pollich.arlo
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Ir de la mano de un niño de siete años por la RAE en el siglo XXI es una sensación extraña. Su mirada interroga sin prejuicios y juzga con inocente crueldad. Obliga al adulto a esforzarse en el difícil juego de construir una narración múltiple renunciando al sopor del detalle cronológico con parada obligatoria en el punto suspensivo, la delicia peligrosa de la anécdota justa, la humildad de la síntesis, la dolorosa renuncia a la retórica, y todo eso mirando de reojo el reloj, esperando paciente las fotos que el crío decide hacer mientras escucha (quieres suponer que efectivamente lo hace) el esforzado discurso. Luego, en casa, delante del Cola-Cao, un territorio más neutral, charláis sobre la visita e intentas poner en claro si realmente aquella explicación tan cuidadosamente preparada ha calado en esa compleja cabeza infantil y te parece que sí, que lo ha entendido y que ahí queda almacenado para su futuro el recuerdo mágico. Los años pasan y tú sigues trabajando, cuando de repente y a traición, aquel niño se ha convertido en un adolescente que sin previo aviso suelta un comentario que te deja clavada en el sillón: «Entiendo que te molara currar en aquel museo tan bonito que vimos juntos. Un museo sin visitantes. Exactamente, ¿para qué sirve la RAE?» Entonces olvidas la paciencia necesaria para una buena oratoria y te abalanzas al caos narrativo, ansiosa por hacerle entender tantas cosas: los más de 600 millones de hispanohablantes; las 10 millones de papeletas del fichero; Grecia y Akademos; Italia y la Crusca; Richelieu y el diccionario francés; los odiadores; Nebrija; el falso Jáuregui; Ibarra; la divina gramática; la casa de Lope; la mesa de Hartzenbusch; las mujeres académicas; el cráneo del Cid; los incunables; los manuscritos; San Millán de la Cogolla en el pasado; América en el futuro. Para ordenar aquellas explicaciones y de alguna manera poder compartir con ese muchacho mi admiración por todo aquello, me senté a escribir una historia de la RAE por entregas, que terminó justo unos días antes de que Cercas leyera su texto de flamante académico a la sombra de la 'R' de Marías, titulado: «Malentendidos de la modernidad». Lo escuché cuidadosamente y recordé, sonriendo, a aquel niño que hace años me mostró precisamente lo contrario; que el discurso de esta institución imprescindible y vetusta, así como el de sus integrantes, debería tratar de desentrañar los malentendidos de la antigüedad.
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