Los sucesivos cuerpos de Pepa Flores

goodwin.merlin

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Cuando Blanca Torres me llamó para participar en Marisol, llámame Pepa dije sí. Me maquillaron las ojeras, reflexioné en voz alta sobre una de las artistas españolas más importantes del siglo XX y volví a casa con esa desconfianza que nos queda cada vez que colaboramos en un documental. La grabación de una entrevista puede durar horas y lo que se recoge de tus palabras ilustra mínimamente lo que has dicho o lo que has querido decir o lo que crees que has dicho. Cuando vi en los Verdi, de Madrid, Marisol, llámame Pepa, se me pasaron los resquemores.

La película forma parte de Imprescindibles, serie de La 2 con la que me reafirmo en que la iconoclastia exige cierto punto de mitomanía. Marisol, llámame Pepa sobresale por esa aproximación que va de la niña al personaje y del personaje regresa a la mujer sin insistir en elementos escabrosos que reducen una biografía a morbosidad espectacular. Cualquier vida observada bajo una lente microscópica se revela en sus aspectos escatológicos y obscenos. Aunque no es menos cierto que la infancia, la pubertad, las metamorfosis de Pepa Flores se dieron en condiciones extremas. Unas compartidas —el franquismo—, otras solo suyas: una niña cantante mantiene a su familia y se convierte en estrella.

Blanca Torres escapa de la lógica pornográfica de cierto periodismo —también literatura y cine— que, rentabilizando el dolor, revictimiza en un bucle eterno a las mujeres que han sido objeto de violencia. Torres alumbra la figura de Pepa Flores desde su indudable relevancia sociológica, artística, cultural. En la película intervienen quienes la conocen de cerca —su hermana Vicki—, quienes la han estudiado —Luis García Gil, Aintzane Rincón— y también quienes hemos sentido que estaba dentro de nuestra vida porque la cultura se nos mete dentro inexorablemente. En el documental participamos aquellas niñas que cantábamos, moviendo la mandíbula, y aquellas mujeres admiradas por el talento y el arrojo que sobrevivió a la precocidad. Admiradas por esa lealtad que la mantuvo unida a su clase y por un compromiso político que no resultó fotogénico. Por ser una mujer que logró emanciparse de las tutelas sin perder la sensibilidad hacia lo común y los lugares a los que se pertenece.

Pepa Flores tocando la guitarra.

Blanca Torres recupera las imágenes de una artista que mutó delante del público. Su cuerpo no fue ajeno a la historia, y su desnudo, más allá de vicisitudes comerciales, constituyó un hito de la transición: la niña cantora del franquismo, el rayo de luz, el sueño que legitimaba la oscuridad de una dictadura o acaso daba oxígeno para respirar en su aire viciado, esa niña, fue un cuerpo desnudo contra la pudibundez de la represión. Sin embargo, ese desvelamiento también apuntalaba la ideología de siempre: mujeres desnudadas por la mirada masculina, fetiches que se rompen en pedazos al más mínimo roce. Pepa Flores se resiste a la exhibición impúdica.

Su silencio es un silencio político. Su gesto vital es relevante. Marisol niña era un icono y Pepa mujer, las distintas Pepas que fueron sucediéndose —Háblame del mar marinero, Mariana Pineda, la Pepa que desapareció—, una matrioska polisémica y radicalmente coherente. Lo más significativo son las transformaciones que suceden y fluyen entre el icono plano y el icono complejo: el cuerpo como lugar de cristalización de la historia, esa transición llena de pliegues conflictivos que difícilmente se congelan en una imagen. Los cuerpos se delinean, se embellecen, se pudren ante, contra, en la historia. Los sucesivos cuerpos de Pepa Flores forman parte de nuestros cuerpos sucesivos. Blanca Torres, con respeto y empatía, asume la dificultad de contar ese movimiento más allá de los tópicos.

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