larry.stamm
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“Cuando caían las tinieblas, el escaso número de hombres de guardia ya no bastaba para impedir que la noche se adueñase de la Fortaleza”, escribió el italiano Dino Buzzati en la impresionante El desierto de los tártaros, quizá la mejor novela kafkiana no escrita por Franz Kafka. Pocos autores han reflejado mejor y de una forma más compleja y atractiva el espejismo de las ilusiones y el abandono interior. Sensaciones materializadas en la fascinante fortaleza militar en la frontera de un territorio que no se sabe si está inexplorado o incluso si es inexistente, y en un peligro exterior que puede llegar en cualquier momento o nunca.
Como El castillo, de Kafka, es El desierto de los tártaros una de esas novelas en las que nunca pasa nada y esa ausencia de acción, o más bien imposibilidad de acción, se convierte precisamente en el conflicto principal. El carácter hipnótico de su pausa, de su oscuro paso del tiempo, con el que sus personajes nunca dejan de hacer lo mismo y en todo momento, pasa a convertirse en una metáfora de la renuncia, del conformismo, de la angustia contemporánea y de la degradación interior.
Ni que decir tiene que no es fácil adaptar a cine la novela de Buzzati. Sin embargo, como ya hiciera Valerio Zurlini con su magnífica película homónima de 1976, la directora estadounidense afincada en Bélgica Jessica Woodworth se ha aventurado a ello con esta Luka que hoy se estrena en salas. Una obra de vanguardia, más física y menos mental que la versión del italiano, y sobre todo más conceptual e incluso teatral. Mientras Zurlini, sin perder el sentido metafórico de la novela, trató de contar el relato y de mostrar las relaciones entre personajes, además de trasladar con pulcritud algunos de sus mejores diálogos, e incluso experimentar con el sentido pictórico de los escenarios entroncando con el movimiento de los llamados macchiaioli (manchistas), principalmente con Giovanni Fattori, Woodworth ha compuesto una película mucho más despojada. Un acercamiento muy libre, quizá desigual y no apto para espectadores en busca de un relato, pero siempre valiente, que parece mirarse en el conceptualismo en los escenarios de ciertas películas de Orson Welles: las shakespearianas, y Macbeth en particular, y su adaptación de El proceso, de, otra vez, Kafka.
Buzzati escribió la historia de un oficial del ejército destinado a una fortaleza supuestamente fronteriza, pero en medio de la nada, sobre la que cae una amenaza continua, obsesivamente presente, pero que nunca llega, de unos asaltantes enemigos que la pueden invadir en cualquier momento. Pero pasan los días, los meses, los años, y el tal Giovanni Drogo, aquí rebautizado como el Luka que da título a la película, sigue esperando junto a sus compañeros de bastión. Haciéndose viejos, viendo pasar la vida en una cárcel amenazada.
En la película nunca se verbaliza el verdadero sentido de la alegoría de Buzzati, como tampoco se hacía en la de Zurlini, y en ambos casos para bien, pues no estamos ante una película de descubrimiento ni de entretenimiento, sino ante una de búsqueda y de sacrificio. Pero la fortaleza en la que habitan los soldados no es más que un purgatorio que ejerce de etapa previa, y de frontera, con el Infierno: en la mitología griega, el tártaro es un abismo utilizado como mazmorra para el sufrimiento. Ahora bien, Woodworth, en un último plano sobresaliente, aclara un tanto el sentido del relato con una postrera caminata hacia la luz y el sentido interior de un personaje que, a través del tiempo y de lo inasumible, acaba encontrando su destino tras la incertidumbre.
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Como El castillo, de Kafka, es El desierto de los tártaros una de esas novelas en las que nunca pasa nada y esa ausencia de acción, o más bien imposibilidad de acción, se convierte precisamente en el conflicto principal. El carácter hipnótico de su pausa, de su oscuro paso del tiempo, con el que sus personajes nunca dejan de hacer lo mismo y en todo momento, pasa a convertirse en una metáfora de la renuncia, del conformismo, de la angustia contemporánea y de la degradación interior.
Ni que decir tiene que no es fácil adaptar a cine la novela de Buzzati. Sin embargo, como ya hiciera Valerio Zurlini con su magnífica película homónima de 1976, la directora estadounidense afincada en Bélgica Jessica Woodworth se ha aventurado a ello con esta Luka que hoy se estrena en salas. Una obra de vanguardia, más física y menos mental que la versión del italiano, y sobre todo más conceptual e incluso teatral. Mientras Zurlini, sin perder el sentido metafórico de la novela, trató de contar el relato y de mostrar las relaciones entre personajes, además de trasladar con pulcritud algunos de sus mejores diálogos, e incluso experimentar con el sentido pictórico de los escenarios entroncando con el movimiento de los llamados macchiaioli (manchistas), principalmente con Giovanni Fattori, Woodworth ha compuesto una película mucho más despojada. Un acercamiento muy libre, quizá desigual y no apto para espectadores en busca de un relato, pero siempre valiente, que parece mirarse en el conceptualismo en los escenarios de ciertas películas de Orson Welles: las shakespearianas, y Macbeth en particular, y su adaptación de El proceso, de, otra vez, Kafka.
Buzzati escribió la historia de un oficial del ejército destinado a una fortaleza supuestamente fronteriza, pero en medio de la nada, sobre la que cae una amenaza continua, obsesivamente presente, pero que nunca llega, de unos asaltantes enemigos que la pueden invadir en cualquier momento. Pero pasan los días, los meses, los años, y el tal Giovanni Drogo, aquí rebautizado como el Luka que da título a la película, sigue esperando junto a sus compañeros de bastión. Haciéndose viejos, viendo pasar la vida en una cárcel amenazada.
En la película nunca se verbaliza el verdadero sentido de la alegoría de Buzzati, como tampoco se hacía en la de Zurlini, y en ambos casos para bien, pues no estamos ante una película de descubrimiento ni de entretenimiento, sino ante una de búsqueda y de sacrificio. Pero la fortaleza en la que habitan los soldados no es más que un purgatorio que ejerce de etapa previa, y de frontera, con el Infierno: en la mitología griega, el tártaro es un abismo utilizado como mazmorra para el sufrimiento. Ahora bien, Woodworth, en un último plano sobresaliente, aclara un tanto el sentido del relato con una postrera caminata hacia la luz y el sentido interior de un personaje que, a través del tiempo y de lo inasumible, acaba encontrando su destino tras la incertidumbre.
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‘Luka’: la gran novela de Buzzati ‘El desierto de los tártaros’, en versión vanguardista
Jessica Woodworth ha compuesto una película despojada, un acercamiento muy libre, quizá desigual y no apto para espectadores en busca de un relato
elpais.com