Reva_Baumbach
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En 2022, el 40% de la superficie quemada en Europa fue española. Ese verano ardió el 6% de la provincia de Zamora. El primer incendio importante, en junio, calcinó 25.000 hectáreas. El segundo, tal vez el más grande de la historia de nuestro país, arrasó 31.473 hectáreas y mató a cuatro personas. El 75% de la superficie devastada por las llamas era masa forestal llena de sotobosque altamente combustible. Empezó hacia las seis de la tarde del día 17 de julio, cuando un rayo cayó en la sierra de la Culebra. El sábado 16 el periodista Juan Navarro, que ya había escrito sobre el primer fuego, publicó una información sobre diversos incendios activos en Castilla y León. Las condiciones climáticas de sequedad y altas temperaturas creaban las condiciones para que se multiplicasen y podía ser mucho peor si se producía un aumento significativo del viento. No podía saber lo que le esperaba. A última hora de la tarde del domingo 17, Navarro enseñó su carné de periodista a la Guardia Civil para poder conducir por un sendero de tierra cortado. No se arriesgaría, les prometió. Esa noche escribió la crónica en el asiento del copiloto de su coche, “con la muralla naranja alumbrando detrás de la pantalla del portátil”.
Sostiene la jefaza Leila Guerriero en Zona de obras que “un cronista es, por definición, alguien que llega tarde, que se toma tiempo para ver y más tiempo para contar eso que vio”. Juan Navarro no llegó tarde porque estaba allí informando, pero desde entonces ha vuelto una y otra vez a esos paisajes de la desolación, a los pueblos sin futuro y a los bosques ennegrecidos por donde pasan camiones cargando troncos chamuscados, y también ha ido con preguntas a los despachos de los responsables de medio ambiente autonómicos en su sede aséptica en Valladolid. Y así ha escrito una gran crónica para contar lo que se sigue viendo: este reportaje sobre los fuegos en Zamora es un duro retrato humano, político y económico sobre una España olvidada que a nadie parece importar. Como en El tiempo del fuego, de John Vaillant, centrado en los incendios de Alberta (Canadá) en 2016 y que Capitán Swing acaba de traducir, Los rescoldos de la culebra es un libro de periodismo modélico en que las personas concretas —de bomberos a vecinos— están dramáticamente conectadas con las consecuencias del cambio climático, sin el que no se explican los apocalípticos incendios de sexta generación.
“Han dejado morir a los pueblos”, dice un jubilado de 80 años sentado en el despacho de su taller adornado con una fotografía de los incendios. En el relato de Navarro, datos y miradas sobre la despoblación de la zona y el aumento de la superficie forestal por el abandono de la ganadería se solapan con la denuncia de la dejadez de la clase política provincial, que acumula promesas sin cumplir para mejorar la situación contractual de las brigadas, ayudar a los afectados o invertir para el desarrollo económico de la región. “Nadie dimite y todo sigue igual”. Al no existir un nervio cívico, como constatan algunos de sus habitantes, no hay mecanismos de presión ni de protesta. El paroxismo llega al describir las acciones que se impulsaron para recaudar recursos tras la devastación. Desde el fallido festival musical impulsado por el pintoresco voxista Juan García-Gallardo hasta las penosas iniciativas del consejero de Cultura, Turismo y Deportes, Gonzalo Santonja, que recaudaron 250 euros. El contraste entre la acción política y la realidad es demoledor. A uno se le saltan las lágrimas cuando al final del libro, al volver al caso del bombero Daniel Gullón, se explica que la Medalla de Oro por heroísmo concedida a título póstumo no ha sido entregada a su familia.
La primera parte del libro reconstruye las situaciones dramáticas que provocaron las muertes durante esos días de julio. En varios momentos el lector siente el calor asfixiante, le parece que carga el peso de las mochilas de los bomberos, acompaña al fotógrafo que casi pierde la vida o a la gente que huye en coches que se derriten, ve morir a los animales, contempla cómo fallecen los hombres atrapados por las llamas. El discurso es puro presente angustiado.
Luego vienen las consecuencias, el momento en el que la sierra de la Culebra deja de ser centro de interés mediático y en los bosques hay silencio porque no hay animales o solo el sonido de las aspas de los molinos de viento. Especialmente brillante es la descripción de la terapia de un grupo de bomberos. Las psicólogas les piden que rellenen un frasco de vidrio con mensajes anónimos escritos en pequeñas piezas de papel. Está la frustración, la tristeza y la solidaridad. Pero también aquel pedazo de papel en blanco cargado de significado. Es como el vacío conmovido que le queda al lector tras experimentar tanta rabia resignada y despedirse de la mujer de Daniel, que se ha tatuado el recuerdo de su marido en el brazo.
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Sostiene la jefaza Leila Guerriero en Zona de obras que “un cronista es, por definición, alguien que llega tarde, que se toma tiempo para ver y más tiempo para contar eso que vio”. Juan Navarro no llegó tarde porque estaba allí informando, pero desde entonces ha vuelto una y otra vez a esos paisajes de la desolación, a los pueblos sin futuro y a los bosques ennegrecidos por donde pasan camiones cargando troncos chamuscados, y también ha ido con preguntas a los despachos de los responsables de medio ambiente autonómicos en su sede aséptica en Valladolid. Y así ha escrito una gran crónica para contar lo que se sigue viendo: este reportaje sobre los fuegos en Zamora es un duro retrato humano, político y económico sobre una España olvidada que a nadie parece importar. Como en El tiempo del fuego, de John Vaillant, centrado en los incendios de Alberta (Canadá) en 2016 y que Capitán Swing acaba de traducir, Los rescoldos de la culebra es un libro de periodismo modélico en que las personas concretas —de bomberos a vecinos— están dramáticamente conectadas con las consecuencias del cambio climático, sin el que no se explican los apocalípticos incendios de sexta generación.
“Han dejado morir a los pueblos”, dice un jubilado de 80 años sentado en el despacho de su taller adornado con una fotografía de los incendios. En el relato de Navarro, datos y miradas sobre la despoblación de la zona y el aumento de la superficie forestal por el abandono de la ganadería se solapan con la denuncia de la dejadez de la clase política provincial, que acumula promesas sin cumplir para mejorar la situación contractual de las brigadas, ayudar a los afectados o invertir para el desarrollo económico de la región. “Nadie dimite y todo sigue igual”. Al no existir un nervio cívico, como constatan algunos de sus habitantes, no hay mecanismos de presión ni de protesta. El paroxismo llega al describir las acciones que se impulsaron para recaudar recursos tras la devastación. Desde el fallido festival musical impulsado por el pintoresco voxista Juan García-Gallardo hasta las penosas iniciativas del consejero de Cultura, Turismo y Deportes, Gonzalo Santonja, que recaudaron 250 euros. El contraste entre la acción política y la realidad es demoledor. A uno se le saltan las lágrimas cuando al final del libro, al volver al caso del bombero Daniel Gullón, se explica que la Medalla de Oro por heroísmo concedida a título póstumo no ha sido entregada a su familia.
La primera parte del libro reconstruye las situaciones dramáticas que provocaron las muertes durante esos días de julio. En varios momentos el lector siente el calor asfixiante, le parece que carga el peso de las mochilas de los bomberos, acompaña al fotógrafo que casi pierde la vida o a la gente que huye en coches que se derriten, ve morir a los animales, contempla cómo fallecen los hombres atrapados por las llamas. El discurso es puro presente angustiado.
Luego vienen las consecuencias, el momento en el que la sierra de la Culebra deja de ser centro de interés mediático y en los bosques hay silencio porque no hay animales o solo el sonido de las aspas de los molinos de viento. Especialmente brillante es la descripción de la terapia de un grupo de bomberos. Las psicólogas les piden que rellenen un frasco de vidrio con mensajes anónimos escritos en pequeñas piezas de papel. Está la frustración, la tristeza y la solidaridad. Pero también aquel pedazo de papel en blanco cargado de significado. Es como el vacío conmovido que le queda al lector tras experimentar tanta rabia resignada y despedirse de la mujer de Daniel, que se ha tatuado el recuerdo de su marido en el brazo.
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‘Los rescoldos de la culebra’, de Juan Navarro García: la rabia del fuego, el vacío de las cenizas
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