Arely_Nolan
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Manuel Vilas (Barbastro, 1962) viste unos vaqueros rectos y una camisa clara estampada. Lleva unos zapatos azules, de piel, unos calcetines burdeos y un reloj blanco: a él le encantan estas cosas. En su despacho hay una maleta abierta, un escritorio desordenado, una silla con tres americanas colgadas en el respaldo y un aroma a vida rápida, como de puerta a punto de cerrarse. «Mañana me voy otra vez», dice el hombre, que pasea sus sesenta y dos años por el mundo vendiendo su mercancía de feria en feria, de Pamplona a Hong Kong, de Barcelona a México, de Italia a Francia y de ahí a Argelia, un itinerario en el que lo más importante es no gastar ni un euro: está usted invitado. Así, entre hoteles y aviones y comidas y cócteles de los que se marchaba temprano, escribió 'El mejor libro del mundo' (Destino), una novela en la que se suicida en la primera página para desnudarse en las quinientas siguientes, en un ejercicio que recuerda a 'Ordesa', pero en otra edad y en otro éxito. Vilas cuenta las vergüenzas del sector editorial y las suyas propias, no tanto para juzgar como para sonreír y decir: esto somos. —Empezó a escribir este libro al cumplir los sesenta. —Qué susto, ¿no? [y ríe]. Cuando era pequeño le oía decir a mi madre: ah, ese es un viejo de sesenta años. Y de repente los cumplo yo. Esta edad me ha traído una certeza matemática, que es que tengo más pasado que futuro. —Y ya tiene sesenta y dos años. —La gente escabulle eso no pensando demasiado [pausa]. Yo había estado muy bien con mis cincuenta. A esas alturas ya sabes que aquellas cosas que te hicieron sufrir cuando tenías veinte o treinta son tonterías. Ya tienes una experiencia de la vida sólida, y además tienes futuro. A los sesenta tienes más experiencia todavía, pero ya no la puedes poner en práctica. Ya no tienes tiempo. —Este libro sucede durante los viajes que impone la vida del escritor: presentaciones, ferias, saraos.—Yo viajo mucho, pero siempre por trabajo. Y en esos viajes me he dedicado a escribir este libro, algo que hace años creía que no podría hacer, escribir en esas condiciones. Pero sí se puede. De hecho, tengo la teoría de que si cambias el espacio físico del escritor, le modificas también la prosa y el punto de vista.—Ocurre lo mismo con el sexo. —Exacto: no es lo mismo hacer el amor en una pensión de mala muerte que en el Palace. Esto es evidentísimo. Pero la literatura está para recordar obviedades como esta, que no se dicen por las razones que sea. De estas verdades laterales está hecha la literatura.—Empieza la novela narrando su propio suicidio. Para contar la verdad, ¿hay que morirse primero? —Quería introducir la fantasía de la verdad a través del carácter póstumo del libro [piensa, y retoma]. Junto con 'Ordesa', creo esto es lo más salvaje que he escrito. Y los dos libros nacen de una crisis, claro.«Si cambias el lugar en el que esribes cambia tu prosa. Tampoco es lo mismo hacer el amor en una pensión de mala muerte que en el Palace»—Aquí plantea un desnudo integral, no solo suyo, sino del mundillo de la literatura.—Es que hay una cierta hipocresía en este mundo. A mí me parece bien la figura pública del escritor como guía moral, porque los escritores son gente que lanza mensajes auténticos y no interesados a la sociedad. Pero hay una cara B que ocultan todos, absolutamente todos [y subraya las eses]. A mí me ha pasado muchas veces estar hablando con un escritor y de repente que este desaparezca de mi vista porque ha entrado otro escritor más importante en la sala y se ha ido a saludarlo [alarga la pausa]. Luego los entrevistan y te hablan de sus grandes preocupaciones trascendentales, pero la gran preocupación de un escritor es vender su libro. Y esta verdad tan obvia se escatima y se oscurece y se hurta a los lectores. Y bueno, yo he creído que había que decirla, porque forma parte de la literatura. ¿Y por qué no decirla si es verdad? En mi literatura hay una guía: lo que es verdad hay que decirlo. La literatura nunca debe caer en la hipocresía. —Pero sí en el ridículo, en la risa.—Si es verdad, hay que decirlo. Por ejemplo: contar que el día que publican tu novela vas de librería a librería a ver si está o no está y dónde está colocado. O cuando vas a un ciclo literario y antes ha estado otro escritor y quieres saber cuántas personas fueron a él y cuántas van a lo tuyo, para ver en dónde estás, si te quieren o no te quieren. Este tipo de comedia, que es comedia de escritor, que es comedia tipo Woody Allen, en España no se ha contado nunca. Nadie ha contado que el escritor, el día que sale su libro, va de librería en librería buscándose. Los libreros los saben. Y lo miran y piensan: menos mal que a mí en esta vida me ha tocado ser librero y no escritor.—[Risas].—En la mesa redonda todo el mundo se pone a hablar de Cervantes, de Shakespeare, de Tolstoi, dan grandes discursos elevados. Luego salen y dicen: oye, ¿cuánto te han dado por la novela?; oye, ¿sabes cuánto pagan en esa editorial?; oye, el agente literario este dice que consigue traducciones al inglés, ¿tú sabes algo de eso?—Habla mucho de dinero en el libro, una rareza en España. —La profesionalización del escritor en España es bastante dificultosa. Somos autónomos y tenemos que justificar gastos que a veces la agencia tributaria nos niega. Recuerdo que una vez me desgravé unas gafas de ver de cerca, puesto que eran para mi trabajo: para leer y para escribir. El inspector fiscal me denegó la desgravación y fui a preguntarle por qué. Y me dijo: ¿usted usa esas gafas para ver de cerca, para leer y para el ordenador al cien por cien?; por ejemplo, ¿usted utiliza esas gafas para mirar una etiqueta de precios en una tienda de alimentación? Porque si no la utiliza en todo momento para su trabajo, no se las puede desgravar [a carcajadas]. Es el triunfo absoluto de Frank Kafka, en todo reina Kafka. «En mi literatura hay una guía: lo que es verdad hay que decirlo. Por eso cuento cómo voy a las librerías a ver mis libros»—Sostiene que todo escritor se acaba convirtiendo en un funcionario de la literatura. ¿Es inevitable?—En España sí. —¿Por qué? —Porque es un país pequeño. A pesar de todo, somos un país pequeño. Nos faltan unos veinte o treinta millones más de personas. Si lo comparamos con los ochenta millones que son los alemanes, los trescientos treinta millones que son los Estados Unidos, los casi setenta millones que son los franceses… Son grandes demografías en donde hay muchos más lectores que aquí. En España es muy difícil que el escritor se profesionalice. Ahora algo menos, porque con talleres, conferencias, charlas y tal puedes dedicarte en exclusiva a la literatura. Ahora, de vender tus libros… En España estaremos quince o veinte personas que podemos vivir de la venta de nuestros libros. Lo cual significa que el país está subdesarrollado. —Le cito: «Para lanzar una verdad al mundo hay que comercializarla».—San Juan de la Cruz tendría que vender en el Corte Inglés hoy su misticismo. Y Santa Teresa de Jesús igual. El mercado se ha hecho omnipotente y lo que está fuera del mercado no existe. —Le cito otra vez: «De niño la solemnidad me causaba terror. Y de mayor me causa tedio. Puede que la lucha por la libertad de un individuo sea la lucha contra la solemnidad, porque en la solemnidad es imposible ser libre». ¿Hay demasiada solemnidad en la litearatura actual?—Hay gente que se atreve ya con el humor, pero lo contrario de la solemnidad no es el sentido del humor, sino la normalidad, la sencillez, la humildad, probablemente. Hablar a pie de vida.—Los dos autores que más cita en el libro son Cervantes y Kafka, que están en las antípodas de la solemnidad.—Lo están, y por razones diferentes [deja un silencio]. A mí me obsesionan mucho los grandes triunfos de la literatura. A mí no me basta con que a un escritor lo lean en su país: eso me parece un fracaso. La literatura debe ser universal. Si no, no existe. Por eso me regodeo en los grandes éxitos de la literatura. Por eso hablo de Cervantes, por eso hablo de Kafka. La literatura existe por los triunfos universales de la literatura. A Cervantes lo leen en todos los países. La palabra kafkiano se dice en cien lenguas. Lo pienso y me pongo contento, me pongo feliz. —A veces parece que escribe contra el pudor.—El pudor forma parte de las sociedades subdesarrolladas que no se atreven a decir lo que le pasa a la gente. España es ya un país con una democracia profunda, así que ya podemos escribir lo que nos dé la gana. A mí me parece que la libertad teórica y no puesta en práctica es una tomadura de pelo: si tienes libertad, ejércela. Porque como no la ejerzas, no existe.«Yo no acepto la muerte. Precisamente porque soy ateo y soy vitalista, no la acepto. No he venido aquí para morirme»—¿Hay una libertad que solo da el tiempo, la edad?—Tal vez. Está eso de: si no lo digo ahora, es muy posible que ya no lo diga nunca. Me lo decía Juanjo Millás hace unos meses: mira, Manuel, de los sesenta a los setenta la gente cae como moscas, así que como te esperes mucho te puedes morir sin haber dicho lo que a tu juicio pensabas de la vida humana.—Se define como vitalista. Y lo repite mucho.—Soy un vitalista y por eso llevo tan mal los sesenta años. Y veo mucha gente de mi edad que no tienen tanto sufrimiento. Yo sufro porque no me quiero ir de este mundo. Hay gente que… He hablado con septuagenarios y octogenarios que piensan en la muerte con una naturalidad aplastante. Y para mí es un misterio. Para mí la muerte es el gran misterio de todos los misterios. Además: no creo que yo haya venido aquí para morirme. Yo no acepto la muerte. Precisamente porque soy ateo y soy vitalista no la acepto. —¿Piensa muy a menudo en la muerte?—Pienso en la imposibilidad de… El libro es muy contradictorio con la muerte, porque abraza el ateísmo pero también habla sobre la posibilidad de la trascendencia [se detiene para pensar]. La vida es enormemente contradictoria. Si algo define al ser humano son sus grandes contradicciones. Es muy difícil ser una persona sin contradicciones.—Confiesa que la depresión le convirtió en un esteta.—Hay gente que es muy sensible a la belleza. Y si no ve belleza, por ejemplo, se deprime. Yo si no veo... si todo es feo, me deprimo. Caigo en profundo abatimiento. Pero es que es lo normal. Si aceptase la fealdad del mundo sería un psicópata.—También habla de su alcoholismo y su sobriedad. —Dejé el alcohol el 9 de junio del 2014… A mí siempre me habían acompañado las drogas. Mi generación empezó a fumar hachís y marihuana, luego se pasaron al LSD, otros murieron con la heroína. Y los que ya dejamos de tomar todo eso, porque nos dimos cuenta de que nos llevaba a la destrucción, pasamos al alcohol y nos convertimos en bebedores sociales. Y el bebedor social está bien, pero ya está en zona de peligro. Hay gente que lo controla maravillosamente bien y hay gente que no lo controla bien, como era mi caso… Y después del alcohol vienen las drogas de farmacia, que son las más baratas del mundo. Un ansiolítico vale diez céntimos. ¡Diez céntimos! La seguridad social española las llama medicamentos, pero es un eufemismo total: son drogas. Por ejemplo, si te da una contractura fortísima en las cervicales te dan una cosa que se llama tramadol, que es un opiáceo. Es opio. Te pega un viaje que te deja… Somos una sociedad drogodependiente. Lo que pasa es que lo disimulamos con la idea del medicamento. —¿Le ha cambiado la escritura la sobriedad?—Sí, por supuesto. El alcohol es destructivo, lo que pasa es que también es la droga que más vínculo ha tenido con la literatura, porque produce una celebración de la vida. El alcohol celebra la vida y la literatura hace lo mismo. Pero con el alcohol acabas mal. Con la literatura también, pero más tarde [y sonríe].«Le puedo decir que sí a un cura, a un comunista, a un anarquista, pero solo por aburrimiento. Mi conclusión es: haced lo que queráis, pero respetad mi parcela de libertad»—Sostiene que a los sesenta es más tolerante que nunca. ¿La juventud es el tiempo del fanatismo?—Un hombre o una mujer que va cumpliendo años se vuelve tolerante casi por aburrimiento. Hay mucha gente joven que me suelta unas chapas interminables sobre lo que está bien o lo que está mal. Y yo le digo que sí, a todo el mundo. Le puedo decir que sí a un cura, a un comunista, a un anarquista, pero solo por aburrimiento. Mi conclusión es: haced lo que queráis, pero respetad mi parcela de libertad.—¿Cómo se lleva con la corrección política?—La corrección política es enemiga de la literatura. Para eso uno ve el telediario. Una novela, una excelente novela, es siempre un antitelediario. Lo que quiero decir es: si tú estás dispuesto a pasar toda tu vida en un nivel ideológico y estético como el del telediario, pues adelante con la corrección política.—¿Sigue creyendo en la pasión amorosa a estas alturas?—Pues es que si no… ¿En quién vas a creer? ¿En el Ministerio de Hacienda? ¿En el rey de España? ¿En el Papa de Roma? O sea, uno tiene que creer en su corazón y en su fuerza vital y en su energía vital. Desde Shakespeare somos pasiones. Y la vida se gasta en pasiones. En el amor, en los viajes, en vivir intensamente, en hacer algo que sea verdaderamente maravilloso y único. Es bueno que la literatura nos recuerde esto. Yo comprendo que hay cosas horribles y terribles pero no deben hurtarnos esta posibilidad. La violencia de género existe y es horrible, pero no debe hacernos olvidar que una de las cosas más maravillosas que hay en este mundo es vivir una pasión amorosa. —Una última cita: «Hay muchos poetas que odian la vida. Y odiar la vida no tiene perdón de Dios».—Viven la literatura y la viven sin pasión. Hay críticos literarios que cuando les gusta un libro no saben transmitirlo. Dicen, por ejemplo: este es un libro meritorio. ¿Tú te comprarías una novela meritoria? O sea, ¿el adjetivo meritorio tiene que ver con la literatura? Para mí la literatura es pasión salvaje, es rock and roll, es fuerza interminable. Yo a una novela no le pido que me entretenga, le pido que me seduzca. Porque la literatura es vida [hace una pausa para subrayar lo siguiente]. Pero es que hay gente que odia la vida. He tardado en descubrirlo, pero ya lo sé. ¿Y por qué odian la vida? Porque la vida es sucia, porque la vida es barro, la vida es nauseabunda, la vida es asquerosa. Pero a pesar de todo eso, algunos escritores amamos la vida.
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