daugherty.andres
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"Para la mayor parte de mi generación, ha llegado el momento de dar un paso a un lado, de jubilarse. Es un proceso natural que tiene su razón de ser. Esto también se aplica a mí. Hoy, a la gran duquesa y yo nos complace anunciarles que el príncipe Guillermo y la princesa Estefanía nos sucederán el 3 de octubre de 2025. Sé que harán todo lo posible para contribuir al bienestar de nuestro país".
Con estas palabras, en su tradicional discurso navideño, el gran duque de Luxemburgo, Enrique, explicaba su decisión de abdicar en favor de su primogénito, el mayor de sus cinco hijos junto a su esposa, María Teresa Mestre, de origen cubano. Una decisión que barruntaba desde que el pasado 23 de junio, Día Nacional de Luxemburgo, informara desde la sede de la Filarmónica de la capital, su decisión de ceder sus funciones a Guillermo.
"Será un momento clave para nuestras instituciones y para todos los ciudadanos de nuestro país", dijo el gran duque, que despejaba así las dudas sobre cuándo tendría lugar esta abdicación, dado que desde el anterior comunicado existía la pregunta, entre los poco más de 650.000 habitantes que tiene la nación centroeuropea, de cuánto tiempo más iba a permanecer en el poder.
Esto se hizo aún más palpable en octubre, cuando confirmó a su hijo, de 43 años, como lugarteniente representante del soberano, lo que en la práctica era básicamente cederle todas sus funciones y anticipaba, institucional y públicamente, la abdicación, que no habría de tardar más de uno o dos años, según señalaban algunos expertos, dado que ese es el tiempo estimado para que Guillermo aprenda las últimas lecciones prácticas antes de reinar.
Precisamente las fechas y las motivaciones entrañan una de las resonancias más curiosas con la historia de la dinastía Nassau-Weilburg, que lleva al frente de Luxemburgo desde 1890. Ese octubre futuro iba a ser un mes señalado, con enormes festejos para él, dado que el gran duque Enrique cumpliría entonces 25 años como jefe de Estado si permaneciese solo cuatro días más, ya que fue el 7 de octubre de 2000 cuando su padre, el gran duque Juan, abdicó en él.
Pero ha preferido echarse a un costado y dejar paso a su hijo, que se convertirá en el gran protagonista de esas fechas. Tampoco, aun así, supone una enorme sorpresa teniendo en cuenta la historia de abdicaciones de la casa real luxemburguesa, que siempre ha querido manejar los tiempos desde que Adolfo, cuarto gran duque de Luxemburgo, pero primero de su familia, designó en 1902, como teniente representante, a su heredero, Guillermo IV, que subió al poder en 1905, si bien murió poco después, en 1912.
Aquello fue una forma de afianzar la dinastía y la sucesión en tiempos convulsos, intentando a su vez dar una base, un equilibrio y una fortaleza a la pequeña nación. Su padre, de hecho, hizo lo mismo con María Adelaida en 1907, que subió al poder en 1912, si bien entonces tenía 17 años y fue su madre la regente. El reinado de María Adelaida fue breve por un motivo sencillo: el pueblo no compartió sus ideales y simpatías proalemanas durante la Primera Guerra Mundial.
Le sucedió su hermana, la gran duquesa Carlota, en 1919 y a ella, en 1964, su primogénito, Juan de Luxemburgo, considerado un héroe nacional no solo por su papel como jefe de Estado sino antes, cuando combatió el nazismo en la Segunda Guerra Mundial. Juan acabaría abdicando en su hijo, el actual gran duque Enrique, en el año 2000.
Lo curioso de todo ello es cómo Luxemburgo ha entendido siempre el papel monárquico en sus relaciones internacionales. Justo acabada la Primera Guerra Mundial, un importantísimo referéndum respaldó, con casi el 78% de los votantes a favor, el mantenimiento de la dinastía Nassau y, por tanto, la base de que hoy sean una de las diez monarquías parlamentarias en Europa —sin contar el caso especial de Andorra—. Pero ello no ha evitado que, de manera continúa desde entonces hasta hoy, hayan buscado la mayor modernización posible de la institución.
Siendo el ejemplo más clarividente de esto la modificación que se hizo en su constitución en 2023, pasando entonces la monarquía de regirse por el Pacto de Nassau —un reglamento interno de la dinastía— a las leyes del país, que contemplan tanto la posible falta futura de descendientes a la exclusión de pretendientes indeseados. Es decir, que el Parlamento de Luxemburgo tiene en su mano los instrumentos necesarios para excluir a miembros del orden sucesorio, ya sea por escándalos públicos, corrupción, inoperancia, etcétera.
Esto, ni que decir tiene, no se da prácticamente en ninguna otra familia real europea. Además, la izquierda política de la nación lleva buscando desde hace varios años un nuevo referéndum que pregunte a los ciudadanos si siguen deseando ser una monarquía, habiendo registrado, como por ejemplo hicieron en 2016, varias propuestas para cambiar la forma de Estado a una república.
Entre otras cosas, porque hay varias sombras de la monarquía que no gustan a gran parte de la población. Por ejemplo, que Luxemburgo, a pesar de ser un país pequeño, haya conseguido una gran relevancia económica en Europa gracias a haberse convertido, bajo el reinado del gran duque Enrique, en un centro financiero y paraíso fiscal, con sus privilegios fiscales y económicos intactos, lo que ha derivado en que su fortuna estimada en 2019 fuese de 4.000 millones de euros.
A lo que hay que sumar, además, la mala reputación que tiene la gran duquesa consorte. María Teresa Mestre es uno de los personajes públicos más controvertidos del país. La razón es principalmente que, según esgrimen algunos expertos, no ha sabido desprenderse de sus orígenes, pues desciende de una de las familias más acaudaladas y prominentes de la Cuba prerrevolucionaria, siendo sus antepasados terratenientes azucareros con esclavos y, más tarde, banqueros. De ahí que las críticas de su servicio hayan llegado acusaciones de maltrato por lo despótica que puede llegar a ser con sus súbditos. Una figura que, en lugar de inspirar sosiego y entrega al país cuyo marido reina, infunde miedo y temor.
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