Manuel Vilas y Marta Sanz, dos autores entre el espejismo del éxito y la vulnerabilidad del escritor

Kristin_McKenzie

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Es un día de septiembre por la mañana. Dos escritores posan, sus maltratadas espaldas contra la pared, al otro lado de la calle. El fotógrafo les da indicaciones. “Manuel, la mano en el bolsillo”. La escritora se ríe. “No estás muy fino hoy, Manuel”, le dice. Manuel mira a cámara, y al cabo, responde: “Yo es que querría estar tan flaco como Marta”. “Pero si estás flaco”, le dice Marta.

Manuel Vilas (Barbastro, 62 años) y Marta Sanz (Madrid, 57 años) crecieron en lugares dispares, en familias muy distintas, y sin embargo, en algún sentido, parecidas. Se fijaron en cosas opuestas, empezaron a escribir, estudiaron una misma carrera —Filología Hispánica: la complicidad es inmediata al recordarlo—, siguieron escribiendo, saltaron al ring de la literatura española, desde una periferia en ambos casos, y por razones diferentes, maldita, y se abrieron camino, a base de nunca renunciar a una voz única, en cada caso, que fue moldeándose, y asentándose, creciendo y deslumbrando, con el tiempo, y al final, se hicieron, se han hecho, con un trono que no parece exactamente un trono. Pero ¿existe la sola idea de un trono literario en España?

“Si ha llegado el éxito, querría saber”, se pregunta, en un momento dado de la apasionante, y extremadamente vilasiana —un regreso a la voz feroz y profunda, tristísima y a la vez, jocosísima de Ordesa, y Los inmortales— El mejor libro del mundo (Destino), la última novela de Manuel Vilas, un personaje que se llama como él y que, desde una primera persona poética y encantadoramente salvaje, dibuja el desencanto de toda una vida dedicada a tratar de alcanzar lo que, a todas luces, parece, en España, un espejismo.

Los escritores Marta Sanz y Manuel Vilas en la librería Rafael Alberti, en Madrid.

Ese éxito que despacha la palabra respeto, como dice Marta Sanz en su poderoso e indomesticablemente íntimo y personal, y por eso, político y, sobre todo, social, Los íntimos (Anagrama), una atalaya “chismográfica”, fieramente adictiva, desde la que plantarse cara a una misma y al mundo y, por una vez, “no pedir perdón” por nada. “Quería que todo aquello que normalmente queda fuera de la literatura, las amistades literarias, el mercado, lo que representas, lo que haces cada día, estuviera en el libro, porque todo eso configura tu mirada y tu voz, porque tu medio de vida está en lo que haces”, apunta.

Sorprendidos ante lo parecido de aquello que cada uno ha construido ante su teclado, a solas, lejos, esto es, en cada caso, un libro que rinde cuentas, o inventaría, de alguna forma, su condición de escritores respetados, y sin embargo, extremadamente vulnerables —”la vulnerabilidad es terrible, sólo te sientes vulnerable”, confiesa Vilas, una vulnerabilidad que vincula, no a lo económico, sino a la constante exposición pública—, se preguntan, en primer lugar, por qué. Por qué ahora. Por qué ambos. Tan a la vez que incluso el día en que sus libros llegan a librerías es el mismo: el 25 de septiembre.

Su condición de estrellas en un sistema pobladísimo al que no resulta sencillo acceder no les impide temer la invisibilidad

Ocupan, cada uno, una silla, frente a frente, en el piso de arriba de la librería Alberti de Madrid. De fondo, ejemplares de Policán, y Las brujas, de Roald Dahl, cientos de libros infantiles y juveniles. “No es casualidad que estemos haciendo esto ahora. Creo que es un poco, o así lo veo yo, la conciencia de un mundo literario que se acaba. Diría que el tono es claramente elegíaco. También en el vinculado a la edad”, dice Sanz, que se siente cansada de no poder dejar los caminos, ese ir y venir de un pueblo a otro, ese enlazar charlas, clubes de lectura, festivales. Ese no parar. Nunca parar.

Sanz debutó en 1995 en Debate, a las órdenes de Constantino Bértolo, con El frío, y con su tercera novela, Los mejores tiempos, se alzó con el Premio Ojo Crítico de Narrativa. Corría el año 2001. Para 2006, sería finalista del Premio Nadal, y primero publicaría Lección de anatomía en RBA en 2008 y luego la reeditaría en Anagrama, la editorial que la colocó en la posición preponderante, clave en la cultura española de los últimos 15 años, que tiene. Vilas, por su parte, inició su andadura al amparo de la revolución que supuso la Generación Nocilla, publicando a la vez modestamente novísimas formas narrativas como Zeta (2002) o España (2008)— en DVD Ediciones y su poesía en Visor. Luego saltó a Alfaguara, donde, hasta el éxito de Ordesa (2018), se tenía por escritor de culto. Su siguiente novela fue finalista del Planeta, y en 2023 se hizo con el Premio Nadal.

Su condición de estrellas de un sistema pobladísimo al que no resulta sencillo acceder no les impide temer la invisibilidad. “En nuestra neurosis”, dice Marta, “tiene mucha importancia la violencia de un sistema cultural cada vez más marcado por el capitalismo: el movimiento perpetuo, la alienación, la autoexplotación”. “Hay dos países en este mundo: la visibilidad y la invisibilidad social”, apunta Manuel en El mejor libro del mundo. Y también: “Por mucho que quieras ser otra cosa, siempre serás un escritor español”, lo que significa que “heredas a tu país entero”, su tradición, sus maldiciones, su posición literaria internacional, la clase de importancia que se la da a tu obra, y a esa condición de espejismo del éxito, que sólo los demás ven, que para ti no es más que trabajo, cierta culpa, la conciencia del privilegio —”porque somos unos privilegiados, lo sabemos”, coinciden— y a la vez, la de “lo mucho que has trabajado y el contraste de ese trabajo con el de otros, y la sensación de que ya no te queda tiempo”, dice Sanz, y cita a Lola Herrera: “No soy una estrella, no he llegado, yo estoy”.

Los escritores Marta Sanz y Manuel Vilas en la librería Rafael Alberti, en Madrid.

¿Y en qué consiste estar? “En eso que también digo en el libro de que soy un poder cultural, pero no puedo hacer nada por mí. Me piden cartas de recomendación para que le den una beca que a mí jamás me hubieran concedido, o creen que mis presentaciones o mis fajas pueden avalar sus obras. Soy consciente del privilegio, pero también de que asumir el éxito en un mundo que no está bien hecho es una manera de equivocarse”, responde Sanz, que confiesa que envidia los ingresos de Manuel Vilas, a lo que Vilas responde: “¡Y yo los de Vargas Llosa!”. “Muchos lectores perciben de igual manera a los escritores, pero dentro de la literatura también hay clases sociales, y hay una asimetría entre cómo la gente te ve y cómo considera que tienes que estar satisfecho, empoderado, agradecido, disfrutando de todos tus privilegios y cómo tú te ves”, añade Sanz, que permite, en Los íntimos, hacerse una idea de qué manera el escritor vive en una irrealidad constante. “Vivimos con un pie arriba, y un pie abajo, en los jardines de Formentor un día, y en una casa okupada de Vallecas al siguiente. Un mes cobrando un buen dinero y varios meses sin cobrar un euro”, dice.

También dice que el concepto de literatura ha cambiado en los últimos tiempos. “Todo lo que yo he ido aprendiendo como escritora me viene de mis esfuerzos y la curiosidad, de ver la literatura como una manera de acercarte al mundo no basada en la literalidad ni en la explicación continua de las cosas. Llevo 30 años ejercitándome en esa visión del mundo, que heredé de mi abuelo, un mecánico melómano, y ahora veo que mucha gente valora en los libros todo aquello que me parece intolerable. La explicitud, la literalidad. Ese tomarse la lectura no como un viaje en el que estás asumiendo un riesgo sino como una forma de hacer turismo. Yo creo que los textos literarios están fundamentalmente gentrificados hoy en día, porque hay un público lector que lo único que quiere es que le digan que su visión del mundo es la correcta”, se explica la autora de Clavícula.

Parte del descrédito de la literatura es culpa, coinciden Vilas y Sanz, de sus mayores, esto es, de los escritores españoles que les precedieron. No dan nombres. Además de ignorarlos, como no ocurre en su caso —Sanz confiesa sentir “una conexión muy grande” con escritoras más jóvenes— desactivaron sus posibilidades revolucionarias “desde ese esnobismo sofisticado de darle a la literatura un adorno superlativo de inutilidad, como si fuese algo aristocratizante y más elevado”, en opinión de Vilas. “Decían que la literatura no servía para nada. Que era un mero divertimento. Y claro que lo es, pero también es una forma de conocimiento y de intervención en la realidad”, añade Sanz, que cree que el “grado de simplificación y polarización vital en el que vivimos” no sería tal si hubiéramos puesto a la literatura en su lugar. Y con ella, a los escritores. “Yo asumo mi responsabilidad, y sé que tengo que hacer bien mi trabajo, pero desde una falsa humildad y una dejación de funciones, lo que hemos hecho ha sido meter la pata”, dice Sanz. Vilas se muestra de acuerdo, e invoca el vitalismo de todo escritor.

“La literatura está vinculada al milagro de estar vivo. Es casi un atavismo. Yo siento la necesidad de cantar a la vida, y por eso escribo. Todo escritor es un gran vitalista. Y la novela, el único lugar desde el que hoy poder lanzar una bomba atómica”, dice Vilas. Una bomba atómica moral, social, política. Como la que contiene El mejor libro del mundo —título que hace referencia a la imposibilidad de escribir aquello a lo que aspira todo escritor, el mejor libro del mundo, y su inevitable, y beckettiano, fracaso—, metralla rabiosamente ingeniosa, elevada, contra todo aquello que el escritor esconde. Su miedo a dejar de importar. La humillación que supone hasta el más inocuo de los comentarios —”no soporto el véndeme tu libro”, dice Sanz; “yo sufro como Cristo en la cruz cuando alguien dice que no le ha gustado, porque le he fallado, he hecho mal mi trabajo, es culpa mía”, dice Vilas—, el machismo y el agravio de la crítica —”ciertos críticos, en España, odian la vida, y no se puede amar la literatura si odias la vida”, sentencia Vilas, y Sanz recuerda cómo su primera novela, reseñada en este suplemento, El frío, fue adjudicada por el crítico, Ignacio Echevarría, a Ana Santos—, las zancadillas, en todas partes.

Parte del descrédito de la literatura, creen, es culpa de sus mayores, que desactivaron sus posibilidades revolucionarias

Los dos se confiesan aterrados cada vez que publican nuevo libro. “Con los años cada vez más”, coinciden. “Yo noto que cada vez tengo la piel más fina, y reivindico el derecho a que así sea en este momento de discursos del odio”, dice Sanz. “A mí me pasa lo mismo. Hace 25 años no me importaba. Ahora le tengo pánico. Por la vulnerabilidad. Tú eres tu libro. Le sobran páginas. O te repites, te pueden decir. Es como si te dijeran que eres feo constantemente”, dice Vilas. “Cosa que a las mujeres nos dicen permanentemente”, le responde Sanz. ¿Y las envidias? ¿Cómo vive el escritor español las envidias? ¿Se lleva bien con el resto? Pese a que cada uno admite —ambos libros son confesiones, como ellos dicen, autobiografía, que no autoficción, “¿por qué anda todo el mundo contra la autoficción hoy en día?”, se pregunta Vilas— enfadarse cuando no ve sus libros en las librerías —o no los ve destacados—, siempre desde, como diría Vilas, “la comedia”, “eso que viene a salvarte cuando aparece la tragedia”, creen que hoy en día las envidias entre escritores no son tantas, porque “los que viven de escribir son más”.

Los escritores Marta Sanz y Manuel Vilas, con Laura Fernández, en la librería Rafael Alberti, en Madrid.

“Una de las maneras de medir el éxito es poderte dedicar a esto. Pagar las facturas con tus artículos, tus derechos de autor y tus conferencias. En la medida en que eso le pasa a más gente, y no sólo a 15 o 20 como era costumbre hace 20 años, esa idea de la envidia, y el rencor se ha mitiga”, dice Vilas. “Hoy existe más una batalla ideológica, por adhesión o simpatías a unas posturas políticas u otras”, opina Sanz. “La vida de un escritor es de una vulnerabilidad brutal”, sentencia Vilas, e insiste en lo terrorífico de la exposición pública. “Yo estoy cansada, y vivo con resentimiento muchos momentos de mi trayectoria literaria pero eso no significa que no esté profundamente agradecida. Ambas palabras pueden parecer antagónicas pero no lo son”, dice Sanz, que querría poder salir a la calle a aprender, en todas partes, de todo el mundo. “No necesito tanto que Bisbal vaya al Teatro Real como que se pueda hablar de Virgilio en la barra de los bares”, dice.

Hablamos de dinero y del valor de la cultura en la sociedad. “Yo tengo un piso en propiedad después de 30 años de trabajo a lo bestia. Mi padre liquidó mi hipoteca con sus ahorros. Yo no habría podido. La gente puede percibir lo que quiera, pero mi capital es sobre todo simbólico y sirve para desactivar mi crítica políticamente porque se supone que encubre grandes privilegios monetarios”, apunta Sanz, que añade “mi inmejorable situación y mi buena salud —estoy fundida— hablan del buen estado general de la cultura española más allá de la cursilería y la demagogia”. “Te dicen que a una señora de Getafe no le va a interesar lo que haces, pero le interesa, y mucho”. Ambos han podido comprobarlo. No hacen otra cosa que ir de un pueblo a otro. Al final de Los íntimos, Marta Sanz le pregunta a Siri quiénes son sus autores españoles favoritos. Y el algoritmo le responde que “entre sus preferidos, destacan Manuel Vilas y Marta Sanz”. ¿Y no es eso el éxito?

El mejor libro del mundo podría responder con citas que harían palidecer a esa idea de éxito. Como la que dice: “El destino de los escritores españoles es el olvido profundo, del que sólo se han salvado dos en 500 años, Cervantes y Lorca”. El de Sanz blandiría el momento en el que la escritora lamenta que la mansión nunca llegará. El escritor se deprime, aprende a convivir con sus demonios, aprende a no esperar nada, y sigue escribiendo, en el caso de Vilas y Sanz, por las mañanas, allá donde estén, en Talavera de la Reina, o Guadalajara, México, porque por las mañanas es cuando tienen el cerebro más despierto, aún, dicen, y pese a todo, por supuesto, esperan seguir sentados, jugando, porque, como dice el narrador de El mejor libro del mundo, la literatura bien podría ser como una mesa de póker, donde lo importante no es ganar sino seguir sentado, horas, días, meses, años, hasta el final.

‘El mejor libro del mundo’, Manuel Vilas. Destino, 2024. 592 páginas, 22,90 euros.

‘Los íntimos (Memoria del pan y las rosas)’, Marta Sanz. Anagrama, 2024. 504 páginas, 22,90 euros.

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