vidal63
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La actualidad de este convulso siglo XXI invita al escapismo. ¿Qué tal un viaje a los primeros pasos del rock and roll? Filmin ha recuperado una joya entrada en años: Rock Around the Clock es un musical de 1956, el primero sobre el fenómeno que era la gran novedad en las salas de baile. Lo hace a través de Bill Haley and His Comets, un grupo blanco que se anticipó por poco a los primeros trabajos de Elvis Presley. Y, como requiere el relato de un género mestizo y bastardo, hay en este filme más música y muy diversa: la de dos bandas negras, The Platters y su tremendo Only You, o el combo de Ernie Freeman; una latina, Tony Martinez and His Mambo; y una más de rock blanco: Freddie Bell and the Bellboys. Sorpresa, los protagonistas del filme no son ninguno de esos músicos, cabía esperar que lo fuera Haley, sino los actores de una trama de ficción en torno a las miserias de la industria del entretenimiento. Y aparece moviendo los hilos un dj, Alan Freed, a quien se atribuye haber popularizado la misma expresión rock and roll.
Esto no trata de los orígenes del rock, cuyas raíces se hunden en el blues del Delta del Misisipi y en los márgenes de aquella sociedad racista. Los primeras artistas del género fueron todos afroamericanos: Litte Richard, Chuck Berry, Sister Rosetta Tharpe, Fats Domino o Ike Turner. A mediados de los cincuenta, esos ritmos atraparon a la juventud blanca, porque las ondas de las radios sorteaban la segregación y porque los pinchadiscos de las emisoras comerciales empezaron a dar cancha al rythm and blues. Despuntaba una generación de adolescentes inquietos, que no habían vivido los rigores de la guerra y que podían permitirse comprar algunos vinilos. La aparición de músicos blancos del género logró que la etiqueta del rock and roll, a diferencia de la del rythm and blues, ya no estuviera limitada a las listas y emisoras de música negra.
De lo que trata esta película es de cómo el primer rock fue conquistando escenarios (y la radio, y la televisión, y las tiendas de discos) en esa Norteamérica inclinada al hedonismo. Se constata el declive de las big bands, las orquestas de muchos músicos que amenizaban las noches en los locales, y la rápida irrupción de bandas menos numerosas donde iban ganando protagonismo las guitarras eléctricas. El éxito en una de esas salas no se medía con los aplausos, sino en el número de parejas que saltaba a bailar.
Los dos principales personajes de ficción son un héroe y una villana: un representante honesto y ambicioso que apuesta por llevar a una banda de provincias a triunfar a Nueva York (Johnnie Johnston), y una empresaria del ocio nocturno (Alix Talton) que conspira en su contra porque quiere casarse con él, pese a que está enamorado de una bailarina (Lisa Gaye). Un guion muy de su tiempo sobre rivalidades, engaños y celos con un trasfondo sutil de cambio social. No se aborda explícitamente el conflicto racial, pero la selección de artistas desmonta las barreras que ya había agrietado antes el jazz.
Aquí se mira lo turbio de la industria musical, simbolizada en el representante, en la empresaria y en Alan Freed, quien se interpreta a sí mismo. Freed era una estrella de la radio y luego de la televisión, así como promotor y productor, que fue decisivo en la expansión de la nueva ola. Fue la corrupción la que hundió a Freed en los primeros sesenta: fue señalado en el escándalo de la payola, los sobornos que se pagaban para que las radios pincharan determinados discos; se le acusó de apropiarse de derechos de autor de composiciones ajenas (de Chuck Berry entre otros) y de evasión de impuestos. Tuvo que declarar ante una comisión del Congreso de Estados Unidos, en la que defendió las mordidas como una remuneración por su “consultoría”. Fue condenado, se arruinó, se dio al alcohol y murió en enero de 1965, con 43 años, por una cirrosis.
Tampoco los demás que salen en el filme se mantuvieron mucho tiempo en lo más alto. La popularidad de Bill Haley fue efímera pese al gran éxito que conquistó en sus mejores días. Ni siquiera llegó a verse eclipsado por la invasión británica (como le pasó al mismo Elvis a partir de 1964, cuando los Beatles salieron en el Ed Sullivan Show), porque para entonces Haley ya se había instalado en México y pasado al twist. Luego haría algunas giras por Europa para nostálgicos y murió en 1981 a los 54 años. La formación que hizo inmortales a los Platters se fue desintegrando en los años siguientes, aunque la marca resistió con otros cantantes hasta bien entrado el siglo XXI. Y Tony Martinez haría más cine que mambo y chachachá, pese a que no se le daba nada mal.
Rock Around the Clock (producida por Sam Katzman, que luego haría algunas películas con Elvis; dirigida por Fred F. Sears, que murió al año siguiente del estreno) transmite que el rock and roll tenía algo de transgresor, de ruptura, que había abierto una brecha entre generaciones, pero no se tomaba a sí mismo muy en serio: aspiraba sobre todo a ser bailado. Nadie esperaba entonces que se convirtiera en el fenómeno social y cultural que fue en la década siguiente, cuando llegó a creerse que iba a cambiar el mundo. Muchas cosas cambiaron en los sesenta, sí, pero la escena musical de la década prodigiosa fue rácana en reconocer a los pioneros.
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Esto no trata de los orígenes del rock, cuyas raíces se hunden en el blues del Delta del Misisipi y en los márgenes de aquella sociedad racista. Los primeras artistas del género fueron todos afroamericanos: Litte Richard, Chuck Berry, Sister Rosetta Tharpe, Fats Domino o Ike Turner. A mediados de los cincuenta, esos ritmos atraparon a la juventud blanca, porque las ondas de las radios sorteaban la segregación y porque los pinchadiscos de las emisoras comerciales empezaron a dar cancha al rythm and blues. Despuntaba una generación de adolescentes inquietos, que no habían vivido los rigores de la guerra y que podían permitirse comprar algunos vinilos. La aparición de músicos blancos del género logró que la etiqueta del rock and roll, a diferencia de la del rythm and blues, ya no estuviera limitada a las listas y emisoras de música negra.
De lo que trata esta película es de cómo el primer rock fue conquistando escenarios (y la radio, y la televisión, y las tiendas de discos) en esa Norteamérica inclinada al hedonismo. Se constata el declive de las big bands, las orquestas de muchos músicos que amenizaban las noches en los locales, y la rápida irrupción de bandas menos numerosas donde iban ganando protagonismo las guitarras eléctricas. El éxito en una de esas salas no se medía con los aplausos, sino en el número de parejas que saltaba a bailar.
Los dos principales personajes de ficción son un héroe y una villana: un representante honesto y ambicioso que apuesta por llevar a una banda de provincias a triunfar a Nueva York (Johnnie Johnston), y una empresaria del ocio nocturno (Alix Talton) que conspira en su contra porque quiere casarse con él, pese a que está enamorado de una bailarina (Lisa Gaye). Un guion muy de su tiempo sobre rivalidades, engaños y celos con un trasfondo sutil de cambio social. No se aborda explícitamente el conflicto racial, pero la selección de artistas desmonta las barreras que ya había agrietado antes el jazz.
Aquí se mira lo turbio de la industria musical, simbolizada en el representante, en la empresaria y en Alan Freed, quien se interpreta a sí mismo. Freed era una estrella de la radio y luego de la televisión, así como promotor y productor, que fue decisivo en la expansión de la nueva ola. Fue la corrupción la que hundió a Freed en los primeros sesenta: fue señalado en el escándalo de la payola, los sobornos que se pagaban para que las radios pincharan determinados discos; se le acusó de apropiarse de derechos de autor de composiciones ajenas (de Chuck Berry entre otros) y de evasión de impuestos. Tuvo que declarar ante una comisión del Congreso de Estados Unidos, en la que defendió las mordidas como una remuneración por su “consultoría”. Fue condenado, se arruinó, se dio al alcohol y murió en enero de 1965, con 43 años, por una cirrosis.
Tampoco los demás que salen en el filme se mantuvieron mucho tiempo en lo más alto. La popularidad de Bill Haley fue efímera pese al gran éxito que conquistó en sus mejores días. Ni siquiera llegó a verse eclipsado por la invasión británica (como le pasó al mismo Elvis a partir de 1964, cuando los Beatles salieron en el Ed Sullivan Show), porque para entonces Haley ya se había instalado en México y pasado al twist. Luego haría algunas giras por Europa para nostálgicos y murió en 1981 a los 54 años. La formación que hizo inmortales a los Platters se fue desintegrando en los años siguientes, aunque la marca resistió con otros cantantes hasta bien entrado el siglo XXI. Y Tony Martinez haría más cine que mambo y chachachá, pese a que no se le daba nada mal.
Rock Around the Clock (producida por Sam Katzman, que luego haría algunas películas con Elvis; dirigida por Fred F. Sears, que murió al año siguiente del estreno) transmite que el rock and roll tenía algo de transgresor, de ruptura, que había abierto una brecha entre generaciones, pero no se tomaba a sí mismo muy en serio: aspiraba sobre todo a ser bailado. Nadie esperaba entonces que se convirtiera en el fenómeno social y cultural que fue en la década siguiente, cuando llegó a creerse que iba a cambiar el mundo. Muchas cosas cambiaron en los sesenta, sí, pero la escena musical de la década prodigiosa fue rácana en reconocer a los pioneros.
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