Magistral ‘Misericordia’ de Lídia Jorge: deseo y fatiga por última vez

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Cuarenta días antes de morir, la madre de la autora portuguesa Lídia Jorge (Boliqueime, 78 años) pidió a su hija que escribiese un libro titulado Misericordia. No era una solicitud nueva, se había repetido varias veces en los últimos años, desde que su progenitora ingresó en una residencia de mayores del Algarve, donde moriría debido al coronavirus en abril de 2020. De aquel encargo emergió esta novela, publicada en Portugal en 2022 y traducida al español por María Jesús Fernández, que cosecha premios –es el primer libro en portugués que conquista el Médicis francés, que se suma a los cinco otorgados en Portugal– y conmueve lectores con similar facilidad. Tal vez porque su fuerza motriz es desgarradora y la resume a la perfección la protagonista, la señora Alberti: “Yo pienso que todo entre nosotros es más conmovedor porque sabemos que todo lo que sucede, sucede por penúltima o incluso última vez. La sospecha de que el bien y el mal nos ofrecen las últimas imágenes les otorga tal intensidad que nos vuelven débiles, incluso en la fortaleza”.

Contra prejuicios, y también contra viento y marea, la vida no se detiene en una residencia. A través del monólogo interior de la señora Alberti, asistimos tanto a rutinas banales como hechos extraordinarios: una rebelión contra la indignidad de una sesión fotográfica, la protesta por la falta de huevos fritos, la muerte tras una noche clandestina de pasión, la invasión de hormigas o la llegada de un virus que convierte la residencia en una prisión de desvalidos.

A la mesa se sientan la vanidad, el deseo, la envidia, el júbilo y la ruindad que los residentes, es de presumir, habrán mostrado también cuando eran plenos dueños de sus decisiones. La misma variedad que despliegan los cuidadores, un catálogo de todas las categorías morales y éticas, que van de la empatía y el cariño hasta el descuido y la crueldad. Las cuidadoras malas, por así decir, no tienen nombre pero tienen actos concretos. La saña puede consistir en algo tan simple como alejar el timbre del alcance de una residente angustiada durante la noche. Las cuidadoras buenas pierden más tiempo del que deberían lavando y acicalando a mayores con quienes acaban trazando lazos de complicidad y afecto. Una residencia es aquel lugar donde se destilan, concentradas por penúltima o última vez, las mismas alegrías y mezquindades que cada uno ha llevado a cuestas por la vida.

La escritora portuguesa retrata una realidad apartada, relegada a un rincón del escenario de la siempre apresurada población activa y planificada para coartar la autonomía de sus moradores. El mayor como sujeto de menos derechos. Un espacio cerrado con sus propios códigos, donde la vida crece y se apaga, donde la gente se enamora y traiciona, donde la melancolía se expande después de cada baja en el censo de residentes. La señora Alberti, madre de una autora obligada a viajar por su éxito y trasunto de la real, depende de otros para desplazarse en silla de ruedas. Compensa esa inmovilidad con una imaginación desbocada, una inclinación natural por la escritura y una memoria errática que le permite evocar uno por por uno los parterres de su jardín con todas sus flores y olvidar de súbito palabras necesarias.

Retrato de Remedinha, madre de la autora portuguesa Lídia Jorge.

Lídia Jorge otorga dos voces a su protagonista. Una exterior, que es escueta. En su comunicación con los demás, la señora Alberti se instala a menudo en el silencio o la parquedad. En su discurrir interior que confía a una grabadora, sin embargo, fluye un torrente de pensamientos sofisticados, divertidos y disparatados. Solo con su hija se muestra locuaz cuando recobra la antigua autoridad maternal para reprocharle que se haya convertido en una escritora de novelas que acaban mal, en uno de los pasajes más regocijantes de Misericordia. “En conjunto, tus libros son un valle excavado en un desierto lleno de gente pobre. Rotos, descalzos, abandonados, locos, emigrados ni de aquí ni de allí, inmigrantes que no tienen donde caerse muertos, muchachas feas a las que todos rehúyen, pobres de todo tipo, gente asesinada, gente que se tira al agua para morir, para que el destino, a cambio, les salve a los hijos, gentes sin religión, sin refugio, sin patria, sin casa, sin modales ni presencia. Y yo sólo me pregunto por qué te sientes atraída por ese tipo de criaturas. Figuras que no se levantan del suelo. Miserables entre los miserables”.

A partir de su madre, Jorge ha construido un personaje poderoso dentro de su fragilidad. La señora Alberti nos da una lección de sabiduría, con su lealtad a los vivos que ahora la rodean por azar y su pelea contra el ensimismamiento que precede a la muerte. Se desinteresa para siempre de Oriente Próximo y otros avisperos del mundo, pero se implica en los problemas que afectan a esas cuidadoras, casi todas extranjeras como la joven Lilimut, que velan por ella. Y ahí está la misericordia, la empatía, la fábrica de humanidad y fraternidad, que emana del libro, junto a su don para envolver al lector en el fluir diario de un lugar predestinado a la nada. La autora portuguesa logra que la lectura de un cuento de Luis Sepúlveda o las pesquisas para averiguar en qué país asiático se encuentra Bakú cautiven como si fuese la búsqueda de las fuentes del Nilo del doctor Livingstone.

Dice Lídia Jorge que esta novela se diferencia de todas las anteriores, que ella enmarca en la geneaología de la literatura sobre el final de los imperios. Y lo es en el sentido de que es un viaje introspectivo por un lugar sin los zarandeos de la historia contemporánea, que contextualizan sus obras. Sin embargo, Misericordia desvela como pocas la deshumanización de la sociedad actual con su retrato de la gestión de la última fase de la vida. Y de alguna manera no deja de ser un libro sobre el fin de un imperio, aquel territorio personal que la señora Alberti construyó con lo que hizo y lo que le tocó.

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