Shad_Nolan
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“Es la edición más ambiciosa de la Manifesta, tal vez demasiado…”. El lapsus de Hedwig Fijen, directora de la bienal nómada europea, al inaugurar su 15ª edición, dejaba entrever las dificultades logísticas y políticas a las que se debe de haber enfrentado desde hace cuatro años, cuando escogió Barcelona, su área metropolitana y las comarcas del Vallès, un perímetro de 3.000 kilómetros cuadrados donde viven cinco millones de habitantes, como sede efímera para su proyecto. Antes, había recalado en lugares como Zúrich, San Petersburgo, Marsella y Pristina. “Nunca he trabajado en una ciudad con una burocracia tan enorme. Incluso Palermo fue más sencillo de gestionar”, confesaba días después a la revista Frieze. En el resultado se intuyen esas entretelas. La visita deja una sensación de dispersión geográfica y discursiva, con un exceso innecesario de sedes (hay 12), una calidad desigual entre las obras presentadas y algunas fisuras de comisariado. Y, aun así, lo positivo prevalece: hay en esta Manifesta tres secuencias imprescindibles, ubicadas en espacios cargados de significado, que convierten a la bienal en una experiencia memorable.
La primera de las tres es la menos espectacular: una sobria exposición que mezcla los fondos de tres archivos que recorren la “imaginación política radical” en la historia de la ciudad desde la antigua sede de la editorial Gustavo Gili, joya del racionalismo catalán. La muestra narra la evolución democrática de Barcelona y su cultura contestataria, los proyectos pedagógicos disidentes de las escuelas municipales —como la Escola de Bosc o la Escola del Mar, creadas a comienzos del siglo XX— o la brutal experiencia de los afrocatalanes en su territorio. Cuestiona así la narrativa oficial de Barcelona como capital de la belleza arquitectónica, el progreso industrial y el culto a la modernidad, a través de un relato alternativo que indaga en el coste humano que se esconde detrás de esa acumulación de riqueza, trazando una historia de la resistencia colectiva “al capital, al Estado autoritario y al fascismo”.
La muestra no duda en esbozar, con enorme pertinencia, ideas conocidas pero incómodas. Por ejemplo, la relación entre los indianos, catalanes que hicieron fortuna en América y luego regresaron a su tierra natal, y el origen de la revolución industrial. O la complicidad de los dueños de esta ciudad con el desarrollismo franquista, aunque a la muerte del dictador todos proclamasen su oposición al totalitarismo. O la falsa promesa democristiana de integración que se ofreció a charnegos, y luego a latinos, árabes y negros; todos sometidos, en distintos grados, a los códigos invisibles del desprecio cultural en la jerarquía impuesta por la burguesía catalana. Es una pena que este educado rapapolvo, concebido por nombres como Germán Labrador o Tania Safura Adam, no sirva de matriz para el resto del proyecto, que a veces se antoja un tanto desconectado de la realidad local.
La segunda visita imprescindible es la Casa Gomis, lugar que encapsula todos los problemas de la ciudad y, por extensión, los del resto de metrópolis europeas. Un simple paseo por su jardín, atrapado entre un aeropuerto en expansión y una naturaleza degradada, explica sin necesidad de palabras la encrucijada de civilización en la que se encuentran Barcelona y sus habitantes. Pero nada supera en pathos al tercer escenario, las Tres Xemeneies de Sant Adrià de Besòs, en la frontera norte de la ciudad, antigua sede de una central térmica clausurada en 2011. El espacio vehicula dos ideas centrales en la retórica de la bienal: la recuperación de los esqueletos industriales de la región —aunque sus usos futuros aún no estén claros— y el conflicto acuciante entre el medio ambiente y la idea de progreso.
En el interior de este cementerio de hormigón, la vida renace a través de varias intervenciones artísticas. La naturaleza se regenera entre las ruinas en una versión adulterada, híbrida y tal vez tóxica; una idea potente, sencilla pero eficaz, de la comisaria Filipa Oliveira. Los invernaderos posapocalípticos de Ugo Schiavi conviven con el bosque de árboles resucitados de Kiluanji Kia Henda, víctimas de un incendio forestal que crecen de un zócalo de cemento. Carlos Bunga presenta una tierra pintada de amarillo ácido, como si hubiera sido víctima de una catástrofe nuclear, en la que aun así retoñan las larvas, bajo telas blancas que flotan en el aire, obra de Asad Reza, que parece que quieran sanar el edificio. Pero la mejor idea, y la más emocionante, es la obra de Dziga Vertov escondida en una cámara secreta, como si el vientre de esta antigua fábrica recordase el fracaso del sueño industrial del comunismo.
El uso del resto de sedes posindustriales, en lugares significativos del industrialismo barcelonés, es menos exitoso, pese a la calidad de algunas obras (mención especial al teatro de los oprimidos de Jonathas de Andrade, en Sabadell). En L’Hospitalet de Llobregat, Binta Diaw propone una estéril instalación de trenzas gigantes de pelo sintético, elaborada con “miembros de la diáspora africana”, una de las pocas incursiones explícitas en las problemáticas ligadas a la inmigración, que existe en el área barcelonesa desde la apertura de las primeras manufacturas hace más de un siglo. Se echa de menos, además, un mayor interés por la cultura charnega, sin la que es imposible entender la periferia de Barcelona, y Barcelona a secas.
La Manifesta aspira a derribar las murallas simbólicas que separan el centro y la periferia, y a establecer una nueva relación de la ciudad con su litoral. Sorprende su valentía a la hora de criticar, con una elegancia incisiva, el tropismo neodesarrollista del PSC, que gobierna en Barcelona y Cataluña. Aunque esta parezca, en realidad, la gran obra póstuma de los años Colau, con la que comparte una semántica parecida: la bienal habla de “producción de contenido participativo”, de establecer “un corredor de personas e ideas”, y tilda a sus comisarios de “mediadores creativos”, en aras de un proyecto de transformación “ecosocial” bienintencionado, pero de efectos inciertos.
Dos interrogantes persistirán cuando termine. Primero, la loable voluntad de descongestionar el centro —saturado de turismo, gentrificación y otros agentes maléficos— y trasladar el foco hacia la periferia podría tener efectos benéficos en un primer momento, pero también expandir el mismo modelo —higienizar para favorecer el consumo— sin ponerlo en duda. Por otra parte, la fe ciega en la descentralización que desprende el proyecto, entendida como sinónimo de una democratización cultural con efectos políticos, parece ignorar su relativo fracaso en una Europa que se entrega, cada vez más, a la extrema derecha.
Estas políticas, destinadas a curar un continente herido de guerra en 1945, a menudo se han limitado a hablar a un público de ganadores en la lotería del capital cultural. Hablar con todo el resto de interlocutores sigue siendo el gran desafío de las instituciones de nuestro tiempo. Y, pese a todo, siendo conscientes del fracaso inexorable de algunos de sus propósitos, cuesta no contagiarse por su (moderado) optimismo. Deja la sensación de haber visto una iniciativa trascendental en el replanteamiento cultural y urbanístico de una ciudad que, con el proyecto de Ildefons Cerdà desfigurado y la histeria olímpica extinguida, necesita con urgencia otro chute de entusiasmo.
Manifesta 15. Barcelona y área metropolitana. Hasta el 24 de noviembre.
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La primera de las tres es la menos espectacular: una sobria exposición que mezcla los fondos de tres archivos que recorren la “imaginación política radical” en la historia de la ciudad desde la antigua sede de la editorial Gustavo Gili, joya del racionalismo catalán. La muestra narra la evolución democrática de Barcelona y su cultura contestataria, los proyectos pedagógicos disidentes de las escuelas municipales —como la Escola de Bosc o la Escola del Mar, creadas a comienzos del siglo XX— o la brutal experiencia de los afrocatalanes en su territorio. Cuestiona así la narrativa oficial de Barcelona como capital de la belleza arquitectónica, el progreso industrial y el culto a la modernidad, a través de un relato alternativo que indaga en el coste humano que se esconde detrás de esa acumulación de riqueza, trazando una historia de la resistencia colectiva “al capital, al Estado autoritario y al fascismo”.
La muestra no duda en esbozar, con enorme pertinencia, ideas conocidas pero incómodas. Por ejemplo, la relación entre los indianos, catalanes que hicieron fortuna en América y luego regresaron a su tierra natal, y el origen de la revolución industrial. O la complicidad de los dueños de esta ciudad con el desarrollismo franquista, aunque a la muerte del dictador todos proclamasen su oposición al totalitarismo. O la falsa promesa democristiana de integración que se ofreció a charnegos, y luego a latinos, árabes y negros; todos sometidos, en distintos grados, a los códigos invisibles del desprecio cultural en la jerarquía impuesta por la burguesía catalana. Es una pena que este educado rapapolvo, concebido por nombres como Germán Labrador o Tania Safura Adam, no sirva de matriz para el resto del proyecto, que a veces se antoja un tanto desconectado de la realidad local.
La segunda visita imprescindible es la Casa Gomis, lugar que encapsula todos los problemas de la ciudad y, por extensión, los del resto de metrópolis europeas. Un simple paseo por su jardín, atrapado entre un aeropuerto en expansión y una naturaleza degradada, explica sin necesidad de palabras la encrucijada de civilización en la que se encuentran Barcelona y sus habitantes. Pero nada supera en pathos al tercer escenario, las Tres Xemeneies de Sant Adrià de Besòs, en la frontera norte de la ciudad, antigua sede de una central térmica clausurada en 2011. El espacio vehicula dos ideas centrales en la retórica de la bienal: la recuperación de los esqueletos industriales de la región —aunque sus usos futuros aún no estén claros— y el conflicto acuciante entre el medio ambiente y la idea de progreso.
En el interior de este cementerio de hormigón, la vida renace a través de varias intervenciones artísticas. La naturaleza se regenera entre las ruinas en una versión adulterada, híbrida y tal vez tóxica; una idea potente, sencilla pero eficaz, de la comisaria Filipa Oliveira. Los invernaderos posapocalípticos de Ugo Schiavi conviven con el bosque de árboles resucitados de Kiluanji Kia Henda, víctimas de un incendio forestal que crecen de un zócalo de cemento. Carlos Bunga presenta una tierra pintada de amarillo ácido, como si hubiera sido víctima de una catástrofe nuclear, en la que aun así retoñan las larvas, bajo telas blancas que flotan en el aire, obra de Asad Reza, que parece que quieran sanar el edificio. Pero la mejor idea, y la más emocionante, es la obra de Dziga Vertov escondida en una cámara secreta, como si el vientre de esta antigua fábrica recordase el fracaso del sueño industrial del comunismo.
La bienal parece la gran obra póstuma de los años Colau, con la que comparte una semántica parecida
El uso del resto de sedes posindustriales, en lugares significativos del industrialismo barcelonés, es menos exitoso, pese a la calidad de algunas obras (mención especial al teatro de los oprimidos de Jonathas de Andrade, en Sabadell). En L’Hospitalet de Llobregat, Binta Diaw propone una estéril instalación de trenzas gigantes de pelo sintético, elaborada con “miembros de la diáspora africana”, una de las pocas incursiones explícitas en las problemáticas ligadas a la inmigración, que existe en el área barcelonesa desde la apertura de las primeras manufacturas hace más de un siglo. Se echa de menos, además, un mayor interés por la cultura charnega, sin la que es imposible entender la periferia de Barcelona, y Barcelona a secas.
La Manifesta aspira a derribar las murallas simbólicas que separan el centro y la periferia, y a establecer una nueva relación de la ciudad con su litoral. Sorprende su valentía a la hora de criticar, con una elegancia incisiva, el tropismo neodesarrollista del PSC, que gobierna en Barcelona y Cataluña. Aunque esta parezca, en realidad, la gran obra póstuma de los años Colau, con la que comparte una semántica parecida: la bienal habla de “producción de contenido participativo”, de establecer “un corredor de personas e ideas”, y tilda a sus comisarios de “mediadores creativos”, en aras de un proyecto de transformación “ecosocial” bienintencionado, pero de efectos inciertos.
Dos interrogantes persistirán cuando termine. Primero, la loable voluntad de descongestionar el centro —saturado de turismo, gentrificación y otros agentes maléficos— y trasladar el foco hacia la periferia podría tener efectos benéficos en un primer momento, pero también expandir el mismo modelo —higienizar para favorecer el consumo— sin ponerlo en duda. Por otra parte, la fe ciega en la descentralización que desprende el proyecto, entendida como sinónimo de una democratización cultural con efectos políticos, parece ignorar su relativo fracaso en una Europa que se entrega, cada vez más, a la extrema derecha.
Estas políticas, destinadas a curar un continente herido de guerra en 1945, a menudo se han limitado a hablar a un público de ganadores en la lotería del capital cultural. Hablar con todo el resto de interlocutores sigue siendo el gran desafío de las instituciones de nuestro tiempo. Y, pese a todo, siendo conscientes del fracaso inexorable de algunos de sus propósitos, cuesta no contagiarse por su (moderado) optimismo. Deja la sensación de haber visto una iniciativa trascendental en el replanteamiento cultural y urbanístico de una ciudad que, con el proyecto de Ildefons Cerdà desfigurado y la histeria olímpica extinguida, necesita con urgencia otro chute de entusiasmo.
Manifesta 15. Barcelona y área metropolitana. Hasta el 24 de noviembre.
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