mylene.bahringer
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Los encierros de San Fermín centran, año tras año, una encendida polémica sobre su pérdida de identidad, añoranza de un pasado desbordante de emoción. Las carreras de hoy, se dice, están adulteradas, los toros parecen amaestrados, atletas de élite entrenados para una rápida, loca, limpia y ruidosa competición de 850 metros en la que a duras penas se abren paso entre una muchedumbre borracha de excitación y aventura. Se insiste en que los encierros de hoy son previsibles y aburridos, ves uno y los has visto todos; ya no son lo que eran, no interesan.
Es verdad. Los ganaderos, en la búsqueda constante de un animal con movilidad y duración en el tercio de muleta, obligan a sus toros a un duro entrenamiento en la dehesa donde sudan y sudan en corredores habilitados hasta conseguir cuerpos musculados y ágiles para la muy dura prueba de la lidia. Y los elegidos para Pamplona, con más motivo: para participar en esa larga huida callejera a toda pastilla y sin tiempo para el desaliento.
Además, en el año 2005, el Ayuntamiento de la capital navarra encontró un producto milagroso para reducir la peligrosidad del encierro: un líquido antideslizante con el que se riega la mayor parte del recorrido y consigue que las pezuñas de los animales y las zapatillas de los humanos se agarren a los adoquines y disminuyan los resbalones y las caídas.
Así, entre la formación física de los toros y el suelo adherente, el encierro ha cambiado su fisonomía. Ahora, se dice que son aburridos.
Pero, ¿qué es lo que de verdad ha cambiado en los encierros que San Fermín?
La gran novedad es que han desaparecido el morbo, la sangre, la visión adictiva de cómo un pitón desgaja la carne de un corredor y lo cornea sin piedad mientras el espectador disfruta con un espectáculo de violencia real, a flor de piel, y no le importa que se le enfríe el primer café de la mañana.
Esa es la emoción que se añora, la vistosidad perdida y que ahora se reclama.
Los toros son los mismos, descomunales, corniveletos, bravos, peligrosos… Una fuerza de la naturaleza; atletas consumados, sí, pero animales que llevan el peligro en la sangre; y los corredores se han ido turnando a la medida del tiempo, pero mantienen el mismo objetivo: vivir una experiencia en forma de bomba de adrenalina, saborear el color del riesgo, sentirse héroes por un instante y burlar, si es posible, los amenazantes y astifinos pitones.
Es ese maldito líquido antideslizante el que impide que los toros patinen en un piso extraño para las pezuñas, acaben con su anatomía en el suelo, pierdan el contacto con la realidad y se sientan solos, perdidos, alejados de su manada. Porque ese es el instante de verdadero peligro de los encierros de San Fermín. Ese animal que se levanta ofuscado, desorientado y acosado por el gentío siente la necesidad de defenderse de la turba; y esa defensa es el posible preámbulo de una lluvia encolerizada de derrotes, tornillazos, cabezazos terroríficos y empitonados cuchillos que vuelan por los aires.
Es la viva imagen de Olivito, un toro de Miura que corrió el 14 de julio de 2014; perdió el equilibrio al comienzo de la calle Estafeta, se sintió solo y desamparado y desató su furia contra Jason Gilbert, un australiano que visitaba Pamplona por primera vez. Primero, lo estampó contra la pared, y en el forcejeo colérico le rajó uno de los muslos de arriba a abajo, lo persiguió con saña hasta el vallado, donde lo empitonó de nuevo hasta que el mozo consiguió zafarse del animal. Y no fue el único herido que dejó Olivito aquella mañana. He ahí un encierro inolvidable por el dramatismo sangriento de las imágenes. No todos los días se tiene la oportunidad de gozar con un muslo abierto en canal sin necesidad de efectos especiales.
Pero esa violencia no aporta nada a los encierros; no es la sangre el origen de la carrera ni lo que le da sentido, sino el toro en la calle y la posibilidad de sentirse un héroe con las yemas de los dedos.
Además, el encierro de hoy, menos sangriento y espectacular, es igualmente dramático y peligroso que los de antaño. Ahí están los datos: en la década de los ochenta, los heridos por astas de toros oscilaron entre dos en 1984 y nueve en 1980; en la de los 90, entre tres en 1998 y 12 en 1994 y un corredor muerto en 1995; en los primeros diez años del siglo XXI, entre cuatro en 2008, 16 en 2004 y un fallecido en 2003 (estos datos hicieron saltar las alarmas y el Ayuntamiento de Pamplona acordó regar el piso del recorrido con el líquido antideslizante, lo que no evitó que se produjera otro fallecimiento en 2009), pero entre 2010 y 2019, los heridos oscilaron entre los dos en 2018 y 12 en 2016. Por último, en 2022 hubo seis; tres al año siguiente y dos en 2024, los mismos de los años 1984 y 2016.
¿Qué es lo que ha cambiado, entonces? Que ha desaparecido el morbo, que muchos confunden con la emoción.
Hoy, los encierros han vuelto a sus inicios: una corrida de toros se dirige a pie hacia la plaza, y los paisanos más atrevidos corren junto a ellos. Muchos mozos muerden el polvo, y algunos, los menos, sienten en sus carnes el clavo ardiente de un pitón. Así ha sido y sigue siendo hoy el encierro de San Fermín a pesar de la polémica entre seguridad y la sangre en primer plano. Sin duda, la violencia no los hace más emocionantes.
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Es verdad. Los ganaderos, en la búsqueda constante de un animal con movilidad y duración en el tercio de muleta, obligan a sus toros a un duro entrenamiento en la dehesa donde sudan y sudan en corredores habilitados hasta conseguir cuerpos musculados y ágiles para la muy dura prueba de la lidia. Y los elegidos para Pamplona, con más motivo: para participar en esa larga huida callejera a toda pastilla y sin tiempo para el desaliento.
Además, en el año 2005, el Ayuntamiento de la capital navarra encontró un producto milagroso para reducir la peligrosidad del encierro: un líquido antideslizante con el que se riega la mayor parte del recorrido y consigue que las pezuñas de los animales y las zapatillas de los humanos se agarren a los adoquines y disminuyan los resbalones y las caídas.
Así, entre la formación física de los toros y el suelo adherente, el encierro ha cambiado su fisonomía. Ahora, se dice que son aburridos.
Pero, ¿qué es lo que de verdad ha cambiado en los encierros que San Fermín?
La gran novedad es que han desaparecido el morbo, la sangre, la visión adictiva de cómo un pitón desgaja la carne de un corredor y lo cornea sin piedad mientras el espectador disfruta con un espectáculo de violencia real, a flor de piel, y no le importa que se le enfríe el primer café de la mañana.
Esa es la emoción que se añora, la vistosidad perdida y que ahora se reclama.
Los toros son los mismos, descomunales, corniveletos, bravos, peligrosos… Una fuerza de la naturaleza; atletas consumados, sí, pero animales que llevan el peligro en la sangre; y los corredores se han ido turnando a la medida del tiempo, pero mantienen el mismo objetivo: vivir una experiencia en forma de bomba de adrenalina, saborear el color del riesgo, sentirse héroes por un instante y burlar, si es posible, los amenazantes y astifinos pitones.
Es ese maldito líquido antideslizante el que impide que los toros patinen en un piso extraño para las pezuñas, acaben con su anatomía en el suelo, pierdan el contacto con la realidad y se sientan solos, perdidos, alejados de su manada. Porque ese es el instante de verdadero peligro de los encierros de San Fermín. Ese animal que se levanta ofuscado, desorientado y acosado por el gentío siente la necesidad de defenderse de la turba; y esa defensa es el posible preámbulo de una lluvia encolerizada de derrotes, tornillazos, cabezazos terroríficos y empitonados cuchillos que vuelan por los aires.
Es la viva imagen de Olivito, un toro de Miura que corrió el 14 de julio de 2014; perdió el equilibrio al comienzo de la calle Estafeta, se sintió solo y desamparado y desató su furia contra Jason Gilbert, un australiano que visitaba Pamplona por primera vez. Primero, lo estampó contra la pared, y en el forcejeo colérico le rajó uno de los muslos de arriba a abajo, lo persiguió con saña hasta el vallado, donde lo empitonó de nuevo hasta que el mozo consiguió zafarse del animal. Y no fue el único herido que dejó Olivito aquella mañana. He ahí un encierro inolvidable por el dramatismo sangriento de las imágenes. No todos los días se tiene la oportunidad de gozar con un muslo abierto en canal sin necesidad de efectos especiales.
Pero esa violencia no aporta nada a los encierros; no es la sangre el origen de la carrera ni lo que le da sentido, sino el toro en la calle y la posibilidad de sentirse un héroe con las yemas de los dedos.
Además, el encierro de hoy, menos sangriento y espectacular, es igualmente dramático y peligroso que los de antaño. Ahí están los datos: en la década de los ochenta, los heridos por astas de toros oscilaron entre dos en 1984 y nueve en 1980; en la de los 90, entre tres en 1998 y 12 en 1994 y un corredor muerto en 1995; en los primeros diez años del siglo XXI, entre cuatro en 2008, 16 en 2004 y un fallecido en 2003 (estos datos hicieron saltar las alarmas y el Ayuntamiento de Pamplona acordó regar el piso del recorrido con el líquido antideslizante, lo que no evitó que se produjera otro fallecimiento en 2009), pero entre 2010 y 2019, los heridos oscilaron entre los dos en 2018 y 12 en 2016. Por último, en 2022 hubo seis; tres al año siguiente y dos en 2024, los mismos de los años 1984 y 2016.
¿Qué es lo que ha cambiado, entonces? Que ha desaparecido el morbo, que muchos confunden con la emoción.
Hoy, los encierros han vuelto a sus inicios: una corrida de toros se dirige a pie hacia la plaza, y los paisanos más atrevidos corren junto a ellos. Muchos mozos muerden el polvo, y algunos, los menos, sienten en sus carnes el clavo ardiente de un pitón. Así ha sido y sigue siendo hoy el encierro de San Fermín a pesar de la polémica entre seguridad y la sangre en primer plano. Sin duda, la violencia no los hace más emocionantes.
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El entrenamiento de los toros y el líquido antideslizante restan espectacularidad a las carreras, pero el número de heridos se mantiene a lo largo de su historia
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