Kitty_Gusikowski
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“Botas y tirantes / hostias en el bar / cabezas rapadas / y gritos de unidad”. Es la letra de una canción de Decibelios, pioneros de la subcultura skinhead en España, que apareció en el álbum Caldo de pollo, publicado en 1984. Una buena síntesis de lo que significa lo skinhead: el cráneo rasurado, el atuendo, la música, la afición a los bares, la diversión… y la violencia callejera.
Este estilo juvenil se estableció en España en los años ochenta, cuando las llamadas “tribus urbanas” (término repudiado por los académicos) entraron a chorro tras la muerte del dictador, formando una amalgama de punks, góticos, mods o rockers, en la Movida madrileña y otras movidas subsidiarias. Era la libertad. Ahí, en una segunda fase, emergió lo skin como una derivación de lo punk, muchas veces confundiéndose con él, sin saberse bien dónde acababa lo uno y empezaba lo otro, como se ilustra en los célebres cómics Pedro Pico y Pico Vena, en los que Carlos Azagra narra las aventuras beodas y radicales de dos colegas, uno punk y otro skin.
Un lustro después, y sobre todo durante los años noventa, buena parte de los skinheads se alinearon con la ultraderecha y formaron bandas neonazis que coparon el foco mediático con su violencia racista: se asoció en el imaginario popular, tal vez de forma irremediable, lo skin al fascismo. El asesinato de la trabajadora doméstica dominicana Lucrecia Pérez (además de las incontables palizas y amedrentamientos cotidianos perpetrados por los cabezas rapadas) fue el crimen más sonado de aquel neonazismo. El crimen sucedió acabando 1992, annus mirabilis de España ante el mundo, y se recoge en la reciente serie documental Lucrecia: un crimen de odio (Disney+), de David Cabrera y Garbiñe Armentia. Pero los skinheads no son solo nazis.
“Lo skinhead aparece en Gran Bretaña en torno a 1969, una fecha que se toma como fundacional, en el caldo de cultivo de la clase obrera blanca y los jóvenes de origen antillano. Es un estilo multirracial en el que dos universos se conjugan y empiezan a intercambiar experiencias”, dice el historiador Carles Viñas, lo que ilustra unos orígenes alejados del racismo y la xenofobia que caló posteriormente en el movimiento. Los skins, que venían de una vertiente de la subcultura mod llamada hard mod, lucían botas Dr. Martens, pantalones remangados y tirantes, chupas bomber o Harrington, camisetas Lonsdale o polos Fred Perry, lo que destilaba cierta elegancia agresiva. Ahora casi todo el atuendo se puede encontrar en El Corte Inglés, pero cuando llegó el estilo a España había que currárselo para completar el conjunto.
“El trasfondo artesanal se fue desvirtuando, y la estética ha sido absorbida por el sistema, que tiene gran capacidad para asimilar lo transgresor y ofrecerlo en el mercado, acabando con su sentido subversivo”, apunta Viñas. Su música era jamaicana: el reggae, el ska, el rocksteady, como el catálogo de la discográfica Trojan Records, icónica para el movimiento, unos estilos inopinadamente alegres, cálidos y melódicos para aquellos tipos tan rudos de nublado barrio obrero. Más adelante, a finales de los setenta, se asociaría a un subestilo del punk llamado Oi!, ya más macarra, donde despuntaron bandas como Sham 69, Cock Sparrer, The 4 Skins o Cockney Rejects. Sus letras trataban sobre los problemas de la clase trabajadora, la camaradería, los abusos policiales y la juerga al grito de “¡oi, oi, oi!”. La violencia siempre estuvo presente, “relacionada la territorialidad, la defensa del territorio ante las bandas rivales, de otros estilos juveniles (odiaban, sobre todo, a los hippies, a los que eran diametralmente opuestos) y también ligada a cierta idea de masculinidad”, explica el autor.
Viñas, profesor de la Universidad de Barcelona se ha dedicado a estudiar el movimiento desde su especialidad: su último libro, de reciente aparición, es Rapados (Verso Libros, con prólogo de Kiko Amat y epílogo de Fermin Muguruza), donde explora la llegada y el desarrollo de la subcultura por estas latitudes; aunque en el anterior, Skinheads. Historia global de un estilo (Bellaterra, 2022), estudiaba las raíces del movimiento y su repercusión desde una perspectiva internacional. Su trabajo se enmarca en la línea de estudio de las subculturas que inició el sociólogo Stuart Hall y el célebre Centre for Contemporary Cultural Studies, de Richard Hoggart, en la Universidad de Birmingham en los años sesenta. Véase el volumen Rituales de resistencia: subculturas juveniles en la Gran Bretaña de postguerra, coordinado por Hall y Tony Jefferson y publicado en España por Traficantes de Sueños.
“El inicio de las relaciones de los skinheads con la ultraderecha se dan en Gran Bretaña entre finales de los setenta y principios de los ochenta, cuando son atraídos por el British Movement y el National Front [de carácter fascista y neonazi]. También es una forma de transgresión juvenil: los padres y los abuelos habían luchado contra los nazis en la II Guerra Mundial”, explica Viñas. Curiosamente, los punks también había usado la simbología nazi (como las esvásticas de Sid Vicious, de los Sex Pistols), aunque de una manera banal y meramente provocadora (exceptuando aquellos nazi-punks contra los que gritaba Jello Biafra en una canción de los Dead Kennedys).
El cabeza rapada nazi, con su potente estética y sus dilemas sociopolíticos, ha sido seminal para el séptimo arte, desde American History X (Tony Caye, 1998), con la imagen indeleble de Edward Norton rapado y con una esvástica tatuada en el pecho, icónica del cine contemporáneo, o This is England (Shane Meadows, 2006), hasta Guerrera (Sangre y honor) (David Wnendt, 2011), pasando por la española Alacrán enamorado (Santiago Zannou, 2013, sobre una novela de Carlos Bardem), entre muchas otras.
Esa relación con el reverso tenebroso se exporta finalmente a España, donde los cabezas rapadas, además de recalar en las hinchadas futboleras (Ultras Sur, Frente Atlético, Boixos Nois), forman organizaciones como Bases Autónomas, de un curioso carácter anarcofascista, que en publicaciones como La Peste Negra, Cirrosis o ¡A por ellos! lo mismo mostraban simbología nazi que celebraban al anarquista Buenaventura Durruti. Los jóvenes de izquierdas eran catalogados como guarros, a los que había que dar caza, y algunos miembros de la organización acabaron implicados en asesinatos de enemigos políticos o personas sin hogar.
Como reacción a esta deriva, existieron grupos de skinheads de izquierdas, como SHARP (Skinheads Against Racial Prejudice; traducido como Skinheads contra los prejuicios raciales) o RASH (Red and Anarchist Skinheads; Skinheads rojos y anarquistas). Desde estos sectores se apodaba a los nazis como boneheads, algo así como cabezas huecas. Un tercer grupo vio en el apoliticismo una forma de reivindicar las esencias: los conciertos, los bares, los colegas, la diversión. “Los skinheads británicos originales, por ser de extracción obrera, probablemente votasen al laborismo... si es que votaban. Pero la política era algo secundario”, dice el ensayista.
El movimiento skinhead neonazi de los noventa no consiguió construir una alternativa política seria, y fue visto como lo que era: un fenómeno delincuencial. “La formación política era muy escasa, no había una voluntad de disciplina y los objetivos eran otros: reproducir lemas antiinmigración, lucir emblemas, símbolos y poco más”, dice el historiador. Ahora vivimos otro auge ultraderechista, pero las cosas han cambiado: los jóvenes de ultraderecha ya no parecen participar de una subcultura definida.
Su estética pasa, por lo general, desapercibida: ya no se ven tantos cráneos rasurados y chaquetas bomber. Si en Francia se describe la normalización de la extrema derecha como “desdiabolización”, la ultraderecha juvenil se ha “desdiabolizado” (ya la creación del partido Democracia Nacional, en 1995, trataba de conseguir una imagen más respetable, siguiendo el camino de Le Pen en Francia o Fini en Italia) y ha abandonado el aspecto agresivo y estigmatizante de lo skinhead, mientras que políticos de ultraderecha ocupan, de traje y corbata, escaños en el Congreso de los Diputados. “Es un fenómeno de basculación”, concluye Viñas, “cuando la ultraderecha no tiene representación institucional, consigue visibilidad en la calle. Cuando la tiene, no le interesa tanto esa beligerancia callejera”.
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Este estilo juvenil se estableció en España en los años ochenta, cuando las llamadas “tribus urbanas” (término repudiado por los académicos) entraron a chorro tras la muerte del dictador, formando una amalgama de punks, góticos, mods o rockers, en la Movida madrileña y otras movidas subsidiarias. Era la libertad. Ahí, en una segunda fase, emergió lo skin como una derivación de lo punk, muchas veces confundiéndose con él, sin saberse bien dónde acababa lo uno y empezaba lo otro, como se ilustra en los célebres cómics Pedro Pico y Pico Vena, en los que Carlos Azagra narra las aventuras beodas y radicales de dos colegas, uno punk y otro skin.
Un lustro después, y sobre todo durante los años noventa, buena parte de los skinheads se alinearon con la ultraderecha y formaron bandas neonazis que coparon el foco mediático con su violencia racista: se asoció en el imaginario popular, tal vez de forma irremediable, lo skin al fascismo. El asesinato de la trabajadora doméstica dominicana Lucrecia Pérez (además de las incontables palizas y amedrentamientos cotidianos perpetrados por los cabezas rapadas) fue el crimen más sonado de aquel neonazismo. El crimen sucedió acabando 1992, annus mirabilis de España ante el mundo, y se recoge en la reciente serie documental Lucrecia: un crimen de odio (Disney+), de David Cabrera y Garbiñe Armentia. Pero los skinheads no son solo nazis.
“Lo skinhead aparece en Gran Bretaña en torno a 1969, una fecha que se toma como fundacional, en el caldo de cultivo de la clase obrera blanca y los jóvenes de origen antillano. Es un estilo multirracial en el que dos universos se conjugan y empiezan a intercambiar experiencias”, dice el historiador Carles Viñas, lo que ilustra unos orígenes alejados del racismo y la xenofobia que caló posteriormente en el movimiento. Los skins, que venían de una vertiente de la subcultura mod llamada hard mod, lucían botas Dr. Martens, pantalones remangados y tirantes, chupas bomber o Harrington, camisetas Lonsdale o polos Fred Perry, lo que destilaba cierta elegancia agresiva. Ahora casi todo el atuendo se puede encontrar en El Corte Inglés, pero cuando llegó el estilo a España había que currárselo para completar el conjunto.
“El trasfondo artesanal se fue desvirtuando, y la estética ha sido absorbida por el sistema, que tiene gran capacidad para asimilar lo transgresor y ofrecerlo en el mercado, acabando con su sentido subversivo”, apunta Viñas. Su música era jamaicana: el reggae, el ska, el rocksteady, como el catálogo de la discográfica Trojan Records, icónica para el movimiento, unos estilos inopinadamente alegres, cálidos y melódicos para aquellos tipos tan rudos de nublado barrio obrero. Más adelante, a finales de los setenta, se asociaría a un subestilo del punk llamado Oi!, ya más macarra, donde despuntaron bandas como Sham 69, Cock Sparrer, The 4 Skins o Cockney Rejects. Sus letras trataban sobre los problemas de la clase trabajadora, la camaradería, los abusos policiales y la juerga al grito de “¡oi, oi, oi!”. La violencia siempre estuvo presente, “relacionada la territorialidad, la defensa del territorio ante las bandas rivales, de otros estilos juveniles (odiaban, sobre todo, a los hippies, a los que eran diametralmente opuestos) y también ligada a cierta idea de masculinidad”, explica el autor.
Viñas, profesor de la Universidad de Barcelona se ha dedicado a estudiar el movimiento desde su especialidad: su último libro, de reciente aparición, es Rapados (Verso Libros, con prólogo de Kiko Amat y epílogo de Fermin Muguruza), donde explora la llegada y el desarrollo de la subcultura por estas latitudes; aunque en el anterior, Skinheads. Historia global de un estilo (Bellaterra, 2022), estudiaba las raíces del movimiento y su repercusión desde una perspectiva internacional. Su trabajo se enmarca en la línea de estudio de las subculturas que inició el sociólogo Stuart Hall y el célebre Centre for Contemporary Cultural Studies, de Richard Hoggart, en la Universidad de Birmingham en los años sesenta. Véase el volumen Rituales de resistencia: subculturas juveniles en la Gran Bretaña de postguerra, coordinado por Hall y Tony Jefferson y publicado en España por Traficantes de Sueños.
Los skinheads fascistas
“El inicio de las relaciones de los skinheads con la ultraderecha se dan en Gran Bretaña entre finales de los setenta y principios de los ochenta, cuando son atraídos por el British Movement y el National Front [de carácter fascista y neonazi]. También es una forma de transgresión juvenil: los padres y los abuelos habían luchado contra los nazis en la II Guerra Mundial”, explica Viñas. Curiosamente, los punks también había usado la simbología nazi (como las esvásticas de Sid Vicious, de los Sex Pistols), aunque de una manera banal y meramente provocadora (exceptuando aquellos nazi-punks contra los que gritaba Jello Biafra en una canción de los Dead Kennedys).
El cabeza rapada nazi, con su potente estética y sus dilemas sociopolíticos, ha sido seminal para el séptimo arte, desde American History X (Tony Caye, 1998), con la imagen indeleble de Edward Norton rapado y con una esvástica tatuada en el pecho, icónica del cine contemporáneo, o This is England (Shane Meadows, 2006), hasta Guerrera (Sangre y honor) (David Wnendt, 2011), pasando por la española Alacrán enamorado (Santiago Zannou, 2013, sobre una novela de Carlos Bardem), entre muchas otras.
Esa relación con el reverso tenebroso se exporta finalmente a España, donde los cabezas rapadas, además de recalar en las hinchadas futboleras (Ultras Sur, Frente Atlético, Boixos Nois), forman organizaciones como Bases Autónomas, de un curioso carácter anarcofascista, que en publicaciones como La Peste Negra, Cirrosis o ¡A por ellos! lo mismo mostraban simbología nazi que celebraban al anarquista Buenaventura Durruti. Los jóvenes de izquierdas eran catalogados como guarros, a los que había que dar caza, y algunos miembros de la organización acabaron implicados en asesinatos de enemigos políticos o personas sin hogar.
Como reacción a esta deriva, existieron grupos de skinheads de izquierdas, como SHARP (Skinheads Against Racial Prejudice; traducido como Skinheads contra los prejuicios raciales) o RASH (Red and Anarchist Skinheads; Skinheads rojos y anarquistas). Desde estos sectores se apodaba a los nazis como boneheads, algo así como cabezas huecas. Un tercer grupo vio en el apoliticismo una forma de reivindicar las esencias: los conciertos, los bares, los colegas, la diversión. “Los skinheads británicos originales, por ser de extracción obrera, probablemente votasen al laborismo... si es que votaban. Pero la política era algo secundario”, dice el ensayista.
Las ‘desdiabolización’ de la ultraderecha
El movimiento skinhead neonazi de los noventa no consiguió construir una alternativa política seria, y fue visto como lo que era: un fenómeno delincuencial. “La formación política era muy escasa, no había una voluntad de disciplina y los objetivos eran otros: reproducir lemas antiinmigración, lucir emblemas, símbolos y poco más”, dice el historiador. Ahora vivimos otro auge ultraderechista, pero las cosas han cambiado: los jóvenes de ultraderecha ya no parecen participar de una subcultura definida.
Su estética pasa, por lo general, desapercibida: ya no se ven tantos cráneos rasurados y chaquetas bomber. Si en Francia se describe la normalización de la extrema derecha como “desdiabolización”, la ultraderecha juvenil se ha “desdiabolizado” (ya la creación del partido Democracia Nacional, en 1995, trataba de conseguir una imagen más respetable, siguiendo el camino de Le Pen en Francia o Fini en Italia) y ha abandonado el aspecto agresivo y estigmatizante de lo skinhead, mientras que políticos de ultraderecha ocupan, de traje y corbata, escaños en el Congreso de los Diputados. “Es un fenómeno de basculación”, concluye Viñas, “cuando la ultraderecha no tiene representación institucional, consigue visibilidad en la calle. Cuando la tiene, no le interesa tanto esa beligerancia callejera”.
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Los ‘skinheads’ no son (solo) nazis
Esta subcultura está asociada al movimiento neonazi, pero tiene raíces más profundas, ajenas a los discursos de odio y en torno a la música jamaicana. El historiador Carles Viñas investiga su evolución en el libro ‘Rapados’
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