Adeline_Gerhold
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Como se sabe, las revistas y en general los materiales impresos de la época vanguardista, los libros, pero también los manifiestos y todo lo demás, fueron parte sustancial de la producción artística. Toda esta ingente masa de papel en la que los artistas volcaron su vehemencia pasa así de ser un alijo documental para convertirse, desde cierta perspectiva, en la auténtica Obra (con mayúscula) del período que va de comienzos del siglo XX a los años setenta, contando con las llamadas tardovanguardias. El arte era acción, y la realización de las grandes utopías era anticipada ya en la profecía de esos mismos materiales.
El papel es frágil, pero también lo son las ideas, incluso aquellas retumbantes ideas, propugnadas por lo demás en sincronía con los movimientos totalitarios. Cuando la carga explosiva de Idea (otra mayúscula) es desactivada, el papel de su propagación pasa a pertenecer al archivo del Arte (otra más, la última). Y, en esa nueva condición de objeto artístico, especialmente revelador, como nunca antes ni después, del clima, el sentido y las formas de una época, constituye el contenido de extraordinarias colecciones. El Arte como archivo del arte.
La colección barcelonesa López-Triquell que alimenta esta magnífica exposición —600 piezas, nombres infinitos— comenzó dedicada al modernismo catalán y al noucentisme, que pillaban cerca. Antes de su expansión por España y de hacerse con los papeles del 27 (los Carteles de Giménez Caballero, el número de Litoral homenaje a Góngora, ilustrado por Juan Gris, o el catálogo de la única exposición, en Dalmau, de dibujos de Federico García Lorca), creció con las decisivas vanguardias catalanas: Salvat-Papasseit y sus Poemes en ondes hertzianes, con cubierta de Torres-García, o la revista Un enemic del poble, en la que colaboraron los uruguayos Torres y Barradas. Y abordó el autóctono Ultraísmo, cuyo Manifiesto, firmado por Guillermo de Torre con diseño de Barradas, apareció como suplemento de la revista Grecia.
En fin, Dalí acompaña sobre el papel a José María Hinojosa, Gregorio Prieto a Altolaguirre, Óscar Domínguez a Agustín Espinosa… Pero sería un error creer que la función de las imágenes era la de ilustrar las palabras. En 1922, Gerardo Diego tituló Imagen sus versos, y su admirado Vicente Huidobro —otro protagonista, uruguayo también— subtituló Une exposition de poèmes el catálogo de su célebre suite Salle XIV, en el Théâtre Edouard VII, de París. Los cuadros se escriben, los poemas se pintan. El Arte ha suplantado a las artes.
Esta es una historia de títulos voltaicos y acelerados —El pentagrama eléctrico, del mexicano Salvador Gallardo, el Looping del chileno Juan Marín, el Luna Park (con cubierta de superhéroes, de Toño Salazar), o los Andamios interiores. Poemas radiográficos, del mexicano Manuel Maples Arce—. Zigzags angulosos, geometrías rojinegras o verdinegras, números fabriles, eses como olas. Con Torres y Barradas, la colección pasó a América. “Nuestro norte es el sur”, diría Torres-García, ya en los cuarenta, en Montevideo. Pues bien, la exposición habla del papel de ese sur en la historia vanguardista. Tras la revolución y el regreso de Diego Rivera, el ministro José Vasconcelos emprendió en México y en los países del área una vertiginosa acción cultural en busca de una identidad moderna. Entre los muralistas y los estridentistas —Maples Arce inauguraba los murales de Rivera— florecieron los diseños y viñetas del inefable Doctor Atl, o los de otro protagonista español, el escritor y estupendo dibujante Gabriel García Maroto, colaborador en los afanes de Vasconcelos. Y está la cubierta combatiente de Rivera para El soldado desconocido, del nicaragüense Salomón de la Selva, amante en México de la estadounidense Katherine Anne Porter, a quien dejó embarazada y abandonada.
Historia de perdularios, de funámbulos y de suicidas. Además de México y España, sus otros dos escenarios principales fueron Perú y Argentina. Ambos aportan a la colección López-Triquell palabras mayores e imágenes mayores: todo lo publicado en vida por César Vallejo, incluida la novela El Tungsteno, con cubierta de Ramón Puyol; Favorables París Poema, de Vallejo y Larrea, y otra revista decisiva, Amauta, obra de José Carlos Mariátegui. Infatigable y culto, marxista y a la vez abierto como pocos a la comprensión de la diversidad, Mariátegui es uno de los héroes de la historia. De Perú también, César Moro, con imágenes de Remedios Varo o Alice Rahon. Y los dibujos de Julia Codesido, muestra del indigenismo que, junto al bolchevismo, fue uno de los horizontes invocados por las vanguardias de América.
¡No más nombres, por Dios! Es como si el archivo del arte hubiese reducido la lengua, como decía Saussure en su viejo tratado, a una nomenclatura. Y el nomenclátor tejido por Juan Manuel Bonet, uno de los comisarios, en el catálogo (ya se había ocupado en 2001, aquí mismo, de otra gran exposición sobre las vanguardias literarias argentinas), es abrumador. Del otro comisario, José Ignacio Abeijón, máximo especialista, esperamos pronto su Torres-García. ¡No, no más nombres!, nos decimos. Pero ambos saben que es imposible, como si el destino de la misteriosa relación que guardan el papel y los nombres fueran las enumeraciones.
Aun así, inevitables menciones argentinas: los papeles de Borges ilustrados por su hermana Norah; la cubierta sin par de Kindergarten, de Francisco Luis Bernárdez, trazada por el gallego Cándido Fernández Mazas; el lado más obrerista representado por el grupo de Boedo y la revista Claridad y capitaneado por Raúl González Tuñón; las revistas Arturo y Arte Madí, y las que fundó Aldo Pellegrini cuando el surrealismo ya era una versión de sí mismo. Las vanguardias de los sesenta y setenta, mechadas de revolución y desapariciones, dejaron un rastro de hermosura visual; por ejemplo, la revista argentina Diagonal Cero. Pero abundan sobre todo las serigrafías y los contrastes fotográficos entre brutalistas y pop que llaman a la lucha: la venezolana El techo de la ballena, o la argentina Barrilete. Habrá quien sienta melancolía al verlo todo convertido en arte. Pero así son las conquistas de la civilización.
Vanguardias literarias transatlánticas del siglo XX. Casa de América. Madrid. Hasta el 14 de noviembre.
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El papel es frágil, pero también lo son las ideas, incluso aquellas retumbantes ideas, propugnadas por lo demás en sincronía con los movimientos totalitarios. Cuando la carga explosiva de Idea (otra mayúscula) es desactivada, el papel de su propagación pasa a pertenecer al archivo del Arte (otra más, la última). Y, en esa nueva condición de objeto artístico, especialmente revelador, como nunca antes ni después, del clima, el sentido y las formas de una época, constituye el contenido de extraordinarias colecciones. El Arte como archivo del arte.
La colección barcelonesa López-Triquell que alimenta esta magnífica exposición —600 piezas, nombres infinitos— comenzó dedicada al modernismo catalán y al noucentisme, que pillaban cerca. Antes de su expansión por España y de hacerse con los papeles del 27 (los Carteles de Giménez Caballero, el número de Litoral homenaje a Góngora, ilustrado por Juan Gris, o el catálogo de la única exposición, en Dalmau, de dibujos de Federico García Lorca), creció con las decisivas vanguardias catalanas: Salvat-Papasseit y sus Poemes en ondes hertzianes, con cubierta de Torres-García, o la revista Un enemic del poble, en la que colaboraron los uruguayos Torres y Barradas. Y abordó el autóctono Ultraísmo, cuyo Manifiesto, firmado por Guillermo de Torre con diseño de Barradas, apareció como suplemento de la revista Grecia.
En fin, Dalí acompaña sobre el papel a José María Hinojosa, Gregorio Prieto a Altolaguirre, Óscar Domínguez a Agustín Espinosa… Pero sería un error creer que la función de las imágenes era la de ilustrar las palabras. En 1922, Gerardo Diego tituló Imagen sus versos, y su admirado Vicente Huidobro —otro protagonista, uruguayo también— subtituló Une exposition de poèmes el catálogo de su célebre suite Salle XIV, en el Théâtre Edouard VII, de París. Los cuadros se escriben, los poemas se pintan. El Arte ha suplantado a las artes.
Esta es una historia de títulos voltaicos y acelerados —El pentagrama eléctrico, del mexicano Salvador Gallardo, el Looping del chileno Juan Marín, el Luna Park (con cubierta de superhéroes, de Toño Salazar), o los Andamios interiores. Poemas radiográficos, del mexicano Manuel Maples Arce—. Zigzags angulosos, geometrías rojinegras o verdinegras, números fabriles, eses como olas. Con Torres y Barradas, la colección pasó a América. “Nuestro norte es el sur”, diría Torres-García, ya en los cuarenta, en Montevideo. Pues bien, la exposición habla del papel de ese sur en la historia vanguardista. Tras la revolución y el regreso de Diego Rivera, el ministro José Vasconcelos emprendió en México y en los países del área una vertiginosa acción cultural en busca de una identidad moderna. Entre los muralistas y los estridentistas —Maples Arce inauguraba los murales de Rivera— florecieron los diseños y viñetas del inefable Doctor Atl, o los de otro protagonista español, el escritor y estupendo dibujante Gabriel García Maroto, colaborador en los afanes de Vasconcelos. Y está la cubierta combatiente de Rivera para El soldado desconocido, del nicaragüense Salomón de la Selva, amante en México de la estadounidense Katherine Anne Porter, a quien dejó embarazada y abandonada.
El arte era acción, y la realización de las grandes utopías era anticipada en la profecía de estos materiales
Historia de perdularios, de funámbulos y de suicidas. Además de México y España, sus otros dos escenarios principales fueron Perú y Argentina. Ambos aportan a la colección López-Triquell palabras mayores e imágenes mayores: todo lo publicado en vida por César Vallejo, incluida la novela El Tungsteno, con cubierta de Ramón Puyol; Favorables París Poema, de Vallejo y Larrea, y otra revista decisiva, Amauta, obra de José Carlos Mariátegui. Infatigable y culto, marxista y a la vez abierto como pocos a la comprensión de la diversidad, Mariátegui es uno de los héroes de la historia. De Perú también, César Moro, con imágenes de Remedios Varo o Alice Rahon. Y los dibujos de Julia Codesido, muestra del indigenismo que, junto al bolchevismo, fue uno de los horizontes invocados por las vanguardias de América.
¡No más nombres, por Dios! Es como si el archivo del arte hubiese reducido la lengua, como decía Saussure en su viejo tratado, a una nomenclatura. Y el nomenclátor tejido por Juan Manuel Bonet, uno de los comisarios, en el catálogo (ya se había ocupado en 2001, aquí mismo, de otra gran exposición sobre las vanguardias literarias argentinas), es abrumador. Del otro comisario, José Ignacio Abeijón, máximo especialista, esperamos pronto su Torres-García. ¡No, no más nombres!, nos decimos. Pero ambos saben que es imposible, como si el destino de la misteriosa relación que guardan el papel y los nombres fueran las enumeraciones.
Aun así, inevitables menciones argentinas: los papeles de Borges ilustrados por su hermana Norah; la cubierta sin par de Kindergarten, de Francisco Luis Bernárdez, trazada por el gallego Cándido Fernández Mazas; el lado más obrerista representado por el grupo de Boedo y la revista Claridad y capitaneado por Raúl González Tuñón; las revistas Arturo y Arte Madí, y las que fundó Aldo Pellegrini cuando el surrealismo ya era una versión de sí mismo. Las vanguardias de los sesenta y setenta, mechadas de revolución y desapariciones, dejaron un rastro de hermosura visual; por ejemplo, la revista argentina Diagonal Cero. Pero abundan sobre todo las serigrafías y los contrastes fotográficos entre brutalistas y pop que llaman a la lucha: la venezolana El techo de la ballena, o la argentina Barrilete. Habrá quien sienta melancolía al verlo todo convertido en arte. Pero así son las conquistas de la civilización.
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