quigley.marcelino
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A los cinco primeros minutos de película ya le sobran tres, dirán algunos. Eso, para empezar. Otros, en cambio, gozarán las tres horas de duración de Los delincuentes. Los primeros serán aquellos que, por ejemplo, están convencidos de que Jeanne Dielman, 23, quai du Commerce, 1080 Bruxelles, de Chantal Akerman —en modo alguno la mejor película de la historia del cine, pero sí una película buenísima— es esa en la que una mujer pela patatas durante horas. El tiempo en el cine. Ese misterio, esa sensación, esa verdad, esa mentira. “¿Y en qué reside la fuerza del arte fílmico de un autor?”, se preguntó Andréi Tarkovski, para pasar inmediatamente a responderse: “En esculpir el tiempo”.
Ahora la modernidad le ha puesto un sello de marca acorde con estos tiempos de etiquetas para todo. Slow cinema, lo llaman. Pero no es nada nuevo, siempre ha existido. Y no se trata tanto de cine lento como de una extraña y fascinante fusión entre la calma, la responsabilidad, el estilo y la intuición. Cuando sale bien, claro, porque películas que van de rocosas, libres y exactas pero solo son un peñazo envuelto en la nada las ha habido y las seguirá habiendo. No es el caso de Los delincuentes, una sosegada y lúdica película de atracos con la flema como bandera. Rodrigo Moreno, su director, la ha contado con serenidad, sorna y paciencia a lo largo de 189 minutos que se pueden hacer eternos o ser apasionantes, según se piense que en Jeanne Dielman se pelan patatas o se establece una maravillosa reflexión sobre la opresión y la liberación de la mujer.
De hecho, Los delincuentes es mucho más que una película sobre el atraco a un banco de uno de sus empleados. Es una obra sobre la libertad. Seguramente la misma libertad que impulsó al Fernando Galindo de Atraco a las tres —un admirador, un amigo, un esclavo, un siervo— a robar su propia sucursal, o al tímido burócrata Alec Guinness de Oro en barras a adueñarse del material dorado que cada día pasaba ante sus ojos, aunque de un modo radicalmente alejado de los estilos de artesanos clásicos del entretenimiento y la gracia de José María Forqué y Charles Crichton, respectivamente. Moreno ha compuesto un desafiante filme de atracos deliberadamente soso y hasta cáustico. Un relato que nunca va hacia el lugar esperado, con unos giros de guion imprevisibles y unos personajes anclados en la gris cotidianidad, que parecen tener comportamientos absurdos que solo son consecuencia del encierro al que nos tienen sometidos el poder y el trabajo. ¿Cuál es el sentido de la vida? ¿Trabajar de sol a sol? El objetivo del ladrón no es hacerse millonario por el morro: es simplemente obtener exactamente la misma cantidad que se ganaría hasta el momento de su jubilación, para así poder dejar de trabajar. Nobleza obliga.
De Moreno ya habíamos visto en España la magnífica El custodio (2006), su ópera prima, la historia del guardaespaldas de un ministro contada con una mirada tan propia como afilada, además de loable ejercicio de coherencia entre fondo y forma. Aquí, con una sobria puesta en escena y unos bellos encadenados de montaje, el director parte de un relato central para después desdoblarse (o mutar) en otros muchos con un mismo cuerpo: la posibilidad de otra vida, particularmente la sentimental, mientras acompaña su mirada con una banda sonora que lo mismo es disonante que retro, barroca que popular y ligera.
Inspirada por un clásico del cine argentino, Apenas un delincuente (Hugo Fregonese, 1949; búsquenla, es estupenda), pues ambas parten de una misma idea de desfalco, Los delincuentes pasó por la sección Una cierta mirada del festival de Cannes entre comentarios primorosos, y ahora llega a los cines españoles con un sentido del humor, una calma, una transgresión de los géneros y una sabiduría acerca de la condición humana que merecen respeto, paciencia y elogios.
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Ahora la modernidad le ha puesto un sello de marca acorde con estos tiempos de etiquetas para todo. Slow cinema, lo llaman. Pero no es nada nuevo, siempre ha existido. Y no se trata tanto de cine lento como de una extraña y fascinante fusión entre la calma, la responsabilidad, el estilo y la intuición. Cuando sale bien, claro, porque películas que van de rocosas, libres y exactas pero solo son un peñazo envuelto en la nada las ha habido y las seguirá habiendo. No es el caso de Los delincuentes, una sosegada y lúdica película de atracos con la flema como bandera. Rodrigo Moreno, su director, la ha contado con serenidad, sorna y paciencia a lo largo de 189 minutos que se pueden hacer eternos o ser apasionantes, según se piense que en Jeanne Dielman se pelan patatas o se establece una maravillosa reflexión sobre la opresión y la liberación de la mujer.
De hecho, Los delincuentes es mucho más que una película sobre el atraco a un banco de uno de sus empleados. Es una obra sobre la libertad. Seguramente la misma libertad que impulsó al Fernando Galindo de Atraco a las tres —un admirador, un amigo, un esclavo, un siervo— a robar su propia sucursal, o al tímido burócrata Alec Guinness de Oro en barras a adueñarse del material dorado que cada día pasaba ante sus ojos, aunque de un modo radicalmente alejado de los estilos de artesanos clásicos del entretenimiento y la gracia de José María Forqué y Charles Crichton, respectivamente. Moreno ha compuesto un desafiante filme de atracos deliberadamente soso y hasta cáustico. Un relato que nunca va hacia el lugar esperado, con unos giros de guion imprevisibles y unos personajes anclados en la gris cotidianidad, que parecen tener comportamientos absurdos que solo son consecuencia del encierro al que nos tienen sometidos el poder y el trabajo. ¿Cuál es el sentido de la vida? ¿Trabajar de sol a sol? El objetivo del ladrón no es hacerse millonario por el morro: es simplemente obtener exactamente la misma cantidad que se ganaría hasta el momento de su jubilación, para así poder dejar de trabajar. Nobleza obliga.
De Moreno ya habíamos visto en España la magnífica El custodio (2006), su ópera prima, la historia del guardaespaldas de un ministro contada con una mirada tan propia como afilada, además de loable ejercicio de coherencia entre fondo y forma. Aquí, con una sobria puesta en escena y unos bellos encadenados de montaje, el director parte de un relato central para después desdoblarse (o mutar) en otros muchos con un mismo cuerpo: la posibilidad de otra vida, particularmente la sentimental, mientras acompaña su mirada con una banda sonora que lo mismo es disonante que retro, barroca que popular y ligera.
Inspirada por un clásico del cine argentino, Apenas un delincuente (Hugo Fregonese, 1949; búsquenla, es estupenda), pues ambas parten de una misma idea de desfalco, Los delincuentes pasó por la sección Una cierta mirada del festival de Cannes entre comentarios primorosos, y ahora llega a los cines españoles con un sentido del humor, una calma, una transgresión de los géneros y una sabiduría acerca de la condición humana que merecen respeto, paciencia y elogios.
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‘Los delincuentes’: una película de atracos esculpida en el tiempo de la calma
El director Rodrigo Moreno ha contado con serenidad, sorna y paciencia a lo largo de 189 minutos que se pueden hacer eternos o ser apasionantes un ‘thriller’ deliberadamente soso
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