenadas, el rol de personaje envarado y falsamente seguro de sí mismo tiene menos matices que Marina. En cualquier caso, esta visión de la pareja, aun sutil, es salvadora para la producción; se hace muy pesado tanto tiempo de sufrimiento y agobio por un sencillo malentendido.
El resto de la producción, hablando teatralmente, es convencional, pero saludablemente convencional. Hay un pueblo marinero (sorprendentemente es Lloret de Mar), muy bien dibujado escénicamente por Daniel Bianco, unos personajes secundarios y coro bien movidos, cuando bailan lo hacen bien sin desencajar en la teatralidad, la luz de Albert Faura permite la lectura de la historia y recrea bien las distintas atmósferas, el vestuario de Sabina Atlanta es ampliamente adecuado y las video proyecciones de Pedro Chamizo espacializan bien la siempre complicada caja escénica del Teatro de la Zarzuela.
Por supuesto el tono equilibrado y amable de la puesta en escena tiene también su apoyo en los secundarios, especialmente el personaje de Roque, perfectamente interpretado por un veterano como Juan Jesús Rodríguez; pero cumple bien Rubén Amoreti en el ingrato papel de Pascual, el que quiere casarse con Marina aprovechando el lío sentimental en el que está a punto de naufragar la pareja.
En suma, se trata de una producción elegante e inteligente y que busca y consigue contar la historia sin salirse de los raíles de la prudencia que prima siempre en el Teatro de la Zarzuela.
Pero, pese al esfuerzo realizado por todo el equipo artístico, Marina no deja de quedar lastrada por dificultades de concepción, que no tienen nada que ver con el dilema constante de si es mejor como zarzuela o como ópera. Se le achacó a su primer libretista, Francisco Camprodón, limitaciones para vestir literariamente esta historia. La crítica actual matiza estas limitaciones. Después de todo, Camprodón, hombre de su época, se alinea con los libretistas contemporáneos suyos, los del primer Verdi, por ejemplo. El público del periodo pedía eso y ellos se lo daban.
Pero hay matices, ya que citamos a Verdi, había en el italiano una pulsión histórica que proporcionaba una tensión que falta en los hispanos del periodo. Esta Marina sucede en un pueblo sin historia y sin contexto, si sufren por amor eso es todo lo que les sucede. Pero si se quiere ver lo que es un libretista eficaz comparado con otro que no lo es tanto, la adaptación de Marina de zarzuela a ópera brinda un ejemplo de libro. En la versión operística, encargada a Miguel Ramós Carrión, tras el fallecimiento de Camprodón, se ve la diferencia, en el segundo acto de la versión operística toda la escritura es de Ramos Carrión, y se percibe una mejora sustancial; un libreto funciona bien cuando consigue que la música fluya. En el primer acto, el texto enreda a la música que tiene que musicalizar los cantables con exceso de melismas; en el segundo acto de Ramos Carrión la música es silábica con naturalidad, todo se entiende mejor y el ritmo del texto y el de la música se acoplan adecuadamente. Afortunadamente, en el tercer acto, aun de Camprodón pero con intervenciones de Ramos Carrión, se encuentran las páginas más populares de la pieza, el celebérrimo “A beber, a beber y apurar…”, o las coplas de Roque, además de unos coros en los que Arrieta demuestra una solvencia poco habitual en la España de entonces, con la excepción de Barbieri.
Se puede resumir diciendo que Marina es un clásico del romanticismo español y de la magra historia de nuestra lírica, pero su actualización se hace complicada para los no habituales del teatro lírico, los que se emocionan, casi por sistema, con los finales en agudos y las cadencias mayores.
Afortunadamente, el público que acude fielmente a “su” Teatro de la Zarzuela busca esto y lo encuentra, y generalmente bien hecho.
Queda, por último, el juicio de la parte musical de la producción. Juicio que es globalmente favorable. La pareja protagonista, ya citada por la parte teatral, tienen madera suficiente para sostener unos roles nada sencillos, papeles con textura de óperas exigentes. Sabina Puértolas encara su repertorio de sobreagudos y sus momentos de floritura con suficiencia, quizá algo más fríos en los primeros momentos, cuando la voz aún no ha calentado del todo, pero en general muy bien. Si le añadimos la excelente actuación teatral ya citada, encontramos una actuación sobresaliente. Ismael Jordi, en el rol de Jorge, tiene también una actuación vocal espléndida y no son pocos los momentos complicados, de tenor romántico sin miedo a las alturas. En cuanto a Juan Jesús Rodríguez, como el misógino y dicharachero Roque, canta y actúa con la seguridad del veterano que hace de veterano. Estamos, en general ante un reparto muy bien elegido y mejor preparado, en lo teatral y en lo vocal. Y queda, por último, la columna vertebral sonora, la orquesta, el coro y el director musical, José Miguel Pérez-Sierra. Seguro y con autoridad, Pérez-Sierra concierta excelentemente un conjunto complejo y amplio sin aparente desánimo. La música engarza admirablemente de foso a escena, lo que brinda un sobresaliente al bloque sonoro de la producción.
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‘Marina’: vuelve con lustre la ópera que no quiso ser zarzuela
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