Myah_Willms
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Ser buena persona está pasado de moda… si es que en algún momento de la historia de la humanidad lo ha llegado a estar, algo bastante dudoso. Los ángeles turbios, en cambio, siempre han sido los mejores vendedores de chatarra social. También en el cine, donde la maldad suele reinar: en la pantalla y en el recuerdo. Así de perros somos.
Por ello una comedia sobre el enfrentamiento entre una y otra posibilidad, pero centrada en un mismo individuo, tiene tantas posibilidades. Y, ojo, tantos peligros. Mala persona, excelente idea de guion de Diego San José, desarrollada más tarde en el libreto por Santos Mercero y Daniel Padró, y puesta en imágenes por Fernando García-Ruiz, así lo atestigua. Una película con ambiciones populares, de llegar a todo el mundo a través de situaciones y diálogos con poder de identificación en el espectador. Que se atreve con la negrura, pero que tampoco quiere hacer daño ni ser cruel. Una comedia negra que recula hacia lo blanco. Una comedia blanquinegra, que no gris. Y, quizá por todo esto, desigual. Parece inevitable. O vas con todo, o no vas. Y ellos han ido con el freno de mano puesto. Quién sabe, puede que sea la receta perfecta para el pueblo. Así han sido buena parte de las comedias más taquilleras de la historia de nuestro cine.
Érase una vez un tipo tan majo y tan bueno, que era casi tonto. De este modo, casi en forma de cuento del regocijo, podría definirse la parte inicial de Mala persona. 25 minutos de bondades de un cuarentón de barrio; algunas encomiables, otras para hacerle ver que traspasa de sobra la línea roja de la bobería. Y además, interpretadas por un actor que, al menos hasta ahora, parecía sentirse muy cómodo en el registro del español gañán: medianamente vocinglero, caradura, sabiondo sin saber de nada y espabilado hasta el éxito. Arturo Valls siempre ha clavado ese registro, y ahora tiene que bregar con un misericordioso tirando a moñas. También lo consuma, porque no se pasa ni de corto ni de largo. Prefiere la mesura al histrionismo. Y sale bien vivo.
Pero llega el gran giro: un tumor cerebral va a acabar con la vida de este hombre bueno en apenas unos meses. Y tan abnegado es que, para que su familia y sus amigos no lo pasen mal con su muerte ni lo echen de menos, decide convertirse en el mal bicho que, con diversas dificultades, interpreta en la segunda parte de la película. Es entonces cuando deberían llegar las mejores situaciones y las risas más crueles. Pero no es así. Y, junto a un incomprensible trabajo de fotografía deslucida y feos contraluces, en la estructura, en el esquema argumental, todo se ve venir desde kilómetros atrás. Hay buenos momentos de cotidianidad, de sabia comedia popular de los años sesenta, incluso de dirección por parte de García-Ruiz (el fuera de campo en la discusión de tráfico), que hacen pensar en una cálida comedia de la factoría clásica de Pedro Masó, escrita por Vicente Coello y Antonio Vich, e interpretada por Tony Leblanc.
Sin embargo, como también le ocurría a Descarrilados (2021), el anterior trabajo de García-Ruiz, hay un par de instantes de verdadero barrizal, en los que el chiste de dentro (del que se carcajean los personajes más impresentables) parece fundirse con querer hacer gracia hacia fuera, hacia la platea, y es un desastre: los tiempos de risas con el bombero torero y semejantes se han terminado.
La moraleja, eso sí, deja las cosas donde deben estar (hay que ser bueno con los que lo merecen, y malvado con los que también), Malena Alterio y Julián Villagrán arropan el protagonismo de Valls, y hay un par de revelaciones cómicas que demuestran que no hay papel pequeño: Betsy Túrnez y Dafnis Balduz bordan a la médica y al empleado de banca. La sempiterna gracia del español ruin.
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Por ello una comedia sobre el enfrentamiento entre una y otra posibilidad, pero centrada en un mismo individuo, tiene tantas posibilidades. Y, ojo, tantos peligros. Mala persona, excelente idea de guion de Diego San José, desarrollada más tarde en el libreto por Santos Mercero y Daniel Padró, y puesta en imágenes por Fernando García-Ruiz, así lo atestigua. Una película con ambiciones populares, de llegar a todo el mundo a través de situaciones y diálogos con poder de identificación en el espectador. Que se atreve con la negrura, pero que tampoco quiere hacer daño ni ser cruel. Una comedia negra que recula hacia lo blanco. Una comedia blanquinegra, que no gris. Y, quizá por todo esto, desigual. Parece inevitable. O vas con todo, o no vas. Y ellos han ido con el freno de mano puesto. Quién sabe, puede que sea la receta perfecta para el pueblo. Así han sido buena parte de las comedias más taquilleras de la historia de nuestro cine.
Érase una vez un tipo tan majo y tan bueno, que era casi tonto. De este modo, casi en forma de cuento del regocijo, podría definirse la parte inicial de Mala persona. 25 minutos de bondades de un cuarentón de barrio; algunas encomiables, otras para hacerle ver que traspasa de sobra la línea roja de la bobería. Y además, interpretadas por un actor que, al menos hasta ahora, parecía sentirse muy cómodo en el registro del español gañán: medianamente vocinglero, caradura, sabiondo sin saber de nada y espabilado hasta el éxito. Arturo Valls siempre ha clavado ese registro, y ahora tiene que bregar con un misericordioso tirando a moñas. También lo consuma, porque no se pasa ni de corto ni de largo. Prefiere la mesura al histrionismo. Y sale bien vivo.
Pero llega el gran giro: un tumor cerebral va a acabar con la vida de este hombre bueno en apenas unos meses. Y tan abnegado es que, para que su familia y sus amigos no lo pasen mal con su muerte ni lo echen de menos, decide convertirse en el mal bicho que, con diversas dificultades, interpreta en la segunda parte de la película. Es entonces cuando deberían llegar las mejores situaciones y las risas más crueles. Pero no es así. Y, junto a un incomprensible trabajo de fotografía deslucida y feos contraluces, en la estructura, en el esquema argumental, todo se ve venir desde kilómetros atrás. Hay buenos momentos de cotidianidad, de sabia comedia popular de los años sesenta, incluso de dirección por parte de García-Ruiz (el fuera de campo en la discusión de tráfico), que hacen pensar en una cálida comedia de la factoría clásica de Pedro Masó, escrita por Vicente Coello y Antonio Vich, e interpretada por Tony Leblanc.
Sin embargo, como también le ocurría a Descarrilados (2021), el anterior trabajo de García-Ruiz, hay un par de instantes de verdadero barrizal, en los que el chiste de dentro (del que se carcajean los personajes más impresentables) parece fundirse con querer hacer gracia hacia fuera, hacia la platea, y es un desastre: los tiempos de risas con el bombero torero y semejantes se han terminado.
La moraleja, eso sí, deja las cosas donde deben estar (hay que ser bueno con los que lo merecen, y malvado con los que también), Malena Alterio y Julián Villagrán arropan el protagonismo de Valls, y hay un par de revelaciones cómicas que demuestran que no hay papel pequeño: Betsy Túrnez y Dafnis Balduz bordan a la médica y al empleado de banca. La sempiterna gracia del español ruin.
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‘Mala persona’: la desigual gracia del español ruin en una comedia blanquinegra
Arturo Valls siempre ha clavado el registro de tipo medianamente vocinglero, caradura, sabiondo sin saber de nada, y ahora tiene que bregar con un misericordioso tirando a moñas
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