‘Los Fabelman’: Spielberg ajusta cuentas con el cine y su vida

imonahan

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Steven Spielberg ha buceado en casi todos los géneros consiguiendo muchas películas memorables. Otras menos. Lógico. No se puede ni se debe ser sublime todo el rato. Dirige la primera con veintipocos años, y es la tensa, amenazante y misteriosa El diablo sobre ruedas. Ahora tiene 76. Edad adecuada para hablar de su infancia, su adolescencia y su primera juventud. También de su familia. Y de su prodigiosa y jamás extinguida pasión por algo llamado cine. Le ha servido para ser feliz, o al menos para hacernos felices a muchas generaciones de espectadores en todos los lugares del mundo. El éxito le ha permitido siempre contar lo que le da la gana. Conviven en su personalidad el creador y el productor. El primero es muy poderoso y artístico, el segundo nunca pierde de vista la taquilla. Eso ha influido en algunos finales complacientes de películas extraordinarias. Da igual. Se llama Spielberg. El cine y el público tenemos una deuda impagable con lo que se ha inventado desde hace infinito tiempo.

Titula su última obra Los Fabelman. Le parecería impúdico llamarla Los Spielberg, aunque nadie pudiera demandarle por ello. Y en ella hay de todo. Alegría, pero también tristeza. Y muchos descubrimientos. Algunos sombríos. Otros asombrosos, de los que marcan toda una vida. Los padres llevan por primera vez a la sala oscura a un crío de tres o cuatro años. Y la criatura vive esa experiencia como un milagro. Nos ha ocurrido a mucha gente. Con la diferencia de que todos nos hemos dedicado a disfrutarlo y ese niño descubrirá que puede explicar el mundo, captar la realidad, narrar ficciones a través de lo que sea capaz de expresar su cámara. La utiliza para filmar a sus padres, a sus hermanas y a un amigo encantador del padre que vive con ellos.

Michelle Williams (izquierda) y Mateo Zoryan, en 'Los Fabelman'.

La cámara le dará sorpresas muy gratas y otras inquietantes, que cambiarán el rumbo de su amada familia. Esa vocación le permitirá también ajustar cuentas con los agravios que le proporcionan en el colegio algunos matones, filmar a los primeros amores, sentir que su inteligencia, su corazón, sus certidumbres, sus descubrimientos, su forma de relacionarse con los demás y sus sueños adquieren forma y sentido a través de las imágenes. Aparentemente, no hay nada fascinante en este chaval introvertido, ni simpático ni antipático, con expresividad limitada, alejado de la brillantez, sin interés por la vida social. Pero su cerebro es muy potente y el visor de la cámara le permitirá hablar del universo con un lenguaje mágico. Es un maestro describiendo aventuras, pero también puede removerte, crearte terror, que aparezcan las lágrimas retratando el espanto del Holocausto como en La lista de Schindler.

Los Fabelman no es perfecta, tiene bajones, no provoca sensación de enamoramiento, pero posee momentos admirables y complejos. La alegría de esa familia está amenazada por el desencanto y la oscuridad. Esa madre tan vitalista, juguetona y simpática puede tomar decisiones en nombre de lo que le exige su corazón que siembran el dolor y la separación en aquellos que eran tan felices.

Hay una secuencia que me parece maravillosa. Es el encuentro entre ese joven que ha conseguido su primer empleo en la industria con un artista supremo, también un hombre presuntamente hosco, desconcertante y temido que se llama John Ford. Este poeta que odiaba que los demás hablaran de su innegable lirismo le asegura con contundente expresividad al aprendiz tan sabio que la esencia del cine está en el horizonte. Y el chaval se queda pasmado y agradecido, aunque no está claro que le hiciera caso siempre. Imagino que Spielberg ha quedado en paz con sus recuerdos rodando sus memorias, exorcizando antiguos temores, intentando explicarse ante sí mismo. Los Fabelman desprende sensación de verdad y tiene matices. Virtudes muy apreciables en medio de las toneladas de mediocridad que desprende el cine de Hollywood (también el de otros sitios) durante los últimos años.

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