francesco.nitzsche
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En 2022 sucedió algo curioso. Con motivo de la celebración de las dos décadas de la primera película de la saga de Harry Potter, la productora Warner Bros estrenó en HBO un documental cargado de nostalgia para la ocasión. Por la pantalla desfilaban los rostros de los actores (Daniel Radcliffe, Emma Watson, Rupert Grint...), productores y directores de aquella película y de las posteriores; todos hablaban emocionados de lo mágica que había sido la experiencia, de la influencia de aquella película seminal y del peso en la cultura popular de ese universo. Resultaba curioso entonces que con el que no se contara fuera con el testimonio de la madre de todo aquello, la escritora británica J. K. Rowling.
Resultaba curioso, pero no casual. Por entonces, en plena guerra cultural entre lo liberal (o woke) y lo conservador (o facha) Rowling había sido encasillada en el segundo grupo por sus declaraciones sobre las mujeres trans. Era una peligrosa terfa, sostenían muchos, que debía ser apartada de los espacios de visibilidad para no dar pábulo a su peligroso discurso.
Ahora saltemos dos años en el tiempo. El año pasado se anunció una nueva serie de Harry Potter. Hace unos días, el jefe de HBO, Casey Bloys, dijo que J. K. Rowling ha estado “muy, muy metida en el proceso seleccionando el director y el guionista” de esa serie. Una nota de prensa posterior de la propia HBO afirmó que la cadena “lleva trabajando con J. K. Rowling y en el negocio de Harry Potter durante más de 20 años y su contribución ha sido invalorable y que, ojo al dato, “J. K. Rowling tiene derecho a expresar sus opiniones personales”. Vaya por Dios. Resulta que ya no está vetada. ¿Y qué es lo que ha propiciado este cambio de postura? Sin ninguna duda, el fulgurante éxito que desde el año pasado ha tenido el videojuego Hogwarts Legacy.
El año pasado llegó al mercado Hogwarts Legacy, un juego basado en el universo de Harry Potter, pero situado 100 años atrás. El juego fue víctima del mayor intento de boicot jamás visto en la historia del ocio interactivo. Algunos medios estadounidenses como Polygon o Kotaku hablaron más del “discurso de odio” de Rowling que del juego en sí. Otros hicieron cosas peores, como Wired, que hizo una crítica directamente fundamentada en el rechazo ideológico. Una crítica que, por cierto, corrió a cargo de Jaina Grey, activista trans que normalmente analizaba juguetes sexuales, no videojuegos. Sobre esa base, Grey calificó a juego con un 1 sobre 10. En cualquier caso, las críticas de medios especializados solo fueron una gota en un mar de mensajes contra el juego: millones y millones de ellos inundaron las redes sociales los meses previos al lanzamiento.
Spoiler: el boicot no funcionó. Vendió 30 millones de copias (y las que quedan), un éxito sin parangón que evidencia la disonancia entre el ruido del activismo del mundo digital y las consecuencias tangibles en el mundo real. Como ya ha pasado otras veces y hemos señalado, ese movimiento en el seno de los videojuegos preconizó varias de las noticias políticas que han pasado después.
No podemos saber qué habría pasado si este intento de boicot hubiera tenido lugar en 2020. Pero sí sabemos que el bumerán ha vuelto: si hace tres años la acusación de “facha” o “terf” bastaba para hacer fracasar un estreno, en 2024 las tornas han cambiado, y más bien es la acusación de que un producto es woke lo que puede hacerlo descarrilar. Donald Trump ha ganado las elecciones, en parte, cabalgando esa ola antiwoke que recorre el mundo. Es a esa ola a la que ahora se sube, también, Warner. De nuevo, el ecosistema de los videojuegos se anticipa a lo que luego pasa en el resto del mundo; ni que fuera solo por eso, deberíamos prestarles mucha más atención.
Ideología aparte, el movimiento de Warner sirve, ante todo, para darnos una lección: independientemente de la postura ideológica que se tome, la realidad es que las corporaciones no tienen ideario, solo carros ganadores a los que subirse. Los recientes fracasos de productos (películas, series, videojuegos, máquinas de afeitar) señalados como woke no han hecho recapacitar a ninguna industria; simplemente han movido sus inversiones como quien cambia de número por el que apuesta en el casino. Deberíamos tener esto en cuenta siempre, nos intenten vender una ideología o una varita mágica.
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Resultaba curioso, pero no casual. Por entonces, en plena guerra cultural entre lo liberal (o woke) y lo conservador (o facha) Rowling había sido encasillada en el segundo grupo por sus declaraciones sobre las mujeres trans. Era una peligrosa terfa, sostenían muchos, que debía ser apartada de los espacios de visibilidad para no dar pábulo a su peligroso discurso.
Ahora saltemos dos años en el tiempo. El año pasado se anunció una nueva serie de Harry Potter. Hace unos días, el jefe de HBO, Casey Bloys, dijo que J. K. Rowling ha estado “muy, muy metida en el proceso seleccionando el director y el guionista” de esa serie. Una nota de prensa posterior de la propia HBO afirmó que la cadena “lleva trabajando con J. K. Rowling y en el negocio de Harry Potter durante más de 20 años y su contribución ha sido invalorable y que, ojo al dato, “J. K. Rowling tiene derecho a expresar sus opiniones personales”. Vaya por Dios. Resulta que ya no está vetada. ¿Y qué es lo que ha propiciado este cambio de postura? Sin ninguna duda, el fulgurante éxito que desde el año pasado ha tenido el videojuego Hogwarts Legacy.
El año pasado llegó al mercado Hogwarts Legacy, un juego basado en el universo de Harry Potter, pero situado 100 años atrás. El juego fue víctima del mayor intento de boicot jamás visto en la historia del ocio interactivo. Algunos medios estadounidenses como Polygon o Kotaku hablaron más del “discurso de odio” de Rowling que del juego en sí. Otros hicieron cosas peores, como Wired, que hizo una crítica directamente fundamentada en el rechazo ideológico. Una crítica que, por cierto, corrió a cargo de Jaina Grey, activista trans que normalmente analizaba juguetes sexuales, no videojuegos. Sobre esa base, Grey calificó a juego con un 1 sobre 10. En cualquier caso, las críticas de medios especializados solo fueron una gota en un mar de mensajes contra el juego: millones y millones de ellos inundaron las redes sociales los meses previos al lanzamiento.
Spoiler: el boicot no funcionó. Vendió 30 millones de copias (y las que quedan), un éxito sin parangón que evidencia la disonancia entre el ruido del activismo del mundo digital y las consecuencias tangibles en el mundo real. Como ya ha pasado otras veces y hemos señalado, ese movimiento en el seno de los videojuegos preconizó varias de las noticias políticas que han pasado después.
No podemos saber qué habría pasado si este intento de boicot hubiera tenido lugar en 2020. Pero sí sabemos que el bumerán ha vuelto: si hace tres años la acusación de “facha” o “terf” bastaba para hacer fracasar un estreno, en 2024 las tornas han cambiado, y más bien es la acusación de que un producto es woke lo que puede hacerlo descarrilar. Donald Trump ha ganado las elecciones, en parte, cabalgando esa ola antiwoke que recorre el mundo. Es a esa ola a la que ahora se sube, también, Warner. De nuevo, el ecosistema de los videojuegos se anticipa a lo que luego pasa en el resto del mundo; ni que fuera solo por eso, deberíamos prestarles mucha más atención.
Ideología aparte, el movimiento de Warner sirve, ante todo, para darnos una lección: independientemente de la postura ideológica que se tome, la realidad es que las corporaciones no tienen ideario, solo carros ganadores a los que subirse. Los recientes fracasos de productos (películas, series, videojuegos, máquinas de afeitar) señalados como woke no han hecho recapacitar a ninguna industria; simplemente han movido sus inversiones como quien cambia de número por el que apuesta en el casino. Deberíamos tener esto en cuenta siempre, nos intenten vender una ideología o una varita mágica.
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