Frederique_Flatley
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Apenas han pasado tres años desde la irrupción en Europa de la argentina Marina Otero, pero amasa ya una legión de seguidores en los circuitos teatrales de vanguardia. Es bailarina y coreógrafa, pero en sus espectáculos no solo hay danza sino también palabras, vídeos, boleros o canciones pop a todo volumen. Todo ello creado, fusionado e interpretado por la propia artista, que se toma a sí misma como materia prima de creación: su vida, su mente y su cuerpo. Son autobiografías atravesadas por un sentimiento trágico, un pensamiento punk y una voluntad de provocación que le llevan a explorar todo hasta el extremo e incluso el patetismo. El amor, el dolor, la violencia, el baile. Es lo que seduce de Marina Otero.
Por eso cuando se escribe o se habla de esta creadora se cita a menudo a la española Angélica Liddell. Es referente declarado de la argentina, pero la comparación no es pertinente más allá de lo autobiográfico, el desgarro y la impudicia. La palabra de Agélica Liddell es densa, metafórica y poderosa, mientras que la de Marina Otero es prosaica. La poética en su caso emana del cuerpo.
Causó sensación la primera obra que presentó en España, Fuck me, tercera entrega de su proyecto Recordar para vivir, tras Andrea y Recordar 30 años para vivir 65 minutos. En aquella el punto de partida fue una hernia discal que le impedía bailar, por lo que escogió a seis bailarines desnudos para que tomaran su lugar en el escenario sometiéndose a sus órdenes. Después vino Love me, pieza íntima de pequeño formato, menos sugerente y de escasa acción, con la artista sentada en silencio frente al público mientras se proyectan sus reflexiones sobre sí misma en una pantalla de fondo. Instalada ahora en Madrid, acaba de estrenar en los Teatros del Canal un nuevo capítulo, Kill me, que recupera algo de la fuerza que tuvo Fuck me porque vuelve a poner el cuerpo en el centro de la creación.
La pieza comienza con la proyección de un vídeo de unos 15 minutos que mezcla vídeos personales grabados con el teléfono móvil, fotografías o collages, mientras la voz en off de la autora se recrea en un fracaso amoroso y nos cuenta cómo cayó en la locura de amor. Asegura también que le diagnosticaron TLP (trastorno límite de la personalidad) y que la obra que estamos viendo es un acto de reconstrucción a través de la ficción: su objetivo es erigir un alter ego de Marina Otero violento y vengador como Sarah Connor, personaje de la saga cinematográfica Terminator, acompañada en escena por otros cinco intérpretes (cuatro mujeres y un hombre) relacionados de alguna manera con las enfermedades mentales.
Pero el relato tiende al regodeo y se hace largo. Lo interesante empieza cuando aparecen los cuerpos y la función se llena de capas. Primero los de Marina Otero y las otras cuatro intérpretes, que irrumpen en escena solo calzadas con botas y rodilleras, violentas y a la vez vulnerables en su desnudez, peluca pelirroja idéntica: es un alter ego clónico. El conjunto es hipnótico porque sintetiza visualmente el monólogo anterior. Después saldrá el actor Tomás Pozzi como una especie de encarnación del mítico bailarín Nijinsky: no tanto del personaje como de su locura. A partir de ahí, cada una de las intérpretes se irá despojando de su peluca para narrarnos sus relaciones con la locura. Lo cuentan con palabras, bailando, cantando, pero sobre todo con una verdad corporal emocionante. Magníficas todas: Ana Cotoré, Josefina Gorostiza, Myriam Henne-Adda y Natalia Lopéz Godoy.
Lo potente del espectáculo no es tanto la exploración del yo, sino que convierte ese viaje en experiencia estética. Esa es la voz singular de Marina Otero.
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Por eso cuando se escribe o se habla de esta creadora se cita a menudo a la española Angélica Liddell. Es referente declarado de la argentina, pero la comparación no es pertinente más allá de lo autobiográfico, el desgarro y la impudicia. La palabra de Agélica Liddell es densa, metafórica y poderosa, mientras que la de Marina Otero es prosaica. La poética en su caso emana del cuerpo.
Causó sensación la primera obra que presentó en España, Fuck me, tercera entrega de su proyecto Recordar para vivir, tras Andrea y Recordar 30 años para vivir 65 minutos. En aquella el punto de partida fue una hernia discal que le impedía bailar, por lo que escogió a seis bailarines desnudos para que tomaran su lugar en el escenario sometiéndose a sus órdenes. Después vino Love me, pieza íntima de pequeño formato, menos sugerente y de escasa acción, con la artista sentada en silencio frente al público mientras se proyectan sus reflexiones sobre sí misma en una pantalla de fondo. Instalada ahora en Madrid, acaba de estrenar en los Teatros del Canal un nuevo capítulo, Kill me, que recupera algo de la fuerza que tuvo Fuck me porque vuelve a poner el cuerpo en el centro de la creación.
La pieza comienza con la proyección de un vídeo de unos 15 minutos que mezcla vídeos personales grabados con el teléfono móvil, fotografías o collages, mientras la voz en off de la autora se recrea en un fracaso amoroso y nos cuenta cómo cayó en la locura de amor. Asegura también que le diagnosticaron TLP (trastorno límite de la personalidad) y que la obra que estamos viendo es un acto de reconstrucción a través de la ficción: su objetivo es erigir un alter ego de Marina Otero violento y vengador como Sarah Connor, personaje de la saga cinematográfica Terminator, acompañada en escena por otros cinco intérpretes (cuatro mujeres y un hombre) relacionados de alguna manera con las enfermedades mentales.
Pero el relato tiende al regodeo y se hace largo. Lo interesante empieza cuando aparecen los cuerpos y la función se llena de capas. Primero los de Marina Otero y las otras cuatro intérpretes, que irrumpen en escena solo calzadas con botas y rodilleras, violentas y a la vez vulnerables en su desnudez, peluca pelirroja idéntica: es un alter ego clónico. El conjunto es hipnótico porque sintetiza visualmente el monólogo anterior. Después saldrá el actor Tomás Pozzi como una especie de encarnación del mítico bailarín Nijinsky: no tanto del personaje como de su locura. A partir de ahí, cada una de las intérpretes se irá despojando de su peluca para narrarnos sus relaciones con la locura. Lo cuentan con palabras, bailando, cantando, pero sobre todo con una verdad corporal emocionante. Magníficas todas: Ana Cotoré, Josefina Gorostiza, Myriam Henne-Adda y Natalia Lopéz Godoy.
Lo potente del espectáculo no es tanto la exploración del yo, sino que convierte ese viaje en experiencia estética. Esa es la voz singular de Marina Otero.
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Marina Otero: una exploración punk de la locura
El nuevo espectáculo de la bailarina y coreógrafa argentina de moda en Europa se vive como una experiencia estética por momentos muy poderosa
elpais.com